«¡Hacéte duro muchacho!» - Ricardo Güiraldes (1886-1927)

En la pampa las impresiones son rápidas, espasmódicas, para luego borrarse en la amplitud del ambiente, sin dejar huella. Así fue como todos los rostros volvieron a ser impasibles, y así fue también, como olvidé mi reciente fracaso sin guardar sus naturales sinsabores. El callejón era semejante al callejón anterior, el cielo permanecía tenazmente azul, el aire aunque un poco más caluroso olía del mismo modo y el tranco de mi petiso era apenas un poco más vivaracho.

La novillada marchaba bien. Las tropillas que iban delante llamaban siempre con sus cencerros claros. Los balidos de la madrugada habían cesado. El traqueteo de las pezuñas, en cambio, parecía más numeroso y el polvo alzado por millares de patas iba tornándose más denso y blanco.

Animales y gente se movían como captados por una idea fija: caminar, caminar, caminar.

A veces un novillo se atardaba mordisqueando el pasto del callejón, y había que hacerle una atropellada.

Influido por el colectivo balanceo de aquella marcha, me dejé andar al ritmo general y quedé en una semi-inconsciencia que era sopor, a pesar de mis ojos abiertos. Así me parecía posible andar indefinidamente, sin pensamiento, sin esfuerzo, arrullado por el vaivén mecedor del tranco, sintiendo en mis espaldas y mis hombros el apretón del sol como un consejo de perseverancia.

A las diez, el pellejo de la espalda me daba una sensación de efervescencia. El petiso tenía sudado el cogote. La tierra sonaba más fuerte bajo las pezuñas siempre livianas.

A las once tenía hinchadas las manos y las venas. Los pies me parecían dormidos. Dolíanme el hombro y la cadera golpeados. Los novillos marchaban más pesadamente. El pulso me latía en las sienes de manera embrutecedora. A mi lado la sombra del petiso disminuía desesperadamente despacio.

A las doce, íbamos caminando sobre nuestras sombras, sintiendo así mayor desamparo. No había aire y el polvo nos envolvía como queriéndonos esconder en una nube amarillenta. Los novillos empezaban a babosear largas hilachas mucosas. Los caballos estaban cubiertos de sudor y las gotas que caían de sus frentes salábanle los ojos. Tenía yo ganas de dormirme en un renunciamiento total.

Al fin llegamos a la estancia de un tal don Feliciano Ochoa. La sombra de la arboleda nos refrescó deliciosamente. A pedido de Valerio, nos dieron permiso para echar la tropa en un potrerito pastoso, provisto de aguada, y nos bajamos del caballo con las ropas moldeadas a las piernas, caminando como patos recién desmaniados. Rumbo a la cocina, las espuelas entorpecieron nuestros pasos arrastrados. Saludamos a la peonada, nos sacamos los chambergos para aliviar las frentes sudorosas y aceptamos unos mates, mientras en el fogón colocábamos nuestro churrasco de reseros y activábamos el fuego.

No tomé parte en la conversación que pronto se animó entre los forasteros y los de las casas. Tenía reseco el cuerpo como carne de charque, y no pensaba sino en «tumbiar» y echarme aunque fuera en los ladrillos.

–¿Seguirán marchando cuando acaben de comer?

–No, Señor -contestó Valerio-. El tiempo está muy pesao pa los animales... Pensamos, más bien, con su licencia, echar una siestita y caminar un poco de noche, si Dios quiere.

¡Qué placer indescriptible me dio aquella respuesta! Instantáneamente sentí mis miembros alargarse en un descanso aliviador y toda mi buena disposición volvió a mí como por magia.

–¡Lindo! -exclamé, escupiendo por el colmillo.

Uno de los peones me miró sonriente:

–Has de ser nuevo en el oficio.

–Sí –dije como para mí– soy un nuevo que se va gastando.

–¡Oh! –comentó un viejo– antes de gastarte tenés que dir p'arriba.

–Si es apuradazo –replicó Pedro Barrales. Hoy ya subió un potrillo; iba descolgándosele por la paleta, que no le quería bajar el rebenque. Es de los que mueren matando.

–¡Güen muchacho! –dijo el viejo con los ojos risueños de simpatía–. Tomá un mate dulce por gaucho.

–Lo habré merecido cuando no me voltee, Don.

–Será mañana, pues.

–Quién sabe –intervino Goyo– no juera mejor que lo largara.

–¡Claro! –subrayé– pa ver cómo corren por el campo mis veinte pesos.

–No –volvió a intervenir el viejito– si es ladinazo pa'l retruque.

-Oh! –aseguró don Segundo– si es por pico, no hay cuidao. Antes de callarse, más bien se le va hinchar la trompa. Es de la mesma ley que los loros barranqueros.

–Ya me castigaron –concluí encogiéndome de hombros, como para prevenir un golpe, y no hablé más.

Un chico como de doce años se había sentado cerca mío y miraba mis espuelas, mis manos lastimadas en la jineteada, mi rostro cubierto por la tierra del arreo, con la misma admiración con que días antes observé yo a Valerio o a don Segundo. Su ingenua prueba de curiosidad admirativa era mi boleta de resero.

Para que durmiera la siesta, el mismo muchacho se comidió a enseñarme un lugar aparente y le estuve de ello tan agradecido casi como de sus manifestaciones de muda simpatía.

A eso de las cuatro nos hallábamos otra vez en el callejón. Las despedidas habían sido cordiales, después de unos pocos mates, y yo me sentía como recién parido por haberme bañado el rostro en un balde y sacudido la tierra con una bolsa.

A los mancarrones les sonaba el agua en la panza y la tropa habiendo tenido tiempo de echarse y probar unos buenos bocados de gramilla, se encontraba mejor dispuesta.

Teníamos, además, la promesa cercana del frescor nocturno y eso de ir mejorando paulatinamente, hasta alcanzar un descanso, mantiene despierta la esperanza fundada.

Como a nuestra salida de la estancia, me fui hasta adelante de las tropillas, de donde me entretuve en mirar el camino y las poblaciones lejanas, para grabar el todo en mi memoria, acaudalando así mis primeros valores de futuro baquiano.

A las dos horas de marcha, como íbamos a pasar frente a un puesto, Goyo llegó hasta mí para transmitirme una orden de Valerio.

–Vení conmigo... Vamoh'a carniar un cordero y despueh'alcanzamos la tropa.

–No sirvo, hermano, pa'ese trabajo.

–No le hace. Te vah'a ir acostumbrando.

Mientras el arreo seguía su camino, nos apeamos en el rancho, cuyo dueño nos recibió como a conocidos viejos.

–¿Un borrego? –dijo cuando Goyo le hubo explicado nuestra necesidad de carne– en seguidita no más.

No hubo discusión por el precio.

Goyo era baquiano y ligero. Mi atareada inutilidad le hacía reír sin descanso. No bien había yo rasgado el cuero de una pata, cuando ya su cuchillo, viniendo por la panza, me amenazaba con la punta. Con tajos largos y certeros separaba el cuero de la carne y, una vez abierta la brecha, metía en ella el puño con el que rápidamente procedía al despojo de la bestia. Haciendo primero un círculo con la hoja en derredor de las coyunturas, quebró las cuatro patas en la última articulación. Entre el tendón y el hueso del garrón, abrió un ojal en el que pasó la presilla de cabestro y, arrimándose a un árbol, tiró por sobre una rama la punta opuesta, de la cual me colgué con él hasta que quedara suspendida la res.

Rápidamente abrió la panza, sacó a vueltas y revueltas el sebo de tripa, despojó el vientre de desperdicios, el tórax de bofes, hígado y corazón.

–¿Pa eso me has llamao? –pregunté estúpidamente inactivo, avergonzado de mis manos que colgaban también como desperdicios.

–Aura me vah'ayudar pa llevar la carne.

Concluida la carneada, metimos cada cual nuestro medio borrego en una bolsa de arpillera, lo atamos a los tientos y, despidiéndonos del puestero, que nos hizo traer unos mates con una chinita flaca y huraña, nos fuimos a trote de zorrino hasta alcanzar la tropa, que por cierto no se había distanciado mucho.

Más apocado por mi ignorancia de carneador que por mi golpe de la mañana, me fui de nuevo hacia adelante mascando rabia. Horas antes había visto el buen lado de la taba, cuando el chico de lo de don Feliciano miraba asombradamente mis pilchas y aposturas de resero; y no me había acordado que el huesito tenía otra parte designada con un nombre desdoroso; esa la veía, sólo cuando mi impericia de bisoño se topaba con una de las tantas realidades del oficio. ¿Cuántos otros desengaños me esperaban?

Antes de andar haciéndome el «taita», tenía por cierto que aprender a carnear, enlazar, pialar, domar, correr como la gente en el rodeo, hacer riendas, bozales y cabestros, lonjear, sacar tientos, echar botones, esquilar, tusar, bolear, curar el mal del vaso, el haba, los hormigueros y qué sé yo cuántas cosas más. Desconsolado ante este programa, murmuré a título de máxima: «Una cosa es cantar solo y otra cosa es con guitarra».

En esos trances me asaltó la tarde en una rápida fuga de luz. Acobardado por mi soledad, volvíme con los otros para saber a qué horas comeríamos.

Cenamos en campo abierto. Cerca del callejón había una cañada con unos sauces, de donde trajimos algunas ramas secas. El resplandor de la llama dio a nuestros semblantes una apariencia severa de cobre, mientras en cuclillas formábamos un círculo de espera. Las manos, manejando el cuchillo y la carne, aparecían lucientes y duras. Todo era quietud, salvo el leve cantar de los cencerros y los extrañados balidos de la hacienda.

En la cañada croaron las ranas, quebrando el uniforme siseo de los grillos. Los chajás delataban nuestra presencia a intervalos perezosos. Los gajos verdes de nuestra leña silbaban, para reventar como lejanas bombas de romerías. Sentía el dolor del cansancio mudar de sitio en mi pobre cuerpo y parecíame tener la cabeza apretada bajo un cojinillo.

No teníamos agua y había que sufrir la sed por unas horas.

Nuevamente, al andar de la tropa, proseguimos nuestro viaje.

Encima nuestro, el cielo estrellado parecía un ojo inmenso, lleno de luminosas arenas de sueño. Cada paso propagaba una manada de dolores por mis músculos. ¿Cuántos vaivenes del tranco tendría que aguantar aún?

No sabía ya si nuestra tropa era un animal que quería ser muchos, o muchos animales que querían ser uno. El andar desarticulado del enorme conjunto me mareaba y si miraba a tierra, porque mi petiso cambiaba de dirección o torcía la cabeza, sufría la ilusión de que el suelo todo se movía como una informe masa carnosa.

Hubiese querido poder dormir en mi caballo como los reseros viejos.

Nadie se ocupaba ya de mí. La gente iba atenta al animalaje, temiendo que alguno se rezagara. Se oía de vez en cuando un grito. Los teros chillaban a nuestro paso y las lechuzas empezaron a jugar a las escondidas, llamándose con gargantas de terciopelo.

Ninguna población se avistaba.

De pronto me di cuenta de que habíamos llegado. Cerca ya, vimos la gran apariencia oscura de unas casas, y el callejón se ensanchó como un río que llega a la laguna.

Goyo, don Segundo y Valerio, iban a rondar según oí decir.

Estábamos en los locales de una feria, a orillas de un pueblo.

Cerca de las tropillas desenfrené mi petiso y le voltié el recado.

Bajo un cobertizo de cinc tiré mis pilchas al suelo y me les dejé caer encima, como cae un pedazo de barro de una rueda de carreta.

Un rebencazo casi insensible me cayó sobre las paletas.

–¡Hacete duro, muchacho!

Y creí haber reconocido la voz de Don Segundo. 

* En «Don Segundo Sombra», el Capítulo 8; con ilustraciones de Alberto Güiraldes, Ed. Guillermo Kraft, Buenos Aires – 1960, pp. 81-88.

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