Idea del intelectual católico
NIMIO DE ANQUÍN (1896-1979)

No hay nada tan contradictorio de la idea cristiana de sabiduría como el intelectual puro, personaje estéril, engendrado por el arte o la ciencia sin caridad, es decir, sin amor. Todo lo que no coopera a la realización del reino de Dios, es inútil y vano; y el Reino de Dios consiste en el señorío de la caridad, pues Dios es caridad. El problema último de la humanidad es la transfiguración de sí misma por el amor; su acercamiento máximo por esa participación a la esencia divina. Cristo que vistió la Humanidad perfecta, trajo a nosotros junto con la persona del Verbo, el modelo acabado de Humanidad, y su muerte por redimirnos del «hombre viejo», es el sacrifico del amor.
Para el intelectual cristiano no existe ningún modelo cual Cristo, y toda la sabiduría se resuelve para él en una «imitación» de las perfecciones infinitas del Verbo. Para el cristiano, las cosas tienen sólo un valor instrumental y las que no pueden ser empleadas en la ejecución de la gran obra del Reino, deben ser aventadas como objetos inútiles.
El alma del cristiano es un calvario en pequeño, y la prueba más evidente de una vida bien cumplida, es el rematar en un Gólgota, como el Maestro, víctima del amor sin mancha.
La ciencia y el arte cristianos aparecen, por ello, como un enorme sacrificio rendido a la humanidad para transfigurarla en el amor. Se ha dicho que son como un cántico al Señor, pero nosotros preferimos decir sacrificio, porque el artista o el sabio cristianos creaban para realizar la Ciudad de Dios, en un despojamiento absoluto de sí mismos, en la desnudez de toda ambición personal, en la entrega de lo más propio del ser a la humanidad necesitada. Entrega dolorosa, dirigida a la realización del amor perfecto, al acceso del «monte cuajado y riscoso», cuyas laderas están llenas de abismos y noches insondables.
Quien no esté dispuesto a ese sacrificio amoroso, carece del sentido de la caridad, carece del sentido cristiano del saber. En nuestra Iglesia no existen torres de marfil y los espíritus más altos son lo que con más generosidad distribuyen sus dones. El intelectualismo cristiano es una cooperación a la transfiguración de la humanidad, marcha progresiva a una katarsis universal que nos develará la faz de la Belleza increada. Los siglos XII y XIII nos ofrecen abundantes ejemplos de ese saber heroico. Durante ellos el cristiano decíase caballero de Cristo, y los más perfectos, «trovadores» de Cristo. Desde el monje más humilde que oraba simplemente a Dios en su cenobio, hasta el teólogo más afinado en las disputas cuodlibéticas, todos, estaban poseídos de la idea del Reino, de la Caridad, del amor inflamado hacia el Señor, su modelo supremo. La cruz, símbolo de la Redención, era la causa final de aquel cosmos magnífico animado por la idea de sacrificio para la transfiguración del mundo caído y la expulsión del «Hombre viejo».
Nosotros, los que participamos de los beneficios de la fe y que hemos nacido y crecido dentro de la casa de Pedro, no podemos renunciar a una tradición tan excelsa. La ciencia (o el arte) que hincha no es la nuestra. Pero sí la que edifica, la que nos perfecciona en el conocimiento de la verdad, la que nos diviniza haciéndonos participar, en el Señor, de la Verdad por excelencia. Conocimiento transfigurativo en desposesión de sí mismo y que con ello realiza la paradoja del sabio ignorante, que cierra su vida hundiendo la frente en el polvo de la humildad. No ambicionamos otra riqueza que esa cooperación al advenimiento del Reino, poder llamarnos pobres en el sentido del Evangelio y participar con derecho del Pentecostés futuro, cuando el Espíritu septiforme escuche la invocación de la secuencia:
Veni pater pauperum;
Veni dator munerum;
Veni lumen cordium.

* En «Revista Número», n° 20, agosto de 1931

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