Semana Santa
JUAN CARLOS GOYENECHE (1913-1982)


    En esta semana la Iglesia conmemora con el luto de sus altares desnudos y el dolor de su plegaria la muerte de Dios. No del Dios de los filósofos, el Dios frío y abstracto, sino del Dios Viviente, el milagro de Amor que se hizo carne y murió por nosotros.
   Un día, lejano en años, siempre presente en el espíritu, siempre renovado en el altar, se cumplieron las palabras de Jesús: “Este es mi Cuerpo que es entregado por vosotros... Esta es mi Sangre que es derramada por vosotros”. Y el Hijo del Hombre “inclinando la cabeza, entregó su espíritu”.
   Fue un hecho vulgar, casi inadvertido para sus contemporáneos. El sol se escondió, reinaron las tinieblas y todo se acabó aparentemente en torno a un hombre muerto en un suplicio infamante; pero desde tal hecho, los hombres comenzaron a referir la historia universal a partir del nacimiento de ese extraño ajusticiado que convirtió en el más sagrado símbolo el instrumento de su pasión. Y así lo que hasta ese día fue un tormento de muerte, de allí en adelante se convirtió en símbolo vibrante de vida.
   Desde entonces se han sucedido las luchas en el mundo, las victorias y las derrotas, los entusiasmos y los desalientos; pero para superar a los peligros de unas y de otros, tanto la presunción como la desesperanza, nos ha quedado un signo: la Cruz.
   Todo signo tiene un sentido oculto detrás de su manifestación externa. La Cruz desde que fue clavada sobre el monte Calvario dividió al mundo en dos partes, como una espada; y se hizo signo de contradicción: signo de unión y división. Enseña de paz y emblema de guerra.
   Desde entonces la humanidad, como el buen y el mal ladrón, queda a uno u otro lado de la Cruz, pero necesariamente referida a Ella. Porque siempre se está cerca de la Cruz; cerca para la Vida o cerca para la Muerte; para afirmarla o para negarla.
   Los hombres disputan y se dividen, pero generalmente ignoran que es la Cruz quien los divide; los hombres coinciden y se unen, pero son pocos los que saben que es la Cruz quien los une.
   ¡El signo de la Cruz! Quisiéramos, durante esta semana particularmente señalada, hacer sobre la patria ese signo –“símbolo visible de la Gracia invisible”–, hacerlo con ademán lento y amplio, que vaya desde la frente hasta el pecho de nuestro pueblo, desde un hombro al otro, que lo envuelva y lo abrace en su amplitud redentora.
   A la Cruz se recurre en la tentación buscando fuerzas: ¡Dadnos, Señor, fortaleza, por medio de tu Cruz, para resistir al desaliento!
   A la Cruz se acude en el peligro buscando protección: ¡Que tu Cruz, Señor, nos preserve del peligro espiritual de la traición que nos acecha; del peligro material que libra nuestro patrimonio a la codicia del extranjero; del peligro moral que expone nuestro honor al desprecio, nuestra gallardía a la burla y nuestro patriotismo al debilitamiento.
   Sobre un madero Jesús salvó a la humanidad entera. Su redención a todos nos alcanza ¡Que se haga pues –pedimos–, en el nombre de Dios en Tres Personas, con el signo de la Cruz, la unión de nuestras tierras, del Norte al Sur, del Este al Oeste; y que la patria toda responda ante ese signo con la palabra Amén; para que llegue así la salvación de la Argentina por un solemne asentimiento a las profundidades de lo incomprensible.
   Y que luego, acallados los ruidos, ordenado nuestro mundo interior y superado el peligro de la traición y el deshonor, sobrevenga el silencio, que es como una forma generosa del olvido o de la victoria sin alardes.

* “Azul y Blanco”, Buenos Aires, N° 145, 24 de marzo de 1959; y en  “Juan Carlos Goyeneche”, Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, T° IX – Ediciones Dictio – 1976.

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