El Desquite de la Mujer
P. LEONARDO CASTELLANI (1899 -1981)
La mujer se levantó sin ruido y se inclinó sobre el nidal de
sus hijos, de donde había surgido un gemido. Los cuatro dormían sobre montón de
grama y en medio de animales. La mujer se arrodilló al lado y apoyó sobre una
roca su cabeza. No podía dormir.
En el borde superior de la caverna, se veía una estrella
extraordinariamente grande. Los pinos de los farallones susurraban suavemente,
como el ruido de un río lejano.
La noche era templada y clara. La mujer comenzó a llorar hilo
a hilo sin ningún sollozo, por nada, por un no sé qué, por la general inquietud
y angustia indeterminada que sienten las mujeres acerca de sus hijos y forma
parte del instinto materno.
Allí estaba el mayor, llamado Poseí-un-hombre-por-Dios: encogido, los puños cerrados, la cabeza
replegada sobre el pecho, ensortijado y moreno, su inquietante tesoro.
El segundo, llamado Esto-es-mi-nuevo-paraíso,
estirado, rígido en su posición habitual, la boca levemente abierta, cara al
techo; los brazos derechos y envarados, inmóvil. La madre, que ya sabía lo que
era la muerte, se sobrecogió al verlo y lo tocó levemente; el niño se movió y
gimió. Las dos mellizas dormían al lado, descuajaringadas en posiciones
inverosímiles, los graciosos y rechonchos miembros como desparramados, las
cabecitas amorosas juntas, a la vez iguales y diferentes. La mujer sintió
invadirla de nuevo la tierna y absoluta maravilla ante esa cosa nueva y
milagrosa, el niño. Tu-también-serás-madre
y Mujer-y-hermana dormían
profundamente al lado de los varones. Miró más allá y vio a su hombre, Tierra-Roja, medio envuelto en el pedazo
de piel fulva manchada de sangre, tal como había llegado rendido por la caza; y
por primera vez en su vida le pareció ver una especie de bestia, un animal de
presa; sofocó inmediatamente un primer moto levísimo de repugnancia. Recordó el
golpe con que el padre al llegar había arrojado por tierra al caprichoso hijo
mayor, el golpe que a ella le pareció tremendo. El golpe fue moderado y
merecido, porque le estaba pegando al otro; pero ella lo recibió en pleno
corazón, y allí no fue moderado. Sin dejar de llorar pronunció de nuevo sus
nombres, las palabras inventadas por ella, los cuatro disílabos extraños que en
el primer idioma tiene preñez y fuerza de frase: Kain’m, Abheil, Ajdah, Leizrha.
Eso que estaba allí amontonado era lo único absolutamente
que le quedada en el mundo, esos cuatro seres vivos que rompiéndola por el centro
le habían enseñado el Miedo y el Dolor, la cara interior de la Muerte. De golpe
la primera mujer fue visitada por la majestad de la tristeza, una tristeza más
inmensa que el día de la condena, una tristeza de sudar sangre, mezcla de todas
las pasiones: una cólera sorda contra Dios, que iba a hacer sufrir y morir a
sus hijitos por una culpa de ella; una angustiosa ansiedad de todo lo que irían
a pasar en esta vida, un horror en la médula de los huesos, como un cuchillo en
un nervio, de que ellos podían también pecar y perderse. Eva sintió que su
corazón desfallecía. Conoció que su deseo rencoroso de vengarse de Dios, de que
Él también sufriera y muriera, que fuera un niño impotente sujeto a una mujer,
era culpable. Invocó a Dios contra su corazón malvado, contra esas impulsiones
malas que nacían ahora en él y eran en su cabeza como una corona de espinas.
Se sintió pesada, fatigadísima sobre la tierra, impotente a
todo. Miró a sus hijos, y miró a los hijos de sus hijos, y más allá a
innumerables hijos nacideros de los hijos de sus hijos, y de todos se sintió
ser la madre. Sintió el dolor de todas las madres: que toda mujer que había de
concebir y dar a luz era ella misma, que por eso se llamaba ahora Euah, sucio Manantial-Viviente, la primera y la última de todas las madres. Y de
su inmenso arrepentimiento nació un amor colosal hacia todos sus hijos, una
especie de viento arrollador y solemne que iba a buscarlos hasta el fin de los
siglos y trataba desesperadamente de acariciarlos, de cubrirlos y de
protegerlos. Pero sintió que no podía nada; y el viento arrollador la empujó
hacia atrás, la arrojó sin que ella pudiera impedirlo a los días pasados, a los
tiempos sin horas de la amistad con Dios, al Paraíso.
Por primera vez después de siglos, pensó en el Paraíso.
Nunca pensaba en el Paraíso, cuya imagen indeleble había de
emponzoñar de nostalgia eternamente la sangre de sus hijos: el recuerdo de su
pérdida le producía náuseas de muerte. Pero ahora se vio de golpe sobre el
césped blando, debajo de los terebintos, a la orilla de los ríos grandes como
el mar, gozando del dominio danzante de su cuerpo intacto, libando la miel
primera de todas las cosas, tomando posesión deslumbrada de la natura nueva y sumisa,
los pies desnudos sobre el terrible terciopelo dorado de los enormes felinos
dominados por la luz de los ojos del ser inteligente, sentada como en un trono
sobre las rodillas de su hombre. Recordó sus largos coloquios con Adán inocente,
sus juegos de doncella arisca, de hermanita salvaje, el diálogo primigenio y
eterno en el cual se inventaron todas las lenguas, a partir de los primeros
gestos totales, cuando comprendieron el valor inteligente de los sonidos y
empezaron a jugar con ellos como dos niños gozosos.
Pero su recuerdo más lancinante era el de sus coloquios con
Dios: el éxtasis del atardecer, la oceánica invasión del dueño invisible, la
pérdida del yo y la fusión perfecta con la causa infinita de todo, esa
pasividad vibrante surcada como por relámpagos de deliciosas palabras en
silencio, que venía cuando quería y se iba cuando quería, como la brisa de la
tarde, dejándola después por un rato con la sensación deque nada existía y que la
creación era una sombra vana.
Justamente por allí empezó la tentación, por querer tener la
disposición del éxtasis, “seréis como
dioses”. Eva se estremeció de horror y desdicha. Había codiciado lo que es estrictamente
divino, quiso ser dueña del embeleso total, tenerlo cuando quisiera y sobre todo
darlo, sí, ser capaz de comunicar cuando quisiera el éxtasis boca a boca a otra
criatura que por lo tanto tuviera que adorarla; como la adorara allí mismo
embriagadoramente aquella nueva criatura fulgurante que ostentaba vagamente las
vivísimas formas del ofidio.
Eva se postró en el suelo, en un total reconocimiento de su
error, en una conciencia traspasadora de su infatuación y su ignorancia. Ya era
tarde. Pero ella sabía que la justa e irrevocable sentencia estaba unida a una
misteriosa misericordia, cuyo signo eran esos mismos hijos que diéransele en
lugar del Paraíso, uno de los cuales aplastaría un día a la poderosísima
serpiente. Miró de nuevo su doloroso paraíso. De la boca de Abel surgió de
nuevo el gemido, sordo, articulado en las sílabas ma-ma, el fonema misterioso que la penetraba, la palabra que ella
nunca había dicho a nadie. Un inmenso anhelo de decirlo a alguien surgió de su
soledad infinita. Sintió el deseo absurdo de decírselo al Dios lejano y
perdido, pero decírselo en medio del éxtasis antiguo en que su boca lo tocaba;
decirlo y que Él lo tragara; el deseo de ser hija chiquita de alguien, de
esconder como Abel en un regazo su pequeñez y su desolación infinita, de
resignar por un momento la carga insoportable de ser madre de todos los
vivientes, responsable única de toda la vida. Todos aquellos que habían de ser
sus hijos, serían hijos bastardos de Dios al mismo tiempo, hijos de mala madre,
inficionados de más en más por la tara de su cuerpo maculado. Tuvo un deseo inmenso
de ser madre otra vez, pero madre de un ser absolutamente puro, más intacto que
ella en su perdida virginidad paradisíaca; el deseo disparatado de ser madre de
Dios mismo, o por obra de Dios. Y sintió con horror que ese deseo imposible y
casi sacrílego era más fuerte que ella, y que la arrastraba vertiginosamente
hacia la pasividad de otrora, hacia el estado antiguo en que se bañaba, en el
seno de la Deidad, como en un mar aniquilante de delicias. Sintió que su cuerpo
se levantaba en el aire; o por mejor decir, no sintió más su cuerpo, como si
estuviese por encima del mundo entero y al lado de aquella solitaria estrella,
el lucero de la tarde, Venus. Tembló.
Entonces en su exceso quiso temblando decir a Dios las dos
sílabas ma-ma. Gimió su alma, mareada
como quien se siente trastabillar en una abismo. Pero, en vez de decirle a Dios
las no acostumbradas sílabas, con un gran temblor de su cuerpo y sin saber lo que
decía, lo llamó Hijo.[1]
La Oración de Eva
Mujer futura, hija y madre mía,
que el indecible horror de mi pecado,
que el monstruoso desorden que he causado,
habrás de reparar, mujer que un día,
el Dios tremendo que no conocía
y que a muerte y rigor me ha condenado,
atraerás a tu vientre sagrado
con este nombre que nos extasía
a las madres, ¡oh hija y madre mía!
Dile a tu Hijo, en quien tu ser ya existe,
dile que la mujer es necesaria
-de nuestro seno Él mismo necesita-
para entender al hombre, niño triste...
En nombre tuyo a la Causa Infinita
yo se lo digo ya, la Madre Paria
desta en mí inmensa humanidad marchita. [2]
* Hemos editado los dos artículos del P. Castellani de modo
conjunto por la estrecha vinculación entre ambos y por estar así publicados en “Castellani por Castellani”, Ed. Jauja,
1999
[1] Para el Congreso Mariano
de 1946, en “Cristo ¿Vuelve o no vuelve?,
Ed. Paucis Pango, Buenos Aires, 1951; 2ª ed. Ed. Dictio, Buenos Aires, 1976; 3ª
ed. Ed. Vórtice2004.
[2] De El libro de las Oraciones 1ª edición, Ed. Cintra, Buenos Aires,
1951; 2ª edición, Ed. Dictio, Buenos Aires, 1978; y en “Castellani por Castellani”, Ed. Jauja, Mendoza, 1999.