El mal automático
GILBERT K. CHESTERTON (1874-1936)

 
  Un razonamiento sofístico puede afectar la mente, pero una obscenidad debe afectarla porque es una violencia. Ella puede hacer una de estas dos cosas igualmente directas e instintivas: sacudir violentamente la pureza o inflamar la impureza. Pero en ambos casos el proceso es brutal e irracional. Una imagen o una frase que golpea la sensibilidad o excita la sensualidad no admite el diálogo. Es algo tan poco abierto a la discusión como el chirrido de la tiza o el asfixiante olor del éter. La víctima humana queda drogada o se siente enferma.
  Por lo tanto (y sin forzar la comparación hasta el extremo de literalismo) pienso que podemos hablar de la falta de decoro como de un asalto. En asuntos de violaciones de la decencia pública tradicional, cualesquiera sean las razones alegadas en su favor, me pongo totalmente del lado de los Puritanos. El argumento corriente de que podemos tratar el sexo con entera calma y libertad, como cualquier otra cosa, es el más repugnante engaño de esta época taimada. El paralelo que se pretende establecer con otras transgresiones morales es una insolente falacia. No es probable que alguien se convierta en ladrón porque acaba de leer la narración de un robo. No existe la más remota posibilidad de que un hombre se dedique a sustraer carteras porque ha sorprendido a un carterista en acción. Pero hay un mal que, por su poder sobre la imaginación (la parte creativa y fecunda de la mente humana), puede establecerse en nosotros aunque lo conozcamos sólo de oídas. Tenemos el derecho de defendernos, y especialmente de proteger a nuestros niños, frágiles e ignorantes en esta materia.
    Los herejes pueden reclamar un motivo legal cuando procuran inducir a los hombres a errar y pecar como seres dotados de un alma espiritual, mas ningún derecho les asiste cuando se proponen hacerlos bailotear como monos sobre una caña. No tengo más derecho a dar a un ciudadano reticente un sacudón sexual que a propinarle un sacudón eléctrico. Me asiste la misma razón cuando me acerco a él para inflamar sus pasiones que cuando voy detrás de él para prender fuego a sus vestimentas...
  El recurso al apetito animal logra el éxito por su misma familiaridad. La indecencia no es algo salvaje y descontrolado. El peligro de la indecencia es precisamente el opuesto, ella obra un efecto rutinario, monótono, directo, inevitable, una mera ley de la carne. Es un mal automático. El orgullo convierte al hombre en un demonio, pero la lujuria hace de él una máquina.

* Publicado en el “Daily News”, el 19 de febrero de 1910; Reproducido en Revista Gladius, n° 18.

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