«Imperio y Fervor» - Antoine de Saint- Exupéry (1900-1944)
«...una civilización se asienta
sobre lo que se exige de los hombres, no sobre lo que se les suministra. Y,
agotados, vuelven inmediatamente, a este trigo y de él se nutren. Pero no es
ésta para el hombre la faz importante de las cosas. Lo que los nutre en su corazón
no es lo que reciben del trigo. Es lo que le dan...».
–Fuérzalos a construir juntos
una torre y los transformarás en hermanos. Pero si quieres que se odien,
arrójales un poco de grano.
Me decía, además:
–Que me traigan primero el fruto
de su trabajo. Que viertan en mis graneros los ríos de sus cosechas. Que hagan
de mí sus graneros. Quiero que sirvan a mi gloria cuando flagelen los trigos y
que estalle en derredor la corteza de oro. Porque entonces el trabajo, que era
función de nutrición, se transforma en cántico. Porque he aquí que poco hay por
compadecer en aquello cuyos riñones se doblan cuando llevan los sacos pesados a
la molienda. O los traen de vuelta, blancos de harina. El peso de los sacos los
aumenta como una plegaria. Y he aquí que ríen alegremente cuando llevan la
gavilla como un candelabro de granos con sus puntas y su fulgor. Porque una civilización se asienta sobre lo que se exige de
los hombres, no sobre lo que se les suministra. Y, agotados, vuelven
inmediatamente, a este trigo y de él se nutren. Pero no es ésta para el hombre
la faz importante de las cosas. Lo que los nutre en su corazón no es lo que
reciben del trigo. Es lo que le dan.
«Porque una vez más son dignas
de desprecio esas colonias que recitan los poemas de otros y comen el trigo de
otros o contratan arquitectos para edificar sus ciudades. A ésas llamo
sedentarias. Y no descubro ya alrededor de ellas, como una aureola, el
espolvoreo de oro del trigo que se abate.
»Porque es justo que reciba al
mismo tiempo que doy; a fin de poder continuar dando. Bendigo este cambio entre
el don y el retornar que permite proseguir la marcha y dar más aún. Y si el
retorno permite a la carne rehacerse, es el don solo el que alimenta el
corazón.
»He visto a las bailarinas
componer sus danzas. Y una vez creada y bailada la danza, nadie se lleva el
fruto del trabajo como provisión. La danza pasa como un incendio. Y sin
embargo, llamo civilizado al pueblo que compone danzas, aunque no haya para
ellas ni graneros ni cosecha. Mientras que llamo bruto al pueblo que alinea en
sus estantes objetos, así sean los más finos, nacidos del trabajo de los otros,
aunque se muestre capaz de embriagarse con su perfección».
–El hombre -decía mi padre- es
antes que nada el que crea. Y solamente son hermanos los hombres que colaboran.
Y solamente viven aquellos que no han hallado su paz en las provisiones que
habían elaborado.
Un día le hicieron una objeción:
–¿A qué llamas tú crear? Porque
si se trata de una invención que se destaca, bien pocos son capaces. Y entonces
hablas para algunos; ¿y los otros?
Mi padre respondió:
–Crear, es, quizá, equivocarse
un paso en la danza. Es dar de través ese golpe de cuchillo en la roca. Poco
importa el destino del gesto. Ese esfuerzo te parece estéril a ti, ciego, que
tienes la nariz encima; pero retrocede. Considera de más lejos el movimiento de
este barrio de ciudad. Sólo hay allí un gran fervor y una polvareda dorada de
trabajo. Y los gestos equivocados ya no se observan. Porque ese pueblo
inclinado sobre la obra, de bueno o mal grado, edifica sus palacios, o sus
cisternas, o sus grandes jardines suspendidos. Sus obras nacen como inevitables
del encantamiento de sus dedos. Y te advierto, nacen tanto de aquellos que
equivocan su gesto como de los que lo cumplen, porque no puedes dividir al hombre,
y si salvas sólo a los grandes escultores te verás privado de grandes
escultores. ¿Quién será tan loco como para escoger un oficio que da tan pocas
ocasiones de vivir? El gran escultor nace del mantillo de los malos escultores.
Le sirven de escalera y lo elevan. Y el fervor de danzar exige que todos dancen
–aun los que danzan mal–; si no, el fervor es academia petrificada y
espectáculo sin significación.
»No condenes sus errores a la
manera del historiador que juzga una era ya concluida. Pero, ¿quién reprochará
al cedro ser aún simiente, tallo o briznilla brotada oblicuamente? Deja hacer.
De error en error se levantará el bosque de cedros que distribuirá en los días
de gran viento el incienso de sus pájaros».
Y mi padre decía, para concluir:
–Te lo he dicho ya. Error de
uno, buen éxito del otro; no te inquietes por estas divisiones. Sólo es fértil
la gran colaboración del uno a través del otro. Y el gesto fallido sirve al
gesto que se logra. Y el gesto que se logra muestra el fin que perseguían
juntos al que ha fallado el suyo. Aquel que encuentra a Dios lo encuentra para
todos. Porque mi imperio es semejante a un templo y he llamado a los hombres. He
convidado a los hombres a construirlo. De este modo es su templo. Y el nacimiento
del templo extrae de ellos su más bello significado. Y ellos inventan el
dorado. Y aquel que lo busca sin éxito, también lo inventa. Porque antes que
nada es de este fervor de donde el nuevo dorado ha nacido.
Decía otra vez:
–No inventes un imperio donde todo sea perfecto. Porque el buen gusto es virtud de guardián de museo. Y si desprecias el mal gusto, no tendrá ni pintura, ni danza, ni palacio, ni jardines. Habrás hecho el disgustado por temor al trabajo desaseado de la tierra. Te verás privado por el vacío de tu perfección. Inventa un imperio donde simplemente todo sea ferviente.
* En «Ciudadela», Cap. IX, Editorial
y Librería Goncourt, Buenos Aires, 1966.
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