«La naturaleza y la liturgia» - Gustave Thibon (1903-2001)

«La liturgia está dominada por la idea de ciclo. Vuelve a traer, día tras día y estación tras estación, y siguiendo un orden inmutable, la celebración de las mismas fiestas. Su desarrollo reproduce el de los ritmos fundamentales de la creación».

Se acerca la Navidad. Las calles iluminadas, las tiendas desbordantes, los menús de Nochebuena y Fin de año fijados ya por los restaurantes, los programas de las agencias de viajes con motivo de las vacaciones... todo nos recuerda, con un esplendor y una insistencia rayanos en la agresividad, la inminencia del aniversario divino.

Navidad comercial, Navidad gastronómica, Navidad turística, ¿por qué no? Pero no puedo impedir preguntarme en qué se convierte, en medio de esta puja de atracciones profanas, la Navidad religiosa –la de la fe y la oración– que conmemora la liturgia.

Es un hecho a menudo constatado que la celebración de los oficios litúrgicos ha perdido gran parte de su interés para la mayoría de nuestros contemporáneos, comprendidos en ellos ciertos católicos de cuya fe y cuyo celo nada nos autoriza, por lo demás, a poner en tela de juicio. «La liturgia está pasada –me confiaba recientemente un joven lleno de ardor y abnegación–: en ella se repiten siempre las mismas palabras y los mismos gestos; lo que cuenta para un cristiano de hoy es la acción, el dinamismo, el servicio al prójimo, la reforma de las estructuras sociales, etcétera».

¿A qué se debe tal desapego? No sólo al declinar del sentido de lo sagrado, sino también –y los dos fenómenos son correlativos– a las condiciones de la vida moderna.

La liturgia está dominada por la idea de ciclo. Vuelve a traer, día tras día y estación tras estación, y siguiendo un orden inmutable, la celebración de las mismas fiestas. Su desarrollo reproduce el de los ritmos fundamentales de la creación. De ahí que concuerde espontáneamente con la mentalidad de los hombres que viven en vecindad inmediata y permanente con la naturaleza. Eso es lo que pasaba hace apenas un siglo, donde la mayoría de las poblaciones estaban constituidas por agricultores o por gente que residía en el campo. En tal contexto, los acontecimientos litúrgicos se mezclaban por sí mismos con la trama cotidiana de la existencia. La Navidad era esperada como una luz y un calor en pleno corazón del inverno; la Pascua, como la consagración de la primavera; cada domingo, como el hueco de la misma ola en la interminable ondulación. De este modo, la costumbre de las cadencias naturales preparaba al hombre para la conmemoración de los acontecimientos sobrenaturales; el tiempo, encadenado por el ritmo, gravitaba dócilmente alrededor de lo eterno.

Pero ¿hay algo más extraño para la mentalidad actual que la idea de ritmo y de ciclo? La historia no se concibe ya como un movimiento circular, sino como un caminar hacia adelante en el que el porvenir es la negación del pasado (en realidad, es lo uno y lo otro, pero no entra en mis planes desarrollar este tema). Vivimos bajo el doble signo de la aceleración y del cambio, es decir, en oposición al tiempo litúrgico, que nos aporta los mismos alimentos espirituales a intervalos regulares y que no pueden disminuirse. Pues el tiempo de los hombres –o más bien su empleo del tiempo– concuerda cada vez menos con el ritmo del tiempo creado por Dios y medido por los astros.

En esta atmósfera febril y trepidante, dominada por la búsqueda de lo inédito, es normal que la sensibilidad se desvíe del ciclo invariable de la liturgia. No hay nada que hacer con un presente y un porvenir que se limitan a reproducir el pasado: todo lo que es eco o reflejo de lo eterno en el tiempo aparece como la supervivencia estéril e insípida de una tradición caduca.

Y aquí está el nudo del problema: ¿cómo devolver a los hombres en tal clima el sentido y el gusto por la liturgia?

La solución aparentemente más fácil consiste en intentar «rejuvenecer» las cosas divinas, acomodándolas lo mejor posible a las costumbres y a los gustos del siglo. Lo cual implica cambios de decorado, de música, de actitudes, de comentarios, etc. «No tocamos la sustancia del alimento –me decía un joven clérigo–, variamos la presentación y la condimentación con el fin de que inspire más el apetito...».

No estoy cualificado ni soy la persona competente para juzgar positiva o negativamente el fundamento de cada innovación litúrgica. Me limito a señalar el peligro que existe en comprometerse demasiado pronto en esa línea. Al presentar los misterios religiosos bajo el ángulo, demasiado exclusivo, del espectáculo y de la distracción, se corre el peligro de crear un estado de espíritu en el que la salsa cuente más que el alimento que «acompaña», en el que el atractivo de lo profano sea superior al respeto por lo sagrado. Y además, al querer «modernizar» demasiado lo eterno, lo exponemos al accidente que inevitablemente acecha a toda moda: al rápido envejecimiento y el olvido. De manera que aún se agrava más el mal que se pretende curar.

Por encima de estos paliativos superficiales y provisionales, el verdadero remedio está en devolver a los hombres el sentido de los valores inmutables expresados por la liturgia. Volverles a enseñar la adhesión a las leyes y a los ritmos de la naturaleza, que son la imagen de lo eterno en la duración (¿se pasa de moda la aurora de un día a otro o la primavera de un año a otro?), y a las revelaciones de la fe, cuyo infinito desarrollo a lo largo de los siglos no podría agotar su intemporal novedad. Está permitido esperar que la saciedad y la confusión suscitadas por la llamada sociedad de consumo les ayudará, por contraste, a orientarse en este sentido. Pues todo se resume en lo siguiente: tomar conciencia de que lo que permanece es más importante que lo que pasa, y que los fuegos de artificio de la moda, que se encienden y se apagan uno tras otro no dejando más que cenizas, no deben velarnos el permanente destello del sol.

*En «El equilibrio y la armonía», Ediciones Rialp, Madrid, 1978, pp.62-65.

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