«Mansedumbre cristiana y pacifismo» - Federico Mihura Seeber (1939-2024)
He aquí una excelente reflexión para estos tiempos difíciles y de gran confusión.
Demasiado se nos ha agobiado,
ya, con el tema de la debilidad y mansedumbre de Cristo. Pero ésta es,
precisamente, la táctica privilegiada del enemigo: «¿decís que sois mansos y
humildes? Pues sedlo: deponed las armas, aflojad las defensas, no se incurra en
el pecado de la violencia y la guerra... amad al enemigo... no hay enemigo». Y
el verdadero enemigo, valido del poder amplificador de una «propaganda fidei»
a la que ya ningún magisterio parece poder resistir, instrumenta la debilidad
de Cristo, contra Cristo. (No es ésta novedad alguna, porque no hay tema
cristiano y evangélico que no haya sido reinterpretado –«releído», en la jerga
progresista– torcidamente). A la Iglesia de Cristo, que lucha en el mundo, se
le insinúa que, si lucha y se defiende, no es fiel a las enseñanzas de Cristo.
Aplica así, el enemigo, la
conocida táctica que consiste en volver en su favor la fuerza del adversario.
Porque es cierto que la mansedumbre cristiana constituye la médula de la fuerza
cristiana. A ejemplo de Cristo, que venció en la cruz con su pasión y muerte,
la Iglesia obtuvo su triunfo histórico por la pasión de sus testigos. Pero lo
que se sugiere hoy aviesamente al cristianismo y a la Iglesia no es la mansedumbre
del mártir: es su asentimiento a la nueva fe del pacifismo y la tolerancia. Y
la mansedumbre cristiana es algo diametralmente opuesto al pacifismo y
tolerancia actuales. No pretendemos, en esta corta reflexión, una argumentación
teológicamente rigurosa para determinar en qué se diferencian ambas actitudes,
y por qué son diametralmente opuestas en sus propiedades y efectos.
Contentémonos con diseñar ambas cosas, destacando algunas concomitancias.
Y empecemos por destacar la
validez, en la visión cristiana, de la otra imagen de Cristo. No sólo la del
Cristo «manso», sino la del Cristo triunfador, del Cristo fuerte. La figura del
jinete sobre el caballo blanco, el de la «espada aguda para herir a las
naciones a las que regirá con vara de hierro» (Ap.19,15). ¿Olvidaremos esa
figura de Cristo, precisamente la última y definitiva?
Sabemos, los cristianos, que no
es fácil asimilar una imagen a la otra. Que la validez simultánea de ambas, que
la conservación de la segunda en la primera –del Cristo fuerte en el Cristo
manso–, es el misterio del poder de Cristo. Pero para no corromper el
espíritu de la verdadera mansedumbre cristiana, recordemos, al menos, que la
figura del Cristo tremendo y «fiero» es tan válidamente cristiana como la del
Cristo suave y pacífico.
Cuando la nube de la confusión
de los espíritus se cierne sobre nosotros y sobre nuestra civilización, debemos
aguzar la inteligencia iluminada por la fe, para el «discernimiento de
espíritus». En ello nos va todo: en distinguir al profeta del falso profeta; y
al Cordero, del lobo disfrazado de cordero.
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El pacifismo, corrupción del
cristianismo. Cristo mandó «amar a los enemigos»; pero –como dice también
Castellani– no dijo que no hubiera enemigos, ni, mucho menos, que no
debiéramos defendernos de ellos. La mansedumbre cristiana no es pacifismo,
porque no es dilución de los límites entre la verdad y el error ni, por lo
mismo, ignorancia de la enemistad. La mansedumbre cristiana no es otra cosa que
la disposición a sufrir por sostener la Verdad; y ello cuando ya no
queda otra cosa que hacer que decir la Verdad... y padecer por ella. Es, pues,
todo lo contrario de la actitud pacifista, que aconseja evitar la enemistad, y
ello por el camino más fácil que es el de la «tolerancia» y el «pluralismo»:
dilución de los límites entre lo verdadero y lo falso, que hace innecesaria la
lucha.
La mansedumbre cristiana es
disposición a padecer por la verdad; pero ello supone definir los límites
de la verdad, y decirla. Y es por ello que, necesariamente, supone la esperanza
del triunfo –y triunfo cruento– de la verdad sobre el error. El Cordero de Dios
aloja al León de Judá. Cristo paciente a Cristo guerrero y triunfante.
Se nos dice que, en la Nueva
Jerusalén, «el león habitará junto al cordero». No quiere esto decir que, para
entonces, el león habrá dejado de ser león, o el cordero, cordero. Significa la
síntesis escatológica de dos polos de la moralidad –de la belleza moral– que el
hombre no ha cesado de buscar en todas las épocas. Porque es cierto que la
conciencia ética natural ha valorado siempre ambas cosas, y ha anhelado su
síntesis. Y la ha propuesto como ideal teórico. La conciencia natural no ignora
que cada uno de estos polos, solo, puede conducir a tipologías morales
perversas; que, en cierto modo, cada uno de ellos necesita del contrapeso del
otro. Porque la mansedumbre aislada degenera fácilmente en la abyección de la
cobardía o la timoratez; y la fortaleza aislada, en los extremos perversos de
la crueldad. «El león habitará junto al cordero» no significa sino esto: la
armonía moral lograda; la aparente oposición de contrarios, asumida en la
unidad de la integridad moral perfecta. Y esto mismo es Cristo, como modelo de
la justicia y santidad humanas[1].
Pero lo que la conciencia moral
de la humanidad ha reconocido como ideal teórico, nunca ha sido logrado fuera
de Cristo. En todas las épocas pasadas, el león «se tragó» al cordero. Es la
desviación más obvia y «natural». Porque el león era el poder; y ¿cómo, en una
perspectiva meramente humana, no sería privilegiado aquello que otorga el
poder? Y aquel poder violento no se contentó con imponerse de hecho; buscó
justificarse en principio. Esto lo logró por un camino igualmente obvio y
natural: porque sólo una mente corrompida puede dejar de reconocer la belleza
moral que posee la fuerza.
Por mucho tiempo, pues, el león
campeó solo en los emblemas heráldicos. Y si el símbolo del Cordero inmolado
–la cruz– atemperó sus excesos en todo el período de predominio cristiano, no
fue de allí desalojado. El que había reinado solo debió, solamente,
compartir la honra: «el león y el cordero pacerán juntos». Y, ¿cómo
sería de otro modo, si la Gracia sobreeleva a la naturaleza pero no la
desaloja? El valor moral de la fuerza es de raíz natural, y así fue reconocido
por los hombres de todas las épocas.
Pero desde que el Cristianismo
anunció la asombrosa novedad del poder del Cordero, desde que la inmolación del
Cordero prometió el triunfo... al verdadero Cordero le han surgido émulos. Al
paradojal anuncio de que el poder estaba en la debilidad y la mansedumbre del
Cordero, sucedió una imitación perversa. La «mona de Dios» parodió a
Dios también en esto.
Como dijimos, se nos impone el
más sutil «discernimiento de espíritus». Las palabras no significan lo
mismo en distintos contextos doctrinarios. Hoy la «paz» que da
–o «dice»– el Mundo –el «pacifismo»– significa todo lo contrario de
lo que anuncia. No paz, sino violencia y dominación. Este cordero ha demostrado
con creces que es capaz de violencia: es capaz de achicharrar pueblos enteros,
vencidos, bajo diluvios de bombas (ha demostrado también, sin embargo, que
guarda una hipócrita semejanza de cordero en esto: no le gusta ver sangre). Y
si, por ahora, no somete a los cristianos más que con el suave yugo de la
persuasión pacifista, no dudemos que llegará a mostrar sus garras en caso de
que aquella táctica no baste para ablandarlos.
Y sepamos que no es para
nosotros, ése, que se nos ofrece, el verdadero rostro de la paz y de la
mansedumbre. Sepamos que la verdadera mansedumbre es hermana de la verdadera
fuerza. Que si la fuerza y la nobleza no aparecen más en el horizonte de los
valores promocionados por el mundo; que si la fuerza y la gallardía –el león–
han sido denostadas, infamadas y ridiculizadas por la religión de la falsa
mansedumbre, ello no invalida el hecho de que son valores excelsos y que, como
tales, serán restablecidos. Tal vez no quepa encontrarlos más sobre la tierra.
Quizás lo único que nos depare la historia en sus próximos actos sea, después
de la parodia de la mansedumbre, la parodia temible de una fuerza tiránica,
ejerciéndose sin resistencia sobre el rebaño acoquinado.
Sepamos –de todos modos– que la
mansedumbre de Cristo aloja a la cólera de Cristo; que el león habita junto al
cordero, en Cristo y en su Iglesia. Y no denostemos al león, porque es parte de
nuestra herencia.
No temamos, tampoco, asumir la
actitud del cordero, si el caso llega –guardémonos, solamente, de adoptar su
apariencia hipócrita–. Porque, sea como sea que la Providencia tenga resuelta
la antinomia entre la mansedumbre y la fuerza, como norma para la acción del
cristiano, la última palabra la tiene el cordero. Es decir, la disposición a
padecer por la Verdad cuando ya sólo queda decirla.
* En «Revista Gladius» - Año 9 - N°33, 15 de agosto de 1995. Asunción de la Virgen.
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