«1816 – 1944» - P. Leonardo Castellani (1899-1981)
En un nuevo aniversario
de la declaración de nuestra Independencia publicamos este lúcido artículo, el cual, escrito para esta misma efeméride del año 1944, resulta de gran actualidad.
El 9 de julio de 1816 se
proclamó la independencia de la República Argentina. No estará de más
reflexionar hoy sobre lo que eso significa. Independencia significa gobierno
propio de una Nación organizada como tal, que vindica para sí el atributo de la
soberanía. Soberanía significa el poder máximo que incluye en sí la potestad de
legislar, de exactar impuestos, de hacer la guerra y de imponer la pena de
muerte. Este poder no es un fin en sí, es un medio
de conseguir el bien común temporal, que es el fin último de las sociedades
humanas. Sociológicamente independencia significa, pues, el
estado de adultez que capacita a una Nación a discernir su propio Bien, a
amarlo y a defenderlo. Que las demás Naciones reconozcan que una ha llegado a
ese estado de adultez, es una cosa deseable; pero el estado de adultez no
depende propiamente de que lo reconozcan o no, sino de lo que es en sí la
Nación. Esta independencia no es tampoco una cosa absoluta, como no lo
es la libertad del hombre adulto: está condicionada a la justa libertad
del prójimo.
Los criollos de 1810 creyeron
deber apoderarse del poder público, arrancándolo a la corona de España. Una
serie de errores de esta corona, decadente, y debilitada por ideas
disgregantes, la habían desacreditado en estas playas: cesión de los Siete
Pueblos, expulsión de los jesuitas, dureza del monopolio comercial, primero, y
después las turpitudes de los Reyes que pliegan a Napoleón o al General Riego
la majestad regia para conservar el trono. La colonia del Río de la Plata había
sufrido y rechazado con propios medios, sin ayuda de la metrópoli, dos ataques
de una Nación enemiga de España. El debilitamiento de la autoridad real lejana
y desvirtuada hacía que aquí los abusos arreciaran; singularmente el abuso de
que los españoles peninsulares se adjudicaran una especie de privilegio de
precedencia en los puestos públicos sobre los españoles criollos, por razón del
origen y no tenido ojo a la capacidad y al mérito. En suma, las personalidades
más notables, entre las cuales muchos eclesiásticos, empezaron a pensar y a sentir
(porque estas cosas se sienten más que se razonan) que era mejor lanzarse a la
gran aventura de trasladar aquí la soberanía de estas partes, negándola desde
entonces a la Nación colonizadora y misionera. Y como lo pensaron lo hicieron.
Y ahora que está hecho seguirá hecho, si nosotros somos capaces de seguirlo
haciendo.
El poder es un medio y no es un
fin. Santo Tomás lo compara a una pesada y poderosa espada. El desear esa
espada no precisamente por lo que se puede hacer con ella –y para hacer algo
grande que uno tiene adentro–, sino porque es linda, porque es fulgente, porque
tiene adornitos de oro, y al que la tiene todos lo adoran; eso constituye el
vicio de la ambición, que ha causado más ruinas en el mundo que la peste negra y la peste amarilla juntas. El ambicioso quiere el mando por el mando, la
espada por ella misma, para jugar, o lo que es peor, para medrar, como quien
quiere una mujer para divertirse o para explotarla. Con lo cual cortan por
donde no deben, y terminan por cortarse a sí mismos. «Los que aspiran al
poder como botín de conquista y no como factor de orden y de progreso»,
como dijo anteayer el Presidente.
Aparte de los ambiciosos,
existen también los incapaces de mover la espada, que no la entienden ni tienen
manos para ella; bastante conocidos en la Argentina, donde el Poder Público se
fue anemiando en los pasados lustros, dejando el poder efectivo a las anónimas
y temibles potencias económicas, disipándose y distrayéndose en actividades marginales,
desde la de hacer elecciones con fraude hasta la de hacer edificios para
escuelas, resumidas todas en la actividad sintética de dar puestos a los
amigos. Entonces sobreviene el tercer peligro para la soberanía, y es que la
espada sin dejar de existir se enmohece y quedan atadas las manos de todos los
capaces de moverla. Así existen Naciones donde la independencia se ha
convertido en un enorme vacío, cubierto de una cáscara de relumbrantes
palabrerías. Evidentemente no basta llenarse la
boca con la palabra libertad y otras análogas, para ser libre de veras.
Bien lo saben los criollos de Catamarca cuando cantan:
Tengo casita,
Tengo mujer,
Soy dueño y libre,
Puedo querer.
Para ser libre no basta decirlo,
hay que tener una cantidad de cosas importantes, empezando por inteligencia y
acabando por domicilio, después de lo cual viene la mujer por añadidura. No
saben los Estados Unidos el servicio que nos están prestando al hacer tomar
conciencia con sus maniguncias a todo el pueblo argentino de esta verdad, que sabían
antes los cantores de Catamarca. Lo que es si en todo el país llega a formarse
la conciencia política que se vio por ejemplo el miércoles pasado en la comida
de la Alianza, este país va a dar una sorpresa a los pusilánimes y a los
pesimistas. Empezamos por querer deshipotecar la casa; y como ahora empiezan a
patear los hipotecarios, se nos está despertando también la inteligencia y el
corazón dormido.
El actual Gobierno[1]
está empeñado en la reconquista económica del país. Es una empresa magna, de
importancia capital: sin independencia económica no hay independencia política.
De modo que si este Gobierno lleva a cabo solamente la mitad de la empresa
prometida, justifica y glorifica de sobra el alzamiento del 4 de junio[2].
Pero es difícil que lo haga profunda y fundadamente
si no toca a la vez la reconquista de la cabeza argentina. En efecto, en el
hombre la cabeza es lo que lleva las manos; y la cabeza argentina está llena de
humos extranjerizantes, si las manos están atadas[3].
Una
Nación donde las tres cuartas partes de los libros que se publican son
extranjeros y la mitad son bazofia; los dos tercios de los diarios son felones;
la mitad de las revistas son bataclánicas o tontas; el cine es foráneo o
mercachiflista; la Universidad está en
continuo desorden, gran parte de los grandes artistas son mistificadores
o frustrados; el magisterio en general es impreparado; aunque tenga por otra
parte una Academia de Letras, una Comisión de Cultura, una Subsecretaría de
Poesía, una Dirección General de Bellas Artes y una Universidad, no puede
prometerse una independencia verdadera, profunda y durable.
Loado sea Dios, existe la raíz
del remedio de todo eso: y en esa raíz, como parte pequeña pero indispensable,
modestamente impreso y vestido, tranquilamente trabajador y afirmativo, existe,
¡loado sea Dios otra vez! el diario «Cabildo»[4].
La historia más creíble de
nuestra Patria nos la muestra en dos actitudes solamente: como una Nación pastoril, embaucada, que trabaja para
otros; o bien como una Nación militante que redime desinteresadamente a otros.
Todo indica que no hay más alternativas que esos dos gestos contradictorios y
totales. De hecho, nunca ha habido otra. Lo ignoran
todo de la vida de las naciones los que se tejen la ilusión de una posición
intermedia, que concilie el honor con la comodidad, la riqueza con el descanso,
la soberanía con el esfuerzo mínimo. Eso será cada día menos posible a medida
que el mundo exterior se va volviendo más duro. Nos toca hacernos duros por
dentro como mandaba Don Segundo Sombra.
O aguantar las durezas de afuera.
* Publicado originalmente en «Diario Cabildo», 9 de julio de 1944, y reproducido en el libro «Decíamos ayer...», Editorial Sudestada – Buenos Aires, 1968, de donde transcribimos su texto. Posteriormente fue incluido en la excelente compilación «Castellani por Castellani», con Selección y Notas: Pbro. Carlos Biestro – Ediciones Jauja, Mendoza –Argentina 1999.
[1]
El 9 de julio de 1944 «el actual gobierno» –referido por Castellani–,
estaba a cargo del general Edelmiro J. Farrell (Nota de «Decíamos ayer...»).
[2]
Se refiere al alzamiento militar del 4 de junio de 1943 que derrocó al gobierno
de Ramón S. Castillo (Nota de «Decíamos ayer...»).
[3] En 1946 Castellani se encontraba
escribiendo el prólogo –cuya lectura completa recomendamos vivamente– a su
libro «Decíamos ayer», en edición que debió de aparecer en ese
mismo año (Ediciones Penca) y resultó fallida. Se editó
posteriormente (Ed. Sudestada) en 1968. En el dicho Prólogo mencionó
este artículo al referirse precisamente a la claudicación de nuestra
Independencia que implicó la firma de las denominadas Actas de Chapultepec. Allí dijo: «Cuando escribo este Prólogo –justo cuando estoy corrigiendo el
artículo patriótico titulado “Mil ocho diez y seis - mil nueve
cuarenta y cuatro”– se están aprobando “sin reservas” por unanimidad cuasi
virtual de ambas Cámaras, las llamadas “Actas de Chapultepec”, o sea, el tratado
con Panamérica, que pretende fundar en el continente una especie de Superestado
intitulado Panamérica o Unión Americana. El pueblo argentino en general no
sabe a punto fijo lo que es eso: el asunto se ha llevado con el mayor sigilo,
entre nubes de humo, evitando cuidadosamente una discusión abierta y nacional.
Siete diputados votaron en contra (y los cita en una llamada al pie: Enrique
Álvarez Vocos, Emilio M. Boullosa, Joaquín Díaz de Vivar, John William Cooke,
Manuel García, Carlos G. Gericke, Cirpiano Reyes). La Iglesia dejó hacer las cosas como alelada. El
pueblo permaneció distraído. La firma de ese tratado es una desgracia nacional,
equivalente a una guerra perdida; y quizá peor. Es la ruptura con nuestra
tradición hispánica. Es la consumación de la apostasía nacional de 1889. Es el
emprendamiento del albedrío nacional a una nación lejana, protestante y atea.
Es una claudicación...». Y luego agrega esta
poesía: A la Casa Histórica Casa donde hace un siglo fue
jurada / La independencia de la
patria mía, / Dios sabe si es que fue una
felonía / O un acto de sapiencia tu
acordada. / Eclesiásticos hubo allí en
manada / Y a Dios nombraron casi todo
el día, / Pero no había Sacra
Hierarquía / Y Madre Iglesia se quedó
callada. / Mas hoy, mil nueve cuatro
seis, has dado / Oh casa, del través con tus
rimeros / Y tu Acta polvorienta ha
caducado. / Volvemos peor que a los
antiguos fueros. / Vuelve con su vergajo
despiadado / De falsa democracia
disfrazado, / Frank Chilabert con sus
encomenderos. (Nota de
«Decíamos ayer...»).
[4] Sin embargo, «Cabildo», diario nacionalista de
aquella época, que fue dirigido por Lautaro Durañona y Vedia y Santiago Díaz Vieyra, fue cerrado (febrero de
1945) durante la presidencia de Farrell, y en momentos en que el coronel Juan
Domingo Perón era vicepresidente de la Nación, secretario de Guerra y
secretario de Trabajo y Previsión, cuyo ejercicio implicaba una gran e
importante influencia en el gobierno. En tal sentido, en el mismo
«Prólogo» al libro aludido, Castellani señala: «Chapultepec estaba en germen
ya en muchos hechos del Gobierno Militar, como por ejemplo, en el cierre de “Cabildo” el 17 de febrero de 1945.
El 7 de septiembre de 1944 refuté a Chapultepec en el ensayito titulado
Superestado», artículo éste que fue reproducido también en el mencionado
libro «Decíamos ayer». (Nota de «Decíamos
ayer...»).
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