«La economía subordinada» - Francisco Miguel Bosch (1933-2006)
He aquí una excelente y esclarecedora lección de economía... de economía política. Y
además, de gran actualidad.
No se trata únicamente de
argumentar a favor o en contra de un determinado sistema económico, sino de
reubicar a la economía como aparato –especificado por sus fines pero aparato al
fin– del orden político general. Viene al caso el exabrupto de Clemenceau a
propósito de la guerra, cuando decía de ella que era «algo demasiado serio para
dejarlo en manos de los militares». Probablemente Clemenceau no pretendiera con
esto más que desairar al dignísimo mariscal Foch. Pero lo cierto es que el
contenido de la frase trasciende el mero exabrupto. Y si Clemenceau no pensaba
por supuesto en vestir a sus ministros socialistas con los entorchados de los
oficiales del ejército, buscaba sí, subordinar la guerra –en todas sus
manifestaciones– al interés del Estado que le estaba encomendado. No desconocía
lo específicamente técnico de las operaciones bélicas, pero reclamaba para la
política el papel rector que le pertenecía por naturaleza. Y si la guerra es
algo demasiado serio para dejar en manos de los militares, otro tanto puede
decirse de la economía y de los economistas, sin perjuicio, por cierto, de
admitir la existencia de un área propia llamada a ser manejada por los
técnicos.
Y sin embargo, las cosas son de
muy diferente manera, porque lo económico no es más que uno de los sectores en
que se decanta la actividad política del Estado, que efectivamente considera y
por lo tanto gobierna, ciertas conductas libres del hombre: aquellas
encaminadas a la producción de bienes. La riqueza de las naciones es fruto de
la voluntad de las naciones y no consecuencia de las leyes de mercado, de la
plusvalía o de la propiedad individual o colectiva de los bienes de producción.
Estas no son más que fórmulas, a tenor de las cuales se explicita una voluntad
colectiva que es en última instancia voluntad política y como tal signada por
fines y capaz de seleccionar medios. El Estado es el llamado a posibilitar esta
instrumentación política de las fórmulas económicas.
La mayor o menor aptitud de
estos instrumentos de gobierno económico reside en su mayor o menor capacidad
para alcanzar los fines propuestos. Estos fines son perseguidos por el grado de
bondad que contienen y han de ser conjugados armónicamente con los demás fines
que determinan el obrar comunitario. En la noción misma de riqueza subyace un
juicio de tipo moral y cultural, ya que mal puede hablarse de riqueza como de
mera abundancia de cosas, sin cuidar que estas cosas sean realmente bienes. Es
obvio que esta condición de bienes, inscripta en las cosas que el hombre
produce, no puede quedar librada al solo dictamen de la economía, que por
definición se abstiene de formular juicio alguno al respecto. El liberalismo,
incluso en sus versiones corregidas, supone que a la economía sólo le compete
producir cosas en abundancia, librando al resorte del individuo la elección
entre estas cosas y pensando sí, que esta elección –suma de elecciones
individuales– habrá de dictar su ley al productor.
Claro que este entronque
necesario de la economía con el orden político total, no la priva de sus
características específicas, ni lleva a negar la existencia de una ciencia
económica. Sólo debe quedar impugnada la pretensión de los economistas de transformar
su disciplina en autónoma, llamada como tal a ser reconocida por el sistema político
imperante.
La economía tiene a su cargo el
estudio de los procedimientos destinados a gobernar las conductas libres de los
hombres en orden a la producción de bienes. Y en esta afirmación resulta fácil
hallar dos datos que son ciertamente anteriores a lo económico y quedan por lo
tanto comprendidos en el orden político: la conducta libre de los hombres y la
noción de bien. Puede verse que en lo que no pasa de ser una mera aproximación
conceptual, nos tropezamos ya con nociones de otro origen que son además las
que enlazan a la economía con el orden político y sientan en definitiva la
supremacía de este orden político, relativizando así las supuestas leyes
fatales que en la ilusión de los economistas consagrados, constituirían el
objeto propio de su ciencia.
Incluso si en principio le
corresponde a la economía a través de los resortes que le son propios, inducir
ciertas conductas de los hombres (tales como la administración inteligente del
espíritu de lucro y otras muchas que sucesivamente se irán analizando), no es
dable siquiera desconocer que en determinadas circunstancias es el Estado –a
través de su poder coactivo– quien puede verse necesitado de participar en este
proceso, imponiendo determinadas conductas a título de imperativo legal. Claro
que esto último tiene sus inconvenientes, en tanto importa un ejercicio directo
por la máquina administrativa del Estado con el consiguiente desgaste. Hasta
los más recalcitrantes economistas liberales admiten esta posibilidad, si bien
la relegan a lo que denominan «economía de guerra». En tales casos el Estado
ordena y dispone qué es lo que debe hacerse y quién debe hacerlo, sancionando
las violaciones con penas privativas de libertad. Se admite también que en este
caso puede el Estado asumir por sí mismo el cumplimiento de estos objetivos
económicos, valido para ello del régimen disciplinario, régimen más propio de
las Fuerzas Armadas que del orden económico regular. En principio, este modo de
organizar la producción, sólo se justifica cuando median urgencias o
necesidades públicas que deben ser inmediatamente satisfechas: cuando el Estado
necesita urgentemente cañones, ordena simplemente su fabricación sin detenerse
en considerar los costos de la producción, ni la ganancia del empresario, ni
los salarios de los obreros, que quedan transformados en miembros de la
sociedad en armas, urgida por la defensa de su existencia. Es decir, de un
valor que como el nacional, será todo lo discutible que se quiera, pero que es
sin duda un valor político y no económico.
Esta concesión que los
economistas están dispuesto a hacer en el campo de la economía de guerra sería
suficiente para que otorgaran todo lo demás. Lamentablemente no es así, ya que
luego de afirmar que en determinadas circunstancias es lícita y necesaria la
irrupción de lo político en lo económico –y consecuentemente la alteración por
este motivo de las leyes consagradas– dan una vuelta completa, refugiándose en
el argumento de que esto puede ser tolerado solamente en casos de excepción.
Pero parecen dispuestos a olvidar, cuando las circunstancias se normalizan, que
las exigencias que hacen a la subsistencia de una nación y que engloban
aspectos tales como el de la justa distribución de las riquezas y de las
cargas, no sólo actúan en caso de conflagraciones armadas, sino que son permanentes
y trascendentes, llamadas por lo tanto a reflejarse en el plano económico y
obviamente a ser instrumentadas a través del Estado en su condición de órgano
supremo de la comunidad. Y si técnicamente es posible distinguir la «economía
de guerra» de la «economía de paz», esta distinción no se remite a la
participación o no de las exigencias políticas explicitadas a través del
Estado, sino a los distintos modos en que el Estado participa. En un caso
ordena y puede llegar incluso a hacer trabajar a los hombres bajo amenazas de
castigos físicos; en el otro induce y hasta persuade recurriendo a
procedimientos específicos. Son estos últimos procedimientos los que
constituyen la materia de la ciencia económica, transformada así en uno de los
lóbulos en que se divide la actividad, que es siempre política, del Estado.
En busca de un punto de partida,
admito que la economía clásica, ya sea la liberal, ya la marxista, ya
cualquiera de las múltiples escuelas intermedias, no descuida aparentemente al hombre
como presupuesto de sus construcciones. Parten efectivamente de una concepción
del hombre. Pero inmediatamente se alejan de él al pretender someterlo a los lineamientos
de la construcción lograda, en la que este hombre real no tiene cabida. En el
camino y a poco de andar, se lo ha perdido de vista, dejando de ser el protagonista
de carne y hueso. Se lo ha sustituido por un ente abstracto, al que se ha expurgado
de todas aquellas facetas de la personalidad que la ciencia económica considera
superfluas por ser ajenas al esquema. Esta pretendida purificación viene a ser
antes que nada una falsificación. Obra aquí una vez más el cientificismo
ingenuo, del que la ciencia económica es tributaria, al pretender una
asimilación imposible entre las disciplinas sociales y las físico-naturales.
La ciencia económica persigue la
elaboración de «leyes naturales» reguladores del orden económico, y sacrifica
al hombre real en aras del «tipo», que será todo lo científico que se quiera,
pero que no es el hombre. Y no sólo se lo priva de su libertad, entendida ésta
como condición de su obrar valioso y responsable; ni siquiera admiten los
economistas la diversidad de sus potencias, en tanto ellas puedan interferir en
un mecanismo que se pretende concluido y sometido a determinantes infalibles.
El hombre así reconstruido no ama ni odia, no se ilusiona ni distrae. Cuanto
más, la ciencia computará el cansancio, siempre que pueda equipararlo al desgaste
de una máquina, estimándolo así en su calidad de costo de la «fuerza del
trabajo». Pero la ciencia económica se desentiende de características tan humanas
como el aburrimiento, la alegría o el patriotismo.
* En «La Moneda del César», Librería
Huemul, 1972, pp. 13-20.
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