«La ocasión: 1095» - Hilaire Belloc (1870-1953)

    El impulso del que nació la Cruzada fue obra de un solo hombre.
    No es frecuente que, en historia, pueda decirse esto en forma tan categórica como puede decirse de los sucesos de 1095. Los grandes movimientos de esta naturaleza surgen de la profunda e infinitamente compleja masa de lo humano. Tantas veces se ve surgir una tendencia, se advierte que obran por debajo fuerzas confusas, se percibe cierta convergencia general que precede y forma un movimiento cataclísmico. Es como si miráramos una de esas grandes olas que hacen surgir sus crestas de las profundidades, monstruosas y ciegas. Ocurrió así con la revolución religiosa del siglo XVI y con el derrumbamiento occidental del gobierno central de Roma en el siglo V. No ocurrió así con la Gran Cruzada. 
    Existían todas las tendencias, así como las confusas convergencias de fuerzas, pero el comienzo de la acción, la chispa, la empresa, fue obra de una sola voluntad y de una sola voz que actuó sobre el material ya preparado. Si esa determinación individual no hubiera sido adoptada ni pronunciado cierto único discurso, la marcha hacia Oriente no se habría producido. 
    El hombre que así lo quiso y así actuó había sido coronado Papa para proseguir la obra del gran Gregorio. Había adoptado el nombre de Urbano II, y el 8 de noviembre de 1095, en el centro de las Galias, en Clermont-Ferrad, en Auvernia, el Papa pronunció la palabra. 
   Desde unos cien años atrás Europa estaba preparada para ese momento. El ataque pagano a la Cristiandad había sido vencido y dominado; los piratas daneses del Mar del Norte, escasos en número pero horriblemente empecinados en la destrucción, habían fracasado en su intento de destruir Bretaña y el norte de Francia. Fácilmente dominados, se instalaron en el Segundo Lionés, que por ellos y desde entonces tomó un nuevo nombre –Normandía–; pero hubo poca mezcla con sangre escandinava. Los eslavos paganos de las Marcas del Este habían dejado de ser enemigos de lo cristiano y civilizado. Los ugrios, de sangre huna, paganos también, habían sido detenidos en el Lech. Su rey había aceptado el bautismo y el gobierno de la llanura dacia, que en adelante iba a llamarse Hungría, fue, desde el año 1000, una avanzada de nuestra cultura y nuestra fe. 
    En esta nueva tregua del sitio en el que se nos había estado amenazando con la destrucción total a manos de salvajes incapaces de construir, escribir ni proyectar leyes, la amenaza del islamismo se aisló y se tornó más prominente. Todo el siglo XI fue testigo de esa lucha. 
   El terreno en el cual se desarrollaba esa lucha continua era el que se extiende al sur de los Pirineos. Allí la Cristiandad, bajo la forma de bandas, ora aisladas, ora asociadas, en repetidos ataques, en avances y retiradas, rechazaba gradualmente al musulmán. Allí la nueva caballería de Europa, la nueva concepción de una nobleza armada y montada, dio sus pruebas experimentales. El último de los jefes musulmanes que uniera a toda la España musulmana contra la Cruz, el gran Almanzor, había muerto en 1002. La interrumpida, aunque siempre creciente marea de la reconquista cristiana llegó a Toledo y la tomó en 1085. En todo ese espacio de tiempo reinó un espíritu de futuro triunfo sobre Mahoma. Unos señores aventureros de Normandía habían reunido en esos mismos años pequeñas aunque fuertes partidas para desalojar a los sarracenos de Sicilia y para restaurar un reino cristiano en el Mediterráneo. 
    Luego se había producido el cambio en Siria; el detestado turco, estéril y torturador, subsistía a la antigua dignidad árabe; se vejaba y maltrataba a los peregrinos que migraban continuamente hacia Tierra Santa; se profanaba el Sepulcro del Señor. 
    Además, los frutos de Manzikert estaban madurando. La isla griega de gran civilización cristiana, temerosa ante el peligro inmediato de morir en forma violenta, acudió a aventureros pagos, aun a aquellos occidentales que estaban enemistados con ella y que también intentaban conquistarla. 
    San Gregorio VII, el más grande de los papas, el mismo que a mediados de siglo reorganizara y restaurara la Iglesia, había soñado, en medio de sus mortales ansiedades y preocupaciones, con una creciente universal de la marea cristiana, procedente de Levante, que rescatara Tierra Santa. Pero el momento no había llegado aún. La ocasión se presentó entonces, diez años después de la muerte de Gregorio. Pero el hombre que siguió la obra de Gregorio y confirmó el poder del papado como Gregorio confirmara la estructura de la Iglesia, Urbano II, no gobernó por accidente alguno, sino en forma deliberada en cuanto a táctica. Él fue quien dio la señal.
     El concilio había sido convocado en Clermont para tratar asuntos muy diversos, en particular la condenación del rey de Francia y su irregular divorcio, así como nuevos detalles de la disciplina eclesiástica. Los abates y obispos se reunieron allí el 18 de noviembre de 1095. Durante los nueve primeros días no se trataron más que los temas sometidos a la Gran Asamblea por la convocatoria. El décimo día, determinado su propósito, Urbano se levantó a predicar, no a sus colegas de jerarquía, sino a las grandes masas de caballeros, aventureros y mercaderes, peregrinos y viajeros, que atestaban las calles de Clermont. 
    La historia de lo que siguió es famosa. Grandes gritos de «¡Dios lo quiere!» («Dieu le volt») comenzaron a sucederse, brotando de la multitud, enardecida por la apasionada oratoria de ese pontífice, jefe cristiano de los hombres. Este discurso fue lo que dio realidad, en un momento, a la Cruzada. No fue su causa material, pero hizo que el material ardiera; el incendio fue causado deliberadamente por el papa Urbano. Se propagó en todo el Occidente, y hasta el aire estaba impregnado de ese nombre: «Jerusalén». 
    Ya enardecido su mundo, Urbano prosiguió la tarea: un mes después de Clermont convocó a un segundo concilio en Limoges, que abarcó los últimos días del año; desde el 31 de diciembre de 1095, y, desde entonces, durante todo el invierno, la primavera y el verano, habló en el oeste y en el sur de Francia, desde Carcassone hasta Angers y desde Tours hasta Burdeos. Un solo hombre realizaba la obra de un solo hombre. 
    ¿Qué hombre era? ¿Era tan grande como su oportunidad? Por cierto que el efecto de su gesto, lo que hizo, fue grande. 
    Era francés, como aquéllos a los que exhortaba. Había nacido en Chatillon-sur-Marne, en Champaña, de una insignificante familia feudal, de la clase de los señores de un solo lugar, que descendían de los viejos terratenientes romanos, propietarios de las villae con sus esclavos; de aquellos hombres que posteriormente fueron llamados «squires» en Inglaterra y pequeña nobleza en Francia. De esa clase de la cual surgieron la mitad de las mentes creadoras de la Edad Media, así como en los tiempos modernos y hasta ayer apenas surgieron de la clase media profesional superior, de los hombres de educación liberal. Se había educado en Rheims, a un día de caballo de su ciudad natal, al lado del gran San Bruno, alma de Cluny y de la Reforma. 
    Urbano resumía en sí a esa generación cuyo carácter había sido forjado por graves conflictos: el nacimiento de la nueva Europa de la Edad Media; la pugna entre esa anomalía de un imperio nominal y de difícil manejo en manos de los germanos, y la alta dirección espiritual de Occidente –el Papa–, cuyo gobierno se desenvolvía sólo en una esfera eclesiástica, pero cuya soberanía era por cierto clara y universal. 
    El inesperado grito de Urbano suscitó tumultos; bandas confusas, sin organización, enloquecidas por el celo de los entusiastas, fueron las que primero avanzaron. Los nombre de Pedro el Ermitaño, de Picardo, de Gualterio el Caballero Germano, de Leisinga, del señor de Tubinga y de Volkmar, son los que más se recuerdan entre esos incompetentes salteadores. Turbas de algunos miles de hombres, condenadas ya al fracaso como todas las turbas, se esparcieron por el Danubio y fueron despreciativamente despachadas a Asia por el Emperador, para quien esas bandas sin jefes, apenas armadas, no constituían una amenaza, aunque sus saqueos y fechorías hicieron más difícil el camino que los cruzados regulares iban a seguir. 
    Durante meses, después de la creadora prédica de Clermont, esas bandas, germanas en su mayoría, acudieron al llamado y se pusieron en marcha hacia el Este...
    En ese estado de anarquía transcurrió toda la primavera de 1096. En bandas sucesivas recorrieron Europa hacia el Este para hallar una muerte bien merecida en manos de los ultrajados campesinos del Danubio, a los que habían saqueado, o en manos de los turcos, en el salobre polvo de Anatolia. En la historia militar de las Cruzadas todo esto nada significa. 
    Fue después de la partida de esta escoria cuando se puso en marcha el primer ejército verdadero; feudal, aunque organizado en la medida en que una fuerza feudal podía organizarse. Iba bajo el mando de Godofredo, duque de la Baja Lorena, quien tomó su apellido de su gran castillo de Bouillon, situado en una altura de las Ardenas. 
    Godofredo de Bouillon partió con las huestes a su mando, y con esto comienza la Cruzada.

En «Las Cruzadas», EMECE Editores, Buenos Aires, pp. 28-34.

blogdeciamosayer@gmail.com

Entradas más populares de este blog

«Verba Christi» - Dietrich von Hildebrand (1889-1997)

«Levantad vuestras cabezas porque vuestra redención se acerca» - San Rafael Arnáiz Barón (1911-1938)

«La Esperanza virtud heroica» - Abelardo Pithod (1932-2019)

Homilía en la Misa «Pro Eligendo Romano Pontifice» - S.S. Benedicto XVI (1927-2022)

«In memoriam (P. Julio Meinvielle)» - Revista Mikael (1973-1983)