«El lavatorio de los pies» - Giovanni Papini (1881-1956)

   En vísperas de ser arrancado de entre aquellos a quienes ama, quiere dar una prueba suprema de su amor. Siempre los amó, desde que viven con Él, a todos, también a Judas; siempre los amó con un amor que aventaja a todo otro amor, con un amor tan sobreabundante que, a veces, no fueron capaces de contenerlo en sus corazones pequeños: ¡tan grande era! Mas ahora, cuando está por dejarlos, y no estará con ellos otra vez sino divinizado por la muerte, todo el afecto no manifestado aún con palabras se deshace en un desborde de triste ternura.
   En esta cena en la cual ocupa el puesto de jefe de la familia, quiere Jesús ser para sus amigos más benigno que un padre y más humilde que un criado. Es Rey; y descenderá al oficio de los esclavos. Es Maestro; y se pondrá por debajo de los Discípulos. Es Hijo de Dios; y aceptará el papel de los más despreciados entre los hombres. Es el primero; y se arrodillará ante los inferiores como si fuera el último. ¡Tantas veces ha dicho a ellos, soberbios y celosos, que el patrón tiene que servir a sus siervos, que el Hijo del Hombre ha venido para servir, que los primeros deben ser los últimos! Pero sus palabras no se han hecho todavía substancia de aquellas almas, pues hasta ese día han discutido entre ellos acerca de prioridades y precedencias.
   En los espíritus incultos la acción ejerce mayor poder que la palabra. Jesús se apronta para repetir, bajo la especie simbólica de un servicio humillante, una de sus enseñanzas capitales. «Levántase de la mesa, –narra Juan– quítase los vestidos y tomando un lienzo se lo ciñe. En seguida echa agua en una jofaina y comienza a lavar los pies de los discípulos y a enjuagarlos con el lienzo de que estaba ceñido» (Jn 13,4-5).
   Solamente una madre o un esclavo habrían podido hacer lo que hizo Jesús aquella noche. La madre a sus hijos pequeñitos y a nadie más; el esclavo a sus patrones y a nadie más. La madre, contenta, por amor; el esclavo, resignado, por obediencia. Pero los Doce no son ni hijos ni patrones de Jesús, Hijo del Hombre y de Dios, él reúne en sí una doble filiación que lo eleva por encima de todas las madres terrenales; Rey de un Reino futuro, pero más legítimo que todas las monarquías, es el patrón no reconocido aún, de todos los patrones.
   Y, sin embargo, está contento con lavar y enjuagar esos veinticuatro pies callosos y mal olientes, con tal de esculpir en los corazones reacios, inflados todavía de orgullo, la verdad que su boca ha repetido en vano, durante tanto tiempo: «Quien se ensalza será humillado, quien se humilla será ensalzado».
   Acabado de lavar los pies tomó sus vestidos, y sentándose de nuevo a la mesa les dijo: «Sabéis lo que acabo de hacer con vosotros? Vosotros me llamáis Maestro y Señor y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, Señor y Maestro, os he lavado a vosotros los pies, también vosotros debéis lavaros los pies los unos a los otros. Porque os he dado el ejemplo, para que como yo he hecho con vosotros así lo hagáis vosotros. En verdad, en verdad os digo: no es el siervo mayor que su señor, ni el apóstol mayor que quien lo envía. Pues que sabéis esto, seréis bienaventurados si lo hacéis» (Jn 13, 12-17).
 Porque Jesús no ha dejado solamente un recuerdo de condescendiente humildad, sino un ejemplo de amor perfecto. «Este es mi mandamiento: que os améis los unos a los otros como yo os amé». «Ningún amor mayor que el de aquel que da su vida por sus amigos; y vosotros sois amigos; y vosotros sois mis amigos si hacéis las cosas que os mando» (Jn 15, 12-14).
   Pero en este acto, tan profundo en la aparente servidumbre, encerrábase también un sentido de purificación además que de amor. «El que está lavado no tiene necesidad de lavarse sino los pies: pues está limpio en lo demás. Y limpios estáis vosotros, pero no todos» (Jn 13, 10).
   Los Once, a despecho de la sorda naturaleza, tenían un tal cual derecho al beneficio del lavado de los pies. Por semanas y meses ésos habían recorrido los polvorientos, los fangosos, los inmundos senderos de Galilea, por seguir a Aquel que daba la vida. Y después de su muerte deberán caminar años y años por senderos más largos, más desconocidos, en países de los cuales ahora no saben ni siquiera el nombre. Y el lodo extranjero ensuciará, a través del calzado, los pies de aquellos que irán, como peregrinos y forasteros, a repetir el llamamiento del Crucificado.

* En «Historia de Cristo», Ed. Mundo Moderno, Buenos Aires, 1951.

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