«La idolatría en el hombre» - Fray Mario José Petit de Murat (1908-1972)
Dios ha puesto en nuestros
corazones un deseo real y profundo de felicidad y de paz. Y este deseo natural
de felicidad es verdadero porque ha sido puesto por Dios y nos impulsa a la
búsqueda del bien y de una manera oscura a la búsqueda y al amor de Dios mismo,
único objeto que puede hacernos real y profundamente felices. Por consiguiente,
el deseo natural de felicidad es algo bueno e incluso indestructible como el
ser y el alma misma que tenemos. Por eso siempre hay en nosotros un trans-fondo
religioso, incluso en los ateos y pecadores, si bien muchos no se dan cuenta de
ese impulso vital y profundo de su ser hacia Dios, impulso que es anterior
incluso a nuestra propia libertad humana.
Pero en el plano de nuestra
libertad nosotros tenemos que elegir el objeto concreto de nuestra felicidad
humana. En este sentido nosotros nos colocamos frente a Dios y frente a las
creaturas y puestos así tenemos que elegir, tenemos que decidir libremente a
quién vamos a poseer o con quién vamos a encontrarnos para ser felices. Todos
queremos ser felices, pero no todos elegimos el mismo lugar y el mismo objeto
para que nos proporcione la felicidad verdadera. Podemos elegir bien o podemos
elegir mal y ser felices o desgraciados según que elijamos al Dios verdadero o
a las creaturas.
Elegimos mal cuando pecamos
creyendo poder encontrar en las creaturas puestas en la ausencia de Dios, la
felicidad suprema que añoramos. Cuando pecamos nos apartamos de Dios y nos
convertimos de una manera desordenada a las creaturas. Queremos ser felices en
ellas, por ejemplo, en la carne de la mujer, en el dinero, en el poder, en la
venganza, y en tantas otras cosas. Les pedimos a ellas que nos dejen contentos
y felices hasta un punto tal que procedemos como si ellas fueran capaces de
llenar las aspiraciones más profundas de nuestras almas.
Pero ésta es una vana ilusión.
Porque es tan grande la aspiración del corazón humano que sólo Dios puede
llenarlo y rebasarlo. Las creaturas pueden proporcionar al corazón del hombre
pedazos de alegría pero nunca llenarlo. Y cuando las creaturas apartan al
hombre de Dios, entonces en su corazón, junto a una pasajera y engañosa
alegría, se realiza una destrucción profunda y como un mar de desdichas que
tarde o temprano tiene que aflorar y percibirse. Por eso el pecador cuando se
da cuenta de su estado, es lógico que sienta adentro la desnudez de su
espíritu, la vaciedad de su vida, la locura de una vida frustrada.
Cuando pecamos y les pedimos a
las creaturas aquella felicidad que sólo Dios puede darnos, las tratamos a
ellas como si fueran Dios y por ello mismo, en nuestra ilusión y en los
espejismos que nos fabricamos, las convertimos en dioses. Y empezamos así a
fracasar en nuestra aspiración religiosa porque empezamos a convertirnos en
idólatras, de momento que dedicamos a las creaturas objeto de nuestro pecado,
lo mejor de nuestros esfuerzos y afanes y llegamos a considerarlas como el
centro de nuestra aptitud humana e incluso de nuestra vida misma. Así, por
ejemplo, el dinero es el Dios de los avaros.
Cuando crecen los pecados los
hombres se inclinan a representar a estos falsos dioses en símbolos o imágenes.
Imágenes que fueron ayer para los antiguos las estatuas de Venus (diosa de la
lujuria) o de Baco (dios del vino) o tantas otras de que nos habla la historia.
Imágenes que encontramos hoy al descubierto en las revistas, en los cines y en
tantos medios de propaganda consagrados al culto ilegítimo de la lujuria, del
dinero y del poder y que guardamos también escondidas en los recovecos de
nuestra fantasía y de nuestros pensamientos en los largos momentos de ilusión
pecaminosa que continuamente vivimos.
Al desplazar al Dios verdadero
del ámbito libre de nuestro corazón y al arrojarnos en brazos de las puras
creaturas para implorarles la felicidad, adoramos a las creaturas, aunque no
nos demos cuenta de ello. Y empezamos a vivir como ciegos, dejándonos «arrastrar
–como dice San Pablo– hacia los ídolos mudos» (I Co 12, 2), es decir, hacia los
dioses que no son sino la caricatura del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Pero si por el pecado
ejercitamos una actitud abominable que engendra dioses falsos, siguiendo este
mismo proceso, es lógico que si somos pecadores, empecemos a considerarnos
nosotros mismos como a dioses, porque podemos considerarnos por lo menos tan grandes
como las realidades que engendramos. Por eso dice San Pablo refiriéndose a los
que desprecian la cruz de Cristo por los placeres de los sentidos, que «su Dios
es el vientre» (Fil 3, 19).
Por ello, en la parábola del
fariseo y el publicano, el fariseo que desprecia al publicano en su soberbia se
adora a sí mismo, porque no glorifica a Dios sino que se glorifica a sí mismo: «Te
doy gracias porque no soy como los demás hombres» (Lc 18, 11 y ss.). Y tiende a
convertirse en el objeto primario y último de todas las preocupaciones y
alabanzas, como centro supremo del mundo, como principio y fin de todas las
cosas.
Y por eso también el demonio
cuando en el paraíso indujo a Adán y a Eva al pecado les hizo esta promesa: «Seréis
como dioses» (Gén 3, 4).
En definitiva, que la idolatría
del hombre aparece como término connatural del pecado humano y de la idolatría
de las otras creaturas; y que la idolatría del hombre empieza a inundarnos
aunque muy pocos se den cuenta de ello.
Pero si podemos elegir mal los
caminos de la felicidad, también es cierto que con la ayuda de Dios podemos
elegir bien. La gracia divina nos levanta en la fe, en la esperanza y en el
amor para guiarnos hacia el Dios vivo y verdadero y unirnos a Él como a una
única realidad absolutamente perfecta capaz de hacernos absolutamente felices.
Hay una oposición radical y
profunda entre felicidad verdadera e idolatría del hombre. No hay felicidad en
la idolatría. Nuestro propio y caricaturesco endiosamiento no puede llevarnos
sino a la soledad, a la corrupción personal y social, y hacia las angustias
espantosas del infierno en donde el fondo de nuestro ser sigue pidiéndonos la
felicidad verdadera que sólo en Dios se consigue. Y nuestra libertad obstinada
en el mal sigue llevándonos a beber de las aguas impuras de nuestra soberbia
maldita.
Pero no hay contradicción entre
felicidad verdadera y adoración del Dios verdadero. Por el contrario, si somos
religiosos y amamos a Dios sobre todas las cosas, Dios habita en nuestros
corazones y en la otra vida se nos entrega cara a cara y nos deja saciados con
la riqueza de su ser y en plena posesión de nosotros mismos y de todas las
cosas.
Estamos frente a la alternativa:
o nos constituimos como adoradores del Dios vivo y verdadero, en espíritu y en
verdad; o nos ponemos en los caminos de la adoración del hombre, entendido como
abominable caricatura y simulacro de Dios.
Nosotros tenemos que elegir al
Dios vivo revelado en Jesucristo.
Pronunciado en el programa radial «Ave María», en
San
Miguel de Tucumán, el 9 de Noviembre de 1968.
(Gentileza de Pascual Viejobueno)
* Publicado en «TRADITIO SPIRITUALIS
SACRI ORDINIS PRÆDICATORUM», http://www.traditio-op.org/inicio.html
blogdeciamosayer@gmail.com
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