«El móvil de Francia en el bloqueo de 1838» - Alberto Ezcurra Medrano (1909-1982)
En un nuevo aniversario de la batalla
de la Vuelta de Obligado, y en el día de la Soberanía Nacional, «Decíamos
ayer...», publica, a modo de homenaje, este esclarecedor artículo donde se
devela la verdadera causa del bloqueo francés al puerto de Buenos Aires y al
litoral del Río de la Plata.
Por ley del 1° de abril de 1821
se había extendido «la obligación de enrolamiento y servicio en la guardia nacional
a los extranjeros propietarios de bienes raíces, dueños de tienda de menudeo o
por mayor, que ejercieren arte mecánica o profesión liberal, y en general a
todos los que hubiesen residido más de dos años consecutivos en la provincia de
Buenos Aires».
Esta ley era perfectamente
equitativa, pues concedía a los extranjeros ciertos derechos que por entonces
eran privilegio exclusivo de los ciudadanos y en compensación les exigía su
contribución al mantenimiento del orden público, en el cual ellos también
estaban interesados. De acuerdo con ella servían en la guardia nacional los
franceses Martín Larre y Jourdan Pons. Este fue el motivo de la protesta del
vicecónsul, motivo al cual se añadió la reclamación de libertad para Becle y
Lavié, presos por conspirador y por ladrón, respectivamente, y la de Blas
Despouy por la clausura de un establecimiento industrial que ya le había sido
indemnizado. La nota de Roger decía –entre otras cosas– que «el gobierno
francés se consideraba con títulos para reclamar para sus nacionales los mismos
privilegios que los ingleses habían obtenido por un tratado». (¡)
En nota de fecha 12 de diciembre
el ministro Arana expresó que examinaría los antecedentes relativos a los casos
enunciados en la reclamación, nota que fue contestada por Roger con su acostumbrada
altanería exigiendo que el gobierno de Buenos Aires «suspendiera desde luego la
aplicación de sus pretensiones» y diera cumplimiento a todo cuanto se le pedía.
Una nueva nota circunspecta y comedida del ministro Arana fue seguida de una
nueva insolencia del vicecónsul francés, quien solicitaba el inmediato
cumplimiento de sus demandas, o sus pasaportes. Arana el 13 de mayo de 1838, le
remitió sus pasaportes.
Pero Roger no obraba por cuenta
propia. Era movido por el cónsul Baradère, y tras éste estaba Francia. Por otra
parte, mientras se cambiaban estas notas el contraalmirante Leblanc se hallaba
en Montevideo al frente de varios buques de la escuadra francesa. De Roger el
asunto pasó a Leblanc. Una nota de éste repitiendo y ampliando las exigencias
anteriores, fue dignamente contestada por el ministro argentino y Leblanc
replicó declarando «el puerto de Buenos Aires y todo el litoral del río
perteneciente a la República Argentina, en estado de riguroso bloqueo por las
fuerzas navales francesas, esperando las medidas ulteriores que juzgase
conveniente tomar».
¿Cuál era el móvil de Francia?
Los unitarios, que fueron sus aliados, han sido los principales interesados en
ocultarlo. La historia escrita por ellos resume ese conflicto de un modo muy
sencillo. El «tirano», para distraer la atención del pueblo, «emprendió –dice Rivera
Indarte– una lucha injustificada con los agentes de Francia. Desde 1839,
perseguidor declarado de la civilización europea, no contento con combatirla
por medios indirectos, trató de disminuirla haciendo sufrir a los europeos, y
especialmente a los franceses, vejámenes de todo género, para aburrirlos,
alejarlos y poner dique a la emigración extranjera». Entonces Francia intervino
en defensa de la civilización escarnecida por un déspota. «Por otra parte –comenta
otro cabecilla unitario– las dos intervenciones europeas no trajeron ninguna
amenaza para la integridad territorial del país. Lo comprueban las protestas
constantes de los agentes, de esas intervenciones y sus empeños por atraer a
Rosas a razonables transacciones».
Sin embargo la realidad es otra.
Lo prueba no sólo el espíritu de los discursos de Thiers y de los artículos de
la prensa francesa, sino la documentación oficial de la época.
Ya en 1830 M. Cavaillon,
vicecónsul francés en Montevideo, envía al Ministerio de Negocios Extranjeros
de Francia, un detallado informe en el cual aconseja la conquista del Uruguay,
con el objeto de proclamar en él una monarquía bajo el protectorado de Francia.
«El soberano del Uruguay –dice el informe– sería francés y traería consigo el
número de colonos que creyese conveniente. Sería necesaria la aprobación de don
Pedro, y si su hija dejase de ser reina de Portugal, podría volverse reina del
Uruguay. Sin gran esfuerzo y con un poco
de tacto, las provincias de Entre Ríos y Corrientes, de igual fertilidad que la
Banda Oriental, romperían los lazos que las unen débilmente a la República
Argentina y entrarían a formar parte del nuevo estado». Cavaillon afirmaba
mantener relaciones estrechas con un personaje de Montevideo, y añadía:
«Atrayéndose a dos o tres generales conocidos y a tres o cuatro hombres entre
los más influyentes, el resto sería cosa fácil». Años más tarde se vería que el
gobierno francés no echaba en saco roto estas insinuaciones. El general
conocido sería Fructuoso Rivera y entre los hombres influyentes se contarían
algunos argentinos, inclusive Florencio Varela.
En 1835 el cónsul Baradère, –el mismo
bajo cuya inspiración actuó tres años después Aimé Roger– remitió al ministerio
francés otro interesantísimo informe, en el cual le decía, después de largas
consideraciones: «No hay, pues, otro porvenir para estas bellas comarcas, que
el que surgirá de un cambio de sistema. Sólo
el protectorado de una potencia extranjera o el régimen monárquico pueden
imponer en ellas el orden y asegurar su tranquilidad» (Archivo del Ministerio de
Negocios Extranjeros de Francia).
Ya iniciado el bloqueo de 1838, la documentación
referente a ese asunto trasluce con igual claridad las mismas intenciones. Así,
el almirante Leblanc, jefe de la escuadra bloqueadora, dice en una de sus
notas: «Es posible y probable que con los aliados que los agentes franceses se
han procurado y los recursos puestos a su disposición, triunfaremos sobre
Rosas; pero sería más seguro, más digno de la Francia, enviar fuerzas de tierra
que unidas a las de don Frutos y Lavalle concluirán pronto con el monstruo y establecerán de una manera permanente en el
Río de la Plata la influencia de la Francia». Y cuando «Don Frutos»
gestiona ante los agentes franceses la alianza contra Rosas, los cónsules de
Francia y el ya citado Leblanc, de común acuerdo, resuelven «no dejar escapar
esta ocasión favorable para someter a Rosas y establecer la influencia de Francia a la vez en Buenos Aires y en
Montevideo» (Archivo del contraalmirante Leblanc).
Naturalmente, la historia
subjetiva de los liberales y de los que aun creen a pie juntillas la tradición
unitaria, niega hasta lo evidente. Todavía en 1926 se ha escrito esto: «¡Cómo
pensar que Francia venía aquí en tren de conquista, sobre todo después de 1806!
¡Cómo no pensar que venía a servir a la civilización y a la libertad, a la
población y al comercio!» A esos ciegos, incurables porque no quieren ver, los
apostrofa Carlos Pereyra en su magnífico «Rosas y Thiers»:
«¿Os halaga –les dice– que vuestra
patria sea honrada con bombardeos para derrocar despotismos, y esperáis que
caído cada tirano se os dejará en pleno goce de vuestra independencia?
»Estáis en lo justo, hay que
reconocerlo. Todas las guerras y todos los tratados que ha hecho Europa en Asia
tuvieron por objeto reconocer y consagrar soberanías...
»¿Por qué? Porque garantizar la
independencia de una patria –no digo Corea, sino Portugal o Grecia– es tenerla
en un puño.
»Sólo a las naciones libres así
garantizadas se les quita Hong Kong, o se les lleva un ferrocarril a Puerto Arturo,
o se les limpian los cofres y vitrinas de los palacios imperiales».
Por lo demás, no debemos mirar
el hecho aislado de la intervención en el Río de la Plata, sino relacionarlo
con la política internacional de Francia en aquella época. «¿Cómo es que
ninguna República del Pacífico ha sido jamás bloqueada por la Europa?» se preguntaba
un eminente escritor unitario, y replicaba: «Porque en ninguna de ellas se ha
entronizado un poder reaccionario y perseguidor del influjo europeo, cual es el
de Rosas». Ahora bien: tal raciocinio partía de una base absolutamente falsa.
Mientras el contraalmirante Leblanc bloqueaba el Río de la Plata, otra escuadra
francesa hacía lo mismo con el puerto de Guayaquil, en el Ecuador.
Simultáneamente Francia se ponía al habla con el dictador de Bolivia, Andrés
Santa Cruz, para bloquear los puertos de Chile. Y en Méjico se iniciaba la injusta
«guerra de los pasteles» y el vicealmirante Baudin bombardeaba el viejo
castillo de San Juan de Ulúa.
Se trataba, pues, de una acción
conjunta, que tenía por fin construir un nuevo imperio colonial en reemplazo
del antiguo deshecho por Inglaterra. A los dominios que le quedaban en América,
Martinica, Guadalupe, San Pedro, Miquelon y la Guayana, Francia añadiría el Río
de la Plata. No era precisamente una conquista a sangre y fuego. Primero
vendría la influencia francesa, el
protectorado. Lo demás, sería obra del tiempo y de esa hábil política colonial
que constituye la especialidad de ciertas cancillerías europeas.
Se trataba, por consiguiente, de
una guerra, pese a la farsa de la
intervención civilizadora y del bloqueo pacífico. Guerra antiargentina y
antiamericana, pese a los liberales argentinos que defendieron y defienden los
«derechos» de Francia. Así lo entendió, por regla general, la prensa
extranjera. «El Noticiario de Ambos Mundos» de Nueva York, decía: «Hemos visto
al gobierno de Montevideo dar favor y ayuda a los injustos agresores, lo mismo
que a los descontentos de Buenos Aires refugiados allí... En medio de esto un
héroe vemos brillar: este héroe es el Presidente de Buenos Aires, es el general
Rosas. Llámenle enhorabuena tirano sus enemigos; llámenle déspota, nada nos
importa todo esto; él es patriota, tiene firmeza, tiene valor, tiene energía,
tiene carácter y no sufre la humillación de su patria». En análogos conceptos
abundaban otros periódicos de Inglaterra, España, Portugal, Brasil, Chile,
Perú, Ecuador, Colombia y Venezuela, que cita Adolfo Saldías en su Historia de
la Confederación. Además, los presidentes de Chile y Perú envían sendas
felicitaciones al jefe de la Confederación Argentina y en el Parlamento
brasileño el diputado Montezuma se expresa en términos elogiosísimos para el
mismo.
Las intenciones de Francia no se
convirtieron en realidad. El imperio colonial francés fue reconstruido, pero no
en América. Lo fue en África y Asia con Argelia, Marruecos, Túnez, Senegal,
Costa de Marfil, Guinea, Somalía, Cochinchina, Cambodge y otros pequeños países
que fueron cayendo poco a poco bajo el dominio o el protectorado francés. En el
Río de la Plata, Francia no consiguió nada, ni lo conseguiría más adelante en
unión con Inglaterra, porque lo impidió Rosas, y más que Rosas el auténtico
pueblo argentino que se supo solidarizar con él en aquella terrible hora de
prueba.
* En Revista «Baluarte», Buenos
Aires, junio de 1933, n° 13.