«Mis conversaciones con Maurras y su vuelta a la Iglesia» (fragmento) - P. Arístides Cormier, Canónigo.
He aquí un fragmento de un pequeño
pero magnífico libro, donde su autor[1] narra los últimos meses de vida de Charles
Maurras, a quien, por disposición de su obispo, debió asistir espiritualmente.
Tiempos aquellos en los que los Pastores de la Iglesia se ocupaba puntillosamente de hacer
volver al redil a las almas necesitadas de conversión. El texto completo del P.
Cormier, cuya lectura recomendamos vivamente, podrá descargarse al pie de la página.
–Esperamos, en los próximos
días, un ilustre personaje.
Muy intrigado por este
preámbulo, esperaba que me fuera esclarecida la identidad de este misterioso
personaje, sin suponer, ni remotamente, que pudiese haber alguna relación entre
su venida y mi llamada por el Arzobispo de Tours.
–Se trata –prosiguió su
excelencia– de Charles Maurras, quien, beneficiándose de un indulto, ha elegido
Turena para su residencia obligatoria. Como su salud exige cuidados, los
recibirá en la clínica San Gregorio.
Ante esta noticia sensacional,
manifesté mi sorpresa; pero seguía sin ver el propósito de las confidencias que
se me hacían.
–Va usted a comprender ahora –añadió monseñor– por qué le he hecho venir. Deseo encomendarle una misión: la de visitar a Maurras durante su estancia en la clínica. He pensado en usted porque se ocupó en otra ocasión de René Benjamín[2], y le asistió hasta sus últimos instantes. Sus relaciones con aquel amigo de Maurras le permitirán, probablemente, aproximarse a éste más fácilmente y ayudarle espiritualmente si lo desea. Cuente usted con mis oraciones por el éxito de esta delicada misión que le confío.
Aun no me había repuesto de mi sorpresa cuando expuse algunas de las dificultades de la empresa: iba hacia lo desconocido sin saber, por lo pronto, nada acerca de las disposiciones del alma que me era confiada. Una sola cosa me daba seguridad y valor, a pesar de todo: se me encomendaba una misión por la autoridad; obedecía. Era un principio excelente del cual no debía tardar en felicitarme, como en seguida se verá.
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✠ ✠
En los días días que precedieron a la llegada de Maurras, traté de reunir algunos informes acerca del prisionero de Clairvaux, que esperaba, en una clínica de Troyes, las decisiones de la Justicia a su respecto. Se le sabía muy fatigado por sus años de prisión, completamente sordo, y, a causa de esto, difícil de abordar. Me preguntaba, con inquietud, si en estas condiciones podría yo atenderlo, y si él me recibiría. Sobre todo, ¿comprendería las razones que me llevaban a él?
Con mayor ansiedad, todavía, me
preguntaba acerca de sus disposiciones religiosas. ¿Cómo estaría él con Dios?
Desde hacía largos años seguía yo, a través de su obra, que conocía bastante
bien y que estimaba por sus sólidos principios y su rigurosa lógica, las etapas
de su pensamiento religioso. Hasta la guerra no me parecía que hubiese cambiado
sensiblemente. Ante lo sobrenatural y los misterios cristianos, Maurras parecía
permanecer en la posición de agnóstico. Las pruebas que acababa de sufrir
¿habrían endurecido su alma o, por el contrario, se habría ésta endulzado en
contacto con la gracia del sufrimiento?
En medio de estas
incertidumbres, supe por los periódicos la llegada inminente de Maurras, a
quien un indulto presidencial acababa, por fin, de liberar. La clínica de San
Gregorio esperaba de un día a otro a su ilustre enfermo.
Me decidí entonces a escribir
una carta, que me permito copiar aquí, en la cual, como se verá, daba cuenta
antes que nada, de mi «orden de misión» y en la que exponía, a continuación,
las razones que tenía para esperar una acogida favorable:
«Muy Sr. mío:
Antes incluso que fuera
publicada por los periódicos la noticia de su próxima llegada a la clínica de
San Gregorio, Monseñor el Arzobispo de Tours tuvo la feliz iniciativa de
pedirme que visitara a usted durante su estancia en la ciudad episcopal. No es
solamente por la virtud de la obediencia por lo que acepté una misión tan
honrosa. Otras razones, totalmente personales, y sospecho que menos virtuosas
me empujan hacia usted. Me atrevo a esperar, señor, que ellas me ayudarán a
serle grato.
Cuando René Benjamín, algunas
semanas después del fin de la guerra, fue residenciado, bajo vigilancia, en la
clínica San Gregorio, me propuse ir a verlo para llevarle el consuelo de una
amistad. En otros tiempos esta fidelidad hubiera parecido completamente natural
y sin mérito alguno. Entonces pareció, a los que estaban abandonados de todos,
un poco como la reparación de una cruel injusticia. Bien escaso fue,
verdaderamente, mi mérito si lo comparo con los testimonios de confianza y de
amistad que me dio Benjamín en sus días adversos. Esto –estoy seguro de ello– no
le sorprenderá a usted, a quien su extremada delicadeza era bien conocida. A su
inicuo arresto, vino a unirse el dolor por la muerte de su hijo Jean-Loup. A
pesar de estas pruebas, no olvidaba a todos los que, como él, estaban
injustamente condenados y presos. Se preocupaba por su suerte y obtuve sus
confidencias acerca de sus amigos.
Sus pensamientos se dirigían,
sobre todo, hacia el Mariscal y hacia usted, y mostraba admiración por su valor
y su invencible esperanza. ¡Cuántas veces, también, su ejemplo, que yo le
citaba, me ha ayudado a reconfortarlo! ¡Con qué frecuencia imaginé, entonces,
que un día podría decirle todo lo que él le debía y todo lo que, yo también,
debo a usted en la formación de mi espíritu! En efecto, a la edad a que he
llegado aprecio el valor de ciertas lecciones que aprendí en sus obras cuando
tenía veinte años. Benjamín siempre me hizo esperar una feliz oportunidad que
me pondría en presencia de usted...
Años –y qué años para usted–
han transcurrido desde mis visitas a René Benjamín. Este ha muerto con la paz y
la esperanza reconquistadas, abandonada su mano en la mía hasta el último
suspiro.
Desaparecido él –que hubiera
sido el puente entre nosotros–, ¿podría yo esperar todavía el encuentro tan
ardientemente deseado?
Puede usted comprender ahora
con qué sorpresa he recibido la noticia de su llegada a Tours, a la clínica de
San Gregorio, tan próxima al Gran Seminario, donde pronto hará veinte años que
enseño. ¿No se ven, así, cumplidos mis deseos?
Se veían colmados, superando
incluso todas mis esperanzas, desde el momento en que mi Arzobispo, recordando
mi amistad con Benjamín, me pidió que fuese al encuentro de usted.
¿Cómo no voy a creer en lo
que me atrevo a llamar el milagro de nuestro encuentro?
Sírvase, señor, etc. ...».
Antes de remitir esta carta a su destinatario, quise tomar consejo de un amigo: el Padre Présteseille. Debía ser él, por consiguiente, mi confidente y mi consejero en un asunto tan importante, cuya responsabilidad no debía recaer sólo sobre mí. Mucho debo a su prudencia y a su caridad.
Aprobó la carta y me aconsejó
vivamente que la hiciera remitir, sin perder más tiempo, a su destinatario.
Pero, además, hubiera deseado el
consejo autorizado de un familiar de Maurras, que le conociese lo bastante
íntimamente, para informarme acerca de las disposiciones de su alma. Dios me
socorrió en la persona del señor Calzant, que había acompañado a Maurras desde
Troyes hasta Tours. Él también fue informado de que mi carta, tal y como la
había escrito, había sido enviada a Maurras, y me hizo esta reflexión, que no
he olvidado:
–Maurras no será nunca
indiferente a su caridad.
Apenas su llegada a Tours fue
notificada por los periódicos, cuando una multitud de amigos y de admiradores
se precipitó a la clínica para ver de nuevo al que, durante siete años, se
había visto privado de toda relación con el mundo exterior. Las cartas fluían
de todas las partes del mundo, llevando al prisionero liberado los saludos de
amigos lejanos.
Mi carta corría el peligro de
ahogarse en la riada. ¿Qué acogida recibiría?
No esperé mucho tiempo la
respuesta. Dos días después recibí la carta siguiente, fechada el 24 de marzo:
Agradecido al honor que me
hace, así como a su bondad y a la de Monseñor, le quedaré muy reconocido por
esa amable y caritativa visita, inspirada en tantos recuerdos, sentimientos y
amistades que nos han sido y siguen siendo comunes. La figura, la noble figura,
tan bien evocada por usted, de mi viejo y querido René Benjamín será, entre
nosotros, el primero y más elocuente, el más conmovedor de los intermediarios.
Qué amigo fue y de qué generoso corazón, todo efusión para los demás. Su
prodigiosa finura de espíritu añadía sutileza a su alma. Usted ha sido el ángel
bueno al visitarle con frecuencia durante la afrentosa e indigna prueba que le
trastornó por completo. Pobre amigo Benjamín. Será feliz, estoy seguro de ello,
por oírnos hablar de él como quería que de él se hablase, es decir, con
simpatía próxima a la ternura; y además, será en francés, en el francés
irreductible que él era, que somos nosotros, que nada puede impedirnos ser,
pues obligados estamos a justificar este hermoso título, como también a servir,
cada uno a nuestra manera, a este hermoso país tan desangrado. Cuanto más se
intenta manchar, con aire de superioridad, su nombre, que cifra el pasado y el
futuro, más se le ve alzarse y brillar. Como ha dicho vuestro gran poeta
vandeano, Francia semeja un sauce verde; cuanto más se la corta, con más fuerza
rebrota. Una injusticia, dos injusticias, mil y cien mil injusticias, no
significan nada contra esta ley de nuestra historia, y todos los elementos parecen
haberse reunido ya, a la vista de algún renacimiento, si no muy próximo, a lo
menos, cierto y magnífico.
Con esta esperanza, le ruego,
reverendo Padre, que reciba y acceda a transmitir a Monseñor el respetuoso
homenaje de mi reconocimiento profundo, con la expresión de mis sentimientos
más fieles».
Leyendo esta carta, veía abrirse ante mí, de par en par, la puerta de la habitación Langeais, en la clínica San Gregorio. Yo sabía que ahora sería acogido favorablemente, no sólo como un extraño amable y un admirador desconocido, sino como el enviado del Arzobispo de la diócesis, encargado de una misión que quien iba a recibirme no podía ignorar.
No habiéndome sido señalado día
para esta visita, esperaba para presentarme en la clínica de San Gregorio, que
Maurras, muy ocupado en su instalación, quisiera fijarlo. Aproveché estas
jornadas de espera en reflexionar y, sobre todo, en rezar. Invoqué a todos
aquellos y todas aquellas que pudieran, por el afecto y la confianza que
inspiraban a Maurras, otorgarme su favorable acogida y abrirme su alma: a la
Virgen María, tan noblemente admirada y cantada por el poeta de La Música
Interior, a Santa Teresita del Niño Jesús, de la cual él se reconocía
deudor por sus maravillosas intervenciones bienhechoras, y al Bienaventurado
Pío X, cuya memoria veneraba...
* En «Mis conversaciones con Maurras y su vuelta a la Iglesia», Editora Nacional, Madrid, 1955. El libro posee un interesantísimo «Estudio preliminar» de Santiago Galindo Herrero, el cual, debido a su extensión no lo hemos incluido en la copia en PDF del texto de Cormier.
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Y para ver otra anterior publicación de este blog referente al mismo libro de Cormier, puede descargarse AQUÍ .