«La España misionera» (fragmento) - Ramiro de Maeztu (1875-1936)

Una obra incomparable
No hay en la Historia universal obra comparable a la realizada por España, porque hemos incorporado a la civilización cristiana a todas las razas que estuvieron bajo nuestra influencia. Verdad que en estos dos siglos de enajenación hemos olvidado la significación de nuestra Historia y el valor de lo que en ella hemos realizado, para creernos una raza inferior y secundaria. En el siglo XVII, en cambio, nos dábamos plena cuenta de la trascendencia de nuestra obra; no había entonces español educado que no tuviera conciencia de ser España la nueva Roma y el Israel cristiano. De ello dan testimonio estas palabras de Solórzano Pereira en su
Política indiana:

«Si, según sentencia de Aristóteles, sólo el hallar o descubrir algún arte, ya liberal o mecánica, o alguna piedra, planta u otra cosa, que pueda ser de uso y servicio a los hombres, les debe granjear alabanza, ¿de qué gloria no serán dignos los que han descubierto un mundo en que se hallan y encierran tan innumerables grandezas? Y no es menos estimable el beneficio de este mismo descubrimiento habido respecto al propio mundo nuevo, sino de antes muchos mayores quilates, pues además de la luz de la fe que dimos a sus habitantes, de que luego diré, les hemos puesto en vida sociable y política, desterrando su barbarismo, trocando en humanas sus costumbres ferinas y comunicándoles tantas cosas tan provechosas y necesarias como se les han llevado de nuestro orbe, y, enseñándoles la verdadera cultura de la tierra, edificar casas, juntarse en pueblos, leer y escribir y otras muchas artes de que antes totalmente estaban ajenos».

Pero todavía hicimos más y no tan sólo España (porque aquí debo decir que su obra ha sido continuada por todos los pueblos hispánicos de América, por todos los pueblos que constituyen la Hispanidad): no sólo hemos llevado la civilización a otras razas sino algo que vale más que la misma civilización, y es la conciencia de su unidad moral con nosotros; es decir, la conciencia de la unidad moral del género humano, gracias a la cual ha sido posible que todos o casi todos los pueblos hispánicos de América hayan tenido alguna vez por gobernantes, por caudillos, por poetas, por directores, a hombres de razas de color o mestizos. Y no es esto sólo. Un brasileño eminente, el Dr. Oliveira Lima, cree que en los pueblos hispánicos se está formando una unidad de raza gracias a una fusión, en que los elementos inferiores acabarán bien pronto por desaparecer, absorbidos por el elemento superior, y así ha podido encararse con los Estados Unidos de la América del Norte para decirles:

«Cuando entre nosotros ya no haya mestizos, cuando la sangre negra o india se haya diluido en la sangre europea, que en tiempos pasados y no muy distantes, fuerza es recordarlo, recibió contingentes bereberes, númidas, tártaros y de otras procedencias, vosotros no dejaréis de conservar indefinidamente dentro de vuestras fronteras grupos de población irreductible, de color diverso y hostiles de sentimientos».

No garantizo el acierto de Oliveira Lima en esta profecía. Es posible que se produzca la unidad de las razas que hay en América; es posible también que no se produzca. Pero lo esencial y más importante es que ya se ha producido la unidad del espíritu, y esta es la obra de España en general y de sus Órdenes Religiosas particularmente; mejor dicho, la obra conjunta de España: de sus reyes, obispos, legisladores, magistrados, soldados y encomenderos, sacerdotes y seglares...; pero en la que el puesto de honor corresponde a las Órdenes Religiosas, porque desde el primer día de la Conquista aparecen los frailes en América.

Ya en 1510 nos encontramos en la Isla Española con el P. Pedro de Córdoba, el P. Antonio de Montesinos y el P. Bernardo de Santo Domingo, preocupados de la tarea de recordar, desde sus primeros sermones, que en el testamento de Isabel la Católica se decía que el principal fin de la pacificación de las Indias no consistía sino en la evangelización de sus habitantes, para lo cual recomendaba ella, al Rey, su marido, D. Fernando, y a sus descendientes, que se les diera el mejor trato. También aducían la bula de Alejandro VI, en la cual, al concederse a España los dominios de las tierras de Occidente y Mediodía, se especificaba que era con la condición de instruir a los naturales en la fe y buenas costumbres. Y fue la acción constante de las Órdenes Religiosas la que redujo a los límites de justicia la misma codicia de los encomenderos y la prepotencia de los virreyes.

La piedad de estos primeros frailes dominicos fue la que suscitó la vocación en Fr. Bartolomé de Las Casas y le hizo profesar en la Orden de Santo Domingo, hasta convertirle después en el apóstol de los indios y en su defensor, con una caridad tan arrebatada, que no paraba mientes en abultar, agrandar y exagerar las crueldades inevitables a la conquista y en exagerar también las dulzuras y bondades de los indios, con lo cual nos hizo un flaco servicio a los españoles, pues fue el originador de la Leyenda Negra; pero, al mismo tiempo, el inspirador de aquella reforma de las leyes de Indias, a la cual se debe la incorporación de las razas indígenas a la civilización cristiana.

La acción de los Reyes
Ahora bien, al realizar esta función no hacían las Órdenes Religiosas sino cumplir las órdenes expresas de los Reyes. En 1534, por ejemplo, al conceder Carlos V la capitulación por las tierras del Río de la Plata a D. Pedro de Mendoza, estatuía terminantemente que Mendoza había de llevar consigo a religiosos y personas eclesiásticas, de los cuales se había de valer para todos sus avances; no había de ejecutar acción ninguna que no mereciera previamente la aprobación de estos eclesiásticos y religiosos, y cuatro o cinco veces insiste la capitulación en que solamente en el caso de que se atuviera a estas instrucciones, le concedía derecho sobre aquellas tierras; pero que, de no atenerse a ellas, no se lo concedía.

Los términos de esta capitulación de 1534 son después mantenidos y repetidos por todos los Monarcas de la Casa de Austria y los dos primeros Borbones. No concedían tampoco tierras en América como no fuera con la condición expresa y terminante de contribuir a la catequesis de los indios, tratándolos de la mejor manera posible. Y así se logró que los mismos encomenderos, no obstante su codicia de hombres expatriados y en busca de fortuna, se convirtieran realmente en misioneros, puesto que a la caída de la tarde reunían a los indios bajo la Cruz del pueblo y les adoctrinaban. Y ahí estaban las Órdenes Religiosas para obligarles a atenerse a las condiciones de los Reyes y respetar el testamento de Isabel la Católica y la Bula de Alejandro VI, que no se cansaron de recordar en sus sermones, en cuantos siglos se mantuvo la dominación española en América.

La eficacia, naturalmente, de esta acción civilizadora, dependía de la perfecta compenetración entre los dos poderes: el temporal y el espiritual; compenetración que no tiene ejemplo en la Historia y que es la originalidad característica de España ante el resto del mundo.

El militar español en América tenía conciencia de que su función esencial e importante, era primera solamente en el orden del tiempo; pero que la acción fundamental era la del misionero que catequizaba a los indios. De otra parte, el misionero sabía que el soldado y el virrey y el oidor y el alto funcionario, no perseguían otros fines que los que él mismo buscaba. Y, en su consecuencia, había una perfecta compenetración entre las dos clases de autoridades, las eclesiásticas y las civiles y las militares, como no se han dado en país alguno. El P. Astrain, en su magnífica Historia de la Compañía de Jesús, describe en pocas líneas esta compaginación de autoridades:

«Al lado de Hernán Cortés, de Pizarro, y de otros capitanes de cuentas, iba el sacerdote católico, ordinariamente religioso, para convertir al Evangelio los infieles, que el militar subyugaba a España, y cuando los bárbaros atentaban contra la vida del misionero, allí estaba el capitán español para defenderle y para escarmentar a los agresores».

Y de lo que era el fundamento de esta compenetración nos da idea un agustino, el P. Vélez, cuando hablando de Fr. Luis de León nos dice, con relación a la Inquisición:

«Para justificar y valorar adecuadamente la Inquisición española, hay que tener en cuenta, ante todo, las propiedades de su carácter nacional, especialmente la unión íntima de la Iglesia y del Estado en España durante los siglos XVI y XVII, hasta el punto de ser un estado teocrático, siendo la ortodoxia deber y ley de todo ciudadano, como cualquier prescripción civil».

Pues bien, este Estado teocrático –el más ignorante, el más supersticioso, el más inhábil y torpe, según el juicio de la Prensa revolucionaria– acaba por lograr lo que ningún otro pueblo civilizador ha conseguido, ni Inglaterra con sus hindúes, ni Francia con sus árabes, sus negro o bereberes, ni Holanda con sus malayos en las islas de Malasia, ni los Estados Unidos con sus negros e indios aborígenes: asimilarse a su propia civilización cuantas razas de color sometió. Y es que en ningún otro país ha vuelto a producirse una coordinación tan perfecta de los poderes religioso y temporal, y no se ha producido por una falta de una unidad religiosa, en que los Gobiernos tuvieran que inspirarse.

Estas cosas no son agua pasada, sino un ejemplo y la guía en que ha de inspirarse el porvenir. Pueblos tan laboriosos y sutiles como los de Asia y tan llenos de vida como los de África, no han de contentarse eternamente con su inferioridad actual. Pronto habrá que elegir entre que sean nuestros hermanos o nuestros amos, y si la Humanidad ha de llegar a constituir una sola familia, como debemos querer y desear y éste es el fin hacia el cual pudieran converger los movimientos sociales e históricos más pujantes y heterogéneos, será preciso que los Estado lleguen a realizar dentro de sí, combinando el poder religioso con el temporal, al influjo de este ideal universalista, una unidad parecida a la que alcanzó entonces España, porque sólo con esta coordinación de los poderes se podrá sacar de su miseria a los pueblos innumerables de Asia y corregir la vanidad torpe y el aislamiento de las razas nórdicas, por lo que el ejemplo clásico de España no ha de ser meramente un espectáculo de ruinas, como el de Babilonia o Nínive, sino el guión y el modelo del cual han de aprender todos los pueblos de la tierra.

* En «Defensa de la Hispanidad», Editorial Poblet – Buenos Aires, 1942, pp. 107-113.
_________________________

Para ver otra de nuestras publicaciones relacionada con la presente, puede descargarse AQUÍ.
___________________

Quien quiera descargar y guardar el texto precedente en PDF, y ya listo para imprimir, puede hacerlo AQUÍ.

blogdeciamosayer@gmail.com

Entradas más populares de este blog

«Verba Christi» - Dietrich von Hildebrand (1889-1997)

«Levantad vuestras cabezas porque vuestra redención se acerca» - San Rafael Arnáiz Barón (1911-1938)

«La Esperanza virtud heroica» - Abelardo Pithod (1932-2019)

Homilía en la Misa «Pro Eligendo Romano Pontifice» - S.S. Benedicto XVI (1927-2022)

«In memoriam (P. Julio Meinvielle)» - Revista Mikael (1973-1983)