«Palabras de despedida» - Enrique Díaz Araujo (1934 – 2021)

Hoy, 28 de junio, se cumplen 40 años de la muerte de Francisco Ruiz Sánchez, intelectual católico, gran pedagogo y ejemplar padre de familia. En su memoria reproducimos aquí estas palabras -que bien lo pintan- y que le dedicó su amigo, Enrique Díaz Araujo.

En nombre de los amigos personales, y a pedido de su esposa e hijos, vengo a despedir a Francisco, en éste, el último acto de su ciclo vital. Vital, sí, como acentuada y expansivamente fue su paso por esta tierra. Joven aún, muere el amigo, pero con una larga cuenta a su favor, puesto que en esos breves años se ocupó de desarrollar al máximo el aliento existencial que Dios le insufló al nacer.

Nadie dirá de él, pues, que su tiempo transcurrió anodina o retaceadamente, como el del que se guarda las reservas para vaya a saber cuándo. No. Francisco se dio todo por el todo, absoluta y generosamente en cada una de las tareas que el libre albedrío, otorgado por Dios, permite desplegar a una persona en su ciclo temporal. Quien te viera tan vigoroso, tan desbordante de ánimo, no podía suponer, quizás, que tu lapso iba a ser tan corto. Pero tú sí sabías que el juego de la existencia hay que jugarlo contra reloj, acelerando el paso con obras de bien, para poder rendir buena cuenta de los talentos recibidos. Has sido –¿quién lo duda?– un administrador prudente de tu tiempo, y has hecho, no en cosas perecederas, sino en actos buenos, muchísimo más que lo que otros, en más prolongada trayectoria, no llegan a hacer nunca. Porque no fuiste cicatero ni medroso, porque, casi se diría que por herencia racial, no podías serlo. Una vida de desprendimiento, de entrega a los demás, sin atisbos de egoísmo, dándote, a cada instante, a tu familia, a tus amigos, a tus discípulos, a tus conciudadanos, a tus camaradas de la causa nacional, y a tus hermanos en la Fe, en la Única Fe de Siempre, la de nuestros Padres. Así, me animo a decir que Dios y la Patria no podrán demandarte nada, porque cumpliste de sobra con tu cometido.

Dotado como pocos del don de la caridad espontánea, nadie podrá, tampoco, reprocharte Francisco, el haber tolerado, por complacencia, el «no te metas» de los pusilánimes y timoratos. Te metiste de lleno y te diste con plenitud a las causas más altas, por las que vale la pena vivir y morir. Tu emblema fue el de San Pablo, de testimoniar la Verdad oportuna o inoportunamente, gustara o no a quien debiera oírte. Testigo de la Verdad Eterna y de las verdades temporales, en una época decadente, ruin, signada por la cobardía, disfrazada de prudencia o supuesta conciliación. Has sido un luchador bizarro, un retoño genuino de tu sangre conquistadora, un valiente, sin tacha y sin miedo, a quien el falso respeto humano no rendía.

Transmisor notable de la Verdad, naciste para maestro, y desde muy joven, en la escuela primaria, dictaste tu lección, acrecentada luego con las cátedras pedagógicas y los grados académicos. Maestro por excelencia, por naturaleza, enseñabas lo que del corazón te desbordaba. Docente nato, tu docencia se afincaba en el mensaje ético, y de tu moral vivida brotaban tus magníficas lecciones. Allí están tus libros para atestiguarlo, pletóricos de ejemplos referidos a tus hijos, a tu casa, primer ámbito de tu labor pedagógica. Repletos de verdades, a sabiendas que con la verdad ni se ofende ni se daña. Tal vez alguien guarde todavía algún resquemor por tus severas admoniciones, pero, con el paso de los años y la sabiduría que ellos a veces dejan, también ése, terminará para comprender que lo tuyo era como el cauterio sobre la herida, fuego saludable que aleja los virus del espíritu, caridad bien entendida del intelectual que sabe que está puesto ahí para jugarse en la lid y no para granjearse menguados éxitos mundanos.

Fuiste, sí, un intelectual, pero, ante todo, un hombre, todo un hombre, al estilo unamunesco. Y tu triunfo ha quedado allí, adonde no llegan las miradas vanas ni los reconocimientos triviales, en el fondo de las almas, a las que enseñaste y educaste. Allí, hasta donde no alcanzan las envidias ni los resentimientos pasajeros, en ese plano de la Verdad interior, reflejo del Espejo ante el cual, todos, algún día, deberemos mirarnos. Hombre de verdades, pero, también –¡y cuánto!– de bondades. Con ese corazón tuyo, que tenía que fallarte alguna vez, de tanto exigirlo, de tanto brindarse, casi ingenuamente, con la expansiva alegría de los niños, con la comunicación fácil y elocuente de tu sincera cordialidad. Por eso pudiste ser un amigo ejemplar, en las buenas y en las malas, en las duras y en las maduras, para premiar y para reprochar, si era el caso, para respetar siempre, porque hiciste un culto de la amistad, como algo sagrado. Yo, que tuve la suerte de conocerte de joven, que por más de tres décadas te frecuenté con asiduidad, que me tocó compartir las horas largas de un año en que tuvimos que radicarnos en un país extraño, que llegué hasta tu casa, en tantos anocheceres, para beber una copa amical, junto a los tuyos, que enriquecí mi experiencia con tus exactos y justos consejos, me siento compelido a proclamar, aquí, ante tu tumba, que has sido un hombre entre mil, que tu amistad no tuvo flaquezas, y, que, por todo eso, y mucho más, mi gratitud tampoco podrá tener límite alguno.

Maestro de todos, ciudadano patriota y aguerrido, intelectual de nota, padre ejemplar de una familia numerosa, especialmente bendecida por el Señor, en nombre de cuantos te quisimos, te vengo a despedir. Pero no te digo un adiós lejano, porque tengo la certeza íntima de que no será ésta la última vez que conversemos a solas. Sé que el diálogo intemporal proseguirá, como cuando compartíamos una buena mesa o un cigarrillo, tus únicos pobre vicios. Porque sé que si antes necesité de tu asesoramiento, de tu palabra cálida y honrada, de ahora en adelante me la podrás brindar mejor aún. Porque ahora, que estás junto al Padre común de todo lo creado, después de descansar de tu fecunda labor, de tu laborioso combate, podrás rogar por nosotros, por aquellos que tuvimos la dicha de ser tus amigos. Por todo esto, Francisco, amigo leal y fiel, sólo te digo: ¡hasta pronto!

* En el Cementerio Parque de Descanso – Mendoza – 29 de junio de 1982.

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