«Estudio preliminar» - Francisco Seeber (1919-1989)

Cuando se me pidió que prologara esta nueva edición de LA INQUIETUD DE ESTA HORA de Carlos Ibarguren, me sentí honrado y complacido, pero también algo abrumado por la responsabilidad que importa comentar un texto a tal punto honrado, luminoso y trascendental. Son tan amplios y profundos los temas que trata, y los tenemos tan metidos en el alma, constantemente presentes, que se nos aparece casi imposible sintetizar cuanto tendríamos que decir sobre ellos y sobre el autor. Necesariamente, pues, debemos elegir entre las muchas maneras de encarar el comentario, temiendo no acertar con la mejor, como el caso lo exige y lo merece.

Es ocioso decir, como se suele cuando de reediciones se trata, que este libro es actual, aunque desde luego lo sea. Cuando se cala hondo en la política, podrá uno acertar o equivocarse,  o ambas cosas a la vez, pero a pesar del transcurso del tiempo, lo bueno que se diga seguirá siendo bueno y lo malo, malo, ya que los principios esenciales sobre los que se estructuran los hombres y las naciones son perennes e invariables. Y de estos principios, en lo que hacen a todos los hombres y a todas las naciones y más en particular a nuestra Nación Argentina, trata aquí Carlos Ibarguren: constituyen ellos la escala tradicional de valores, o, para decirlo de manera más breve y contundente, la Tradición. Ellos, o ella, nos hacen ser lo que somos de la manera más excelente posible. De la efectiva vigencia de la Tradición auténtica surgen las relaciones correctas entre los hombres, su libertad y la libertad y grandeza de las naciones. Reimplantarla cuando está oculta, olvidada bajo la gruesa costra de los errores y de los vicios que se han ido acumulando con el tiempo, es la tarea propiamente revolucionaria que obliga a todo hombre decente y avisado. Cuando la evolución es incorrecta, se impone la revolución, es decir, la vuelta a lo esencial y eterno, para partir de allí nuevamente en la verdadera dirección. La revolución bolchevique, la revolución mundial blanca que decía Spengler, lejos de ser una revolución no es más que la acentuación y aceleración del vicioso proceso liberal. La única revolución que merece ese nombre es la nuestra, llámesela como se la llame, nacionalista, fascista, tradicionalista, nacionalsocialista o extremaderechista. Anotemos al margen que la designación más correcta sería la que combinara los vocablos nacional, social y tradicional.

El carácter esencial y simultáneamente ético y realista del Nacionalismo, su intrínseca honradez, dice a las claras que no puede originarse sinceramente más que en un impulso individual y colectivo hacia el Bien, en una buena voluntad aplicada a la consideración inteligente y limpiamente desapasionada de la realidad. Ello descarta y descalifica, por de pronto, toda ideología basada en el resentimiento y desplegada en la demagogia, como lo es el seudonacionalismo indoamericanista y marxistoide cuya deletérea acción se ha extendido hoy tanto y que es tan extraño a la egregia Tradición y a la raza misma de la Nación Argentina –tan cipayo, para decirlo sin vueltas– como la ridícula idolatría anglofrancesa de los liberales.

En todas las épocas obscuras de la Historia, aun en un siglo tan equivocado y desoladoramente estúpido como el XIX, ha habido quien conociera y proclamara la verdad y actuara rectamente en su consecuencia. Son los inteligentes inconformistas, que constituyen los canales por donde fluye la Tradición y que a la vez posibilitan, por su eventual acción sobre las circunstancias, la restauración de la auténtica jerarquía de valores. La cual acontece al llegar las crisis revolucionarias, cuando la verdad, renovada y vital, encarna en la juventud y resurge con vigor, como las gigantescas llamaradas que se levantan a veces de las cenizas humeantes en un incendio que parecía apagado.

A esa encrucijada de la Historia –que podemos situar en los años inmediatamente posteriores a la primera guerra mundial– llegó, ya en plena madurez, don Carlos Ibarguren. No le tomó el evento por sorpresa, y de que ello fue así dan testimonio sus opiniones anteriores, citadas constantemente en LA INQUIETUD DE ESTA HORA y que demuestran no sólo una inteligente comprensión de la realidad, sino la eminente calidad moral de su persona, su intrínseca y fundamental nobleza, la sinceridad de su patriotismo. De allí viene el juicio siempre ecuánime, ajeno a todo resentimiento y a la vez a toda contemporización con el error o con el mal, ya que su pensamiento no se detiene por cierto ante ninguna audacia política, llega a todos los extremos necesarios. Pero por lo mismo que está seguro de sí –que es consciente de la bondad de sus intenciones– no condesciende jamás con la injusticia de las imputaciones primarias, con el intrínseco error de los juicios maniqueos. Asume toda la Argentina, y por eso comprende lo que la Argentina es, contradictoria como todos los pueblos, pero original, única. Sólo el amor, como bien lo afirmó Max Scheler, permite a la inteligencia la comprensión cabal: ciego es el odio, no el amor. Y aquí hay genuino amor a la Patria, viril magnanimidad, espíritu de justicia: aristocracia en el sentido preciso de la palabra.

Por eso es particularmente necesario que este libro se difunda nuevamente entre nosotros. Los jóvenes de hoy deben aprender en él a juzgar con altura y con inteligencia; y deben comprender cabalmente que el Nacionalismo comporta indispensablemente el conocimiento de la Tradición, que es la estructura espiritual de la Nación, su íntima esencia, en nuestro caso griega y romana, cristiana y europea. La Argentina es esa cultura, plasmada por las razas de España y trasladada al ámbito virgen y gigantesco de América –por obra de nuestros antepasados– en la que quizás es la más admirable de las empresas nacionales realizadas en el curso de la Historia.

Y la Argentina es también la suma de virtudes y de vicios, de aciertos y de errores, de consecuencias necesarias y casuales que nos han dado por fin este conglomerado aún informe que somos hoy, compuesto paradójico de libertad y de convencionalismos, tan excesivos la una como los otros. La Argentina es Europa, racial y culturalmente, y a fuerza de serlo (de ser la suma de las naciones europeas, de ser la Europa unida que la rigidez de los particularismos impide concretar allí), somos una experiencia nueva y original. El proceso de formación nacional siguió un ritmo natural y conveniente, con sus lógicas vicisitudes, en los trescientos dieciséis años que van desde la fundación de Buenos Aires por don Pedro de Mendoza hasta la caída de Rosas; y a partir de entonces, el utopismo fanático tan característico de los ideólogos liberales produjo una brusca aceleración y desvío del proceso. El país volvió a desdibujarse mientras se enriquecía de golpe pero efímeramente en el callejón sin salida de una economía colonial. Aquí se careció del sólido pragmatismo, de la útil hipocresía de los anglosajones, tan capaces para actuar en abierta contradicción de los principios que proclaman. Nuestra clase dirigente (los Alberdis, Sarmientos y Mitres), ingenua y presuntuosa, vendió con inconsciente despreocupación por un plato de lentejas la primogenitura del país. Y ahora hemos acabado de comernos las lentejas.

Del enérgico y optimista macaneo de nuestros abuelos nos queda en definitiva algo bueno, que es la calidad de nuestra población. Pero si bien la Argentina es cultural, étnica y geográficamente formidable, no somos, como debiéramos, una nación-potencia sino una nación perpetuamente en potencia. Y ello por culpa de nuestros defectos primordiales que son la carencia de una suficiente conciencia nacional y, consecuentemente, el frenesí de los egoísmos individuales, ciegos hasta para la consideración de su propia conveniencia cuando ella no es inmediata. De este círculo vicioso no se sale si no es con una autoridad justa y férrea que, en ejercicio de su función docente, enseñe coercitivamente la unión y el patriotismo como antes se enseñó el humanitarismo sentimental y el hedonismo egoísta.

Para lo cual es condición necesaria que la «buena gente» –que abunda aquí aunque a menudo no lo parezca– siga el ejemplo y la doctrina de Carlos Ibarguren, despojándose a tiempo de los prejuicios liberales, de la estúpida idolatría de las instituciones. Cuando los hombres buenos y capaces queden liberados de los condicionamientos, tomarán por fin conciencia de la solución, de la solución única y universal, presente desde el origen de los tiempos, evidente, fácil e inédita: la Revolución Nacionalista.

Buenos Aires, julio de 1975.

* Estudio Preliminar a la 2a edición de «La inquietud de esta hora» de Carlos Ibarguren, en «Carlos Ibarguren», Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, T° VI – Ediciones Dictio – 1975. La 1ª edición fue publicada en 1934.

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