«La Cuarta Guerra» - Aníbal D’Angelo Rodríguez (1927-2015)
A los historiadores del futuro
les costará creer la creación de la patria de los judíos mediante un
procedimiento que contrariaba todas las normas que los dueños del mundo decían
respetar y que habían sido expresamente presentadas como objetivo de guerra en
la Carta del Atlántico, en 1940 («compromiso
de que no habrá cambios territoriales que no coincidan con los deseos
libremente expresados de los pueblos afectados»).
Pero este conflicto es el
central sólo desde el punto de vista de las situaciones de poder y las amenazas
bélicas. Si se lo quiere entender más profundamente, entonces engancha –de una
manera misteriosa– con el otro conflicto latente, con la cuarta guerra
religiosa.
Es, en verdad, digno de asombro
que en esta situación del mundo el mayor centro de tensión esté ubicado desde
hace años justamente en el escenario de todos los acontecimientos importantes
(pasados y futuros) de la fe cristiana. Y que, además de esa batalla, la otra
en gestión, la guerra religiosa, tenga tanto que ver con esa misma fe, sólo que
aquí la escena es mundial, de Madrid a Timor, de Holanda a Buenos Aires.
Pero ¿tendrá lugar esa Cuarta
Guerra que anunciamos? La voluntad de hacerla, por parte de nuestros enemigos,
es evidente e indudable. Sin embargo, por parte de la Iglesia (hay que hablar
de la «Iglesia real» como se hablaba
del «socialismo real») pareciera no
haber conciencia de esa voluntad.
Centenares o miles de clérigos y
obispos, por todo el mundo, tratan de ignorar los ataques, de contemporizar con
los agresores y –en los casos más graves– de adoptar los argumentos y el
lenguaje de nuestros enemigos para minimizar o para hacer desaparecer el
conflicto.
La «tradición» de Lammenais y de
los modernistas, de todos aquellos que han querido «santificar» el mundo
moderno tal como es, ha encontrado ancho
cauce en el «progresismo» actual, en su búsqueda del «lado bueno» de los
principios del enemigo. Tarea a primera vista fácil: basta recordar los
millones de personas salvadas por las vacunas, la conveniencia –en una sociedad
que ya no es mayoritariamente cristiana– del principio de tolerancia, las
ventajas de un cuidadoso andamiaje de derechos para proteger a los hombres de
la injusticia, etc.
El problema es, precisamente «la
segunda vista», una visión más profunda de los problemas implicados en la
convivencia humana tal como se organiza a partir de la modernidad. ¿Quién puede
preferir la esclavitud a la libertad, quién puede oponerse a la igualdad de los
hombres ante la ley, quién argumentará contra la conciencia de la hermandad de
todos los hombres por encima de sus diferencias?
Éstas –y muchas preguntas
parecidas– pueden contestarse tan solo con una visión más seria, que al mismo tiempo
tome nota de los datos de la realidad (de la «modernidad real» así como se hablaba del «socialismo real» y hemos mencionado la «Iglesia real»). Porque los progresistas hablan hoy, en el siglo
XXI, con el mismo lenguaje (o parecido) al que usaban en el siglo XVIII. Y en
el medio está el siglo XX, con la experiencia del fracaso absoluto de los
programas, de las consignas y de las experiencias basadas en lo predicado en el
XVIII y el XIX.
Ya se han probado todas las
hermosas promesas de aquel entonces, y han demostrado que cuando se convertían
de promesas en realidades sufrían una involución atípica y las bellas mariposas
devenían horribles gusanos babosos.
¿Qué podría tener de malo, para
el hombre común, una humanidad edificada como tal en torno a la absoluta
igualdad socio-económica de todos los hombres y la supresión de las injustas
diferencias basadas en la herencia y el dinero atesorado para uno sólo? Se
aplicó y terminó en una pesadilla de gulags, nomenklaturas y disidentes
internados en psiquiátricos. ¿Habría algo, entonces, más maravilloso que una
humanidad edificada en torno de sus derechos, en la defensa circunstanciada de
sus libertades, libertades a las cuales se retiraba todo límite?
Se probó y resulta ser una
pesadilla de seres sin raíces y sin razones para vivir, errando en busca de la
más entontecedora diversión o de la última sustancia que asegura un paraíso que
dura unos pocos minutos.
Cuando todos los hombres
inteligentes que sobreviven en el mundo moderno reconocen la crisis de la
modernidad, cuando otros no encuentran modo alguna de expresar esa crisis y
acuden a la idea de «posmodernidad» (que es otra forma de decir lo mismo) en
ese preciso momento clérigos ramplones y obispos que han perdido el valor junto
con la fe intentan justificar y hacer el elogio del mundo moderno. Pero éste no
se conforma con rendiciones parciales y proseguirá su guerra hasta erradicar el
último vestigio de cristianismo en serio, el del Cristo Redentor, el del Hijo
de Dios hecho hombre para nuestra salvación.
Los frentes de batalla
Tres son los frentes de batalla
que ha abierto el enemigo: familia, vida y educación. Como ha conseguido llevar
casi todas las patrias al nivel de divisiones administrativas de la humanidad
globalizada (y –como máximo– a dueñas de camisetas de distinto color en las
justas deportivas), queda la familia como único reducto de una vida compartida,
de una vida fundada en el amor. Un formidable esfuerzo se dirige entonces a
suprimirla, a romperla, a hacerla un momento fugaz en la vida del todopoderoso
individuo. Y se acumulan divorcios (el último, el «divorcio express» español ha
producido, en un año, un incremento del 80% en las separaciones) y se hace
escarnio del único matrimonio real (un hombre, una mujer, una voluntad de vivir
siempre juntos y de procrear hijos) comparándolo con formas caricaturescas de
obligada esterilidad.
¿Por qué –podría preguntarse–
instala el mundo moderno otro de los campos de batalla en la cuestión de la
vida: aborto, eutanasia? No parece clara la razón de esta elección en un tema
en que el instinto de vida de todo hombre y de toda mujer lo pone a favor, en
principio, de conservar y no de suprimir la vida. Y sin embargo este es uno de
los temas en que mayores «éxitos» cosecha la progresía.
En la mayor parte del mundo
occidental se han dictado leyes que autorizan el asesinato de los hijos no
nacidos y el pago por el Estado de esos crímenes rituales. Aquí hay una cierta
incógnita que más adelante intentaremos develar.
El último y quizás más
importante campo de batalla es la educación. Pero no minimicemos esta cuestión
reduciéndola al ámbito de las instituciones que tienen a su cargo lo que hoy se
entiende por educación. Ésta no consiste simplemente en edificios donde se
transmiten conocimientos y técnicas. Educación es, ante todo, el vasto esfuerzo
que hace una sociedad –toda sociedad– para transmitir verticalmente (de
generación en generación) y horizontalmente (entre los que viven juntos, los
que conviven en un momento) sus ideas del bien y del mal y el sentido de la vida
humana. Más los conocimientos, técnicas y métodos para sobrevivir y prosperar.
Cada sociedad, cada época, tiene
sus instrumentos de transmisión que van desde las tradiciones conservadas por
el hechicero de la tribu hasta las
Iglesias y los medios de difusión.
La que educa es siempre la
sociedad, por medio de los instrumentos de transmisión de que dispone. Por eso
la batalla más profunda entre Iglesia y mundo moderno es ésta. Aquí se juega la
formación de las nuevas generaciones y el lenguaje que usaremos todas, las
nuevas y las viejas. Pequeños colegios católicos hacen una obra digna de
admiración y de encomio para mantener en la fe a sus educandos. Pero estos –ay–
viven en una sociedad que en las 18 horas que los alumnos no están en el
Colegio les transmite no simplemente
otros principios sino principios radicalmente opuestos, les informa cómo y
cuánto quiere, les llena los ojos de imágenes placenteras de un mundo que para
la mayoría solo existe en el papel o en la pantalla. Y así, enseñando sin
enseñar (formalmente), los moldea a su imagen y semejanza.
Cuando ese buen Colegio que
imaginamos encuentra un eco inteligente en la familia, entonces no todo está
perdido. Así se pueden formar lo que hoy hay que formar: rebeldes y
revolucionarios en lucha contra el enfangado mundo de la progresía.
Cuando el Colegio, en cambio,
trabaja solo, sucede lo que se lee a cada rato en las entrevistas a modelos y
otros exponentes del actual jet set (entrevistas que tengo la paciencia de leer
con cuidado, pues son un excelente muestrario del estado de nuestra sociedad).
Señoritas desprejuiciadas en busca de un escenario para lucir las
protuberancias que Dios les ha dado (y la gimnasia y la cirugía han
incrementado) y que relatan su paso por Colegios católicos, un paso que no les
ha dejado la más mínima huella. Los Colegios católicos no pueden, claro, hacer
milagros. Y por desgracia, en general se proponen menos, mucho menos. Muchísimo
menos.
Pero todas estas batallas
esconden una sola, son polifacéticas esquinas de un solo propósito. La guerra es por el acceso a las almas.
Ya se cayó la ficción de un Estado neutral y laico que dejaba a cada cual
elegir su religión y su estilo de vida. Esa careta cayó hace rato. El Estado
progresista es ahora beligerante y quiere teñir toda la sociedad de sus colores
para que la educación formal pase a ser asunto sólo de él. Programas, textos y
materias obligatorias acotan día a día el espacio de los Colegios católicos.
Pero lo que más los acota es la dificultad de contar con profesores que quieran
enseñar una cosa distinta a la ideología progresista (lo que explica en EEUU la
aparición del fenómeno del «homeschooling»
es decir las familias que se resisten a dejar adoctrinar a sus hijos y los
educan en su casa).
Y todo esto, insisto, no es más
que un reflejo de la verdadera madre de las batallas: qué clase de hombre
estamos formando en las aulas, en las pantallas y en las páginas de diarios y
revistas. La progresía apunta –ya lo dijimos– a un individuo autónomo, que no
desciende de nada ni va a ninguna parte, cuya vida debería ser una aventura que
«se hace al andar». Lo que consiguen,
claro, es mucho menos: un consumidor ávido de sensaciones y sin obligaciones
para con nadie. De allí la apuesta a la cultura de la muerte. Tener un hijo,
aún no querido, y darle amor es un
compromiso y un sacrificio, palabras prohibidas en la neoparla progresista.
Cuidar a un viejo en sus últimos días es
un esfuerzo y una responsabilidad y ningún moderno quiere esas cosas.
La colosal batalla en trámite,
entonces, versa en rigor sobre esto: quién moldeará el mundo de mañana, quién
dará a los hombres razones para vivir. O sinrazones. El mundo (al menos el occidental
que fue cristiano) está hoy en manos de ellos; la Iglesia de Dios, la de
quienes creen en serio en Cristo, se retira día a día perdiendo territorios,
hombres, influencias. Sin embargo –contra toda esperanza– quedan también
hombres, sacerdotes y obispos que resisten. Queda una cabeza de la Iglesia que de día en día da
muestras de tener en claro cuál es el momento que vivimos[1].
Quedan miles de familias que viven como cristianas en un mundo que ha
dejado de serlo. El enemigo no lo ignora y hacia ellas dirige su ofensiva. Pero
Dios pesa en altas balanzas de Cristal
el destino del mundo. A Él sea dada la Gloria y el Honor.
* Publicado en la Revista «Cabildo», Abril de 2006, Tercera época, Año VI, N° 55, pp. 29-31.
[1] Advierta el lector, en cuanto a esta última afirmación respecta, la fecha de publicación del artículo (Nota de «Decíamos ayer...»).
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