«El nuevo Adán y la nueva humanidad» - Johannes Pinsk (1891-1957)

Con la presente publicación, «Decíamos Ayer...» desea a sus lectores una muy feliz y santa Pascua de Resurrección.

La fe en la Resurrección de Nuestro Señor no se agota en lo que conocemos y confesamos: Jesús de Nazaret, nacido de María Virgen, crucificado y muerto bajo Poncio Pilato, enterrado en el Gólgota, en el sepulcro de José de Arimatea, sale vivo, al tercer día, de este mismo sepulcro, con el mismo cuerpo con que fue clavado en la Cruz.

En  efecto, este acontecimiento terminantemente categórico e histórico es, en su realidad, de tanto fundamento para la actual predicación cristiana, que toda disertación sobre Cristo queda sin sentido y toda la fe en Él pierde valor si no ha resucitado. La total existencia cristiana queda nula sin la Resurrección del Señor, porque se basa en esencia en la remisión del pecado, y no se habrá dado tal cosa si el cuerpo humano de Cristo ha continuado en la muerte y en el sepulcro. Así, sobra la fe cristiana sin la perseverancia creyente en la Resurrección; así, no es posible el cristiano sin Cristo Resucitado.

Esto se ha de mantener como medida crítica, sin ninguna limitación, para poder diferenciar la fe cristiana y el verdadero credo cristiano de toda copia y deformidad humana.

Pero el cuerpo de Cristo, esta figura material en la que se cumplió, próxima e inmediatamente, el proceso de la Resurrección, se intercaló, por su origen en Adán, en el género humano –descendencia de Adán– tan totalmente, que la rehabilitación y el ímpetu humanamente inconcebible de una nueva vida debían condensar en Él toda otra vida en el género humano, y arrastrar al nuevo plano de la vida.

 Y aquí, en verdad, está el punto en  el que se decide la pureza de nuestra fe de Resurrección. Si esta fe nos conduce a un suceso histórico, aislado, aunque tan maravilloso, queda deficiente e infructuosa, aun cuando este suceso sea afirmado completamente. En conjunto será puesta en duda. Más bien es así: si no hay resurrección de los muertos para la humanidad entera, entonces tampoco ha resucitado Cristo. Este es en todo caso el curso del pensamiento de San Pablo en el capítulo 15 de la 1ª Epístola a los Corintios, desde el versículo 12 en adelante: «Si los muertos no resucitan, entonces tampoco resucitó Cristo».

De tal manera, la fe en la Resurrección solamente llega a la perfección en la fe en nuestra propia Resurrección corporal. El destino de Cristo se cumple en su pueblo, cuya existencia la basó Él en su Resurrección. Él, que ha ingresado en la humanidad como hijo de Adán, ha llegado a ser en su resurrección el segundo Adán, es decir, el tronco de la nueva humanidad.

Si la calificación de Cristo como segundo Adán es usada muchas veces por San Pablo y cumplida en detalle, debe tener un significado; éste, entonces, sólo puede descansar en el hecho de que la humanidad ha experimentado en Cristo una nueva composición, una nueva acuñación, que la diferencia, esencialmente, de aquella humanidad que se manifestaba en Adán, el primer hombre. Por su nacimiento de una madre humana ha llegado a ser Jesús descendiente de Adán, y, en verdad, Él ha aceptado a la humanidad en el estado que Adán había provocado con su pecado. En tanto permanecía en este orden de humanidad no podía Él mismo llegar a ser Adán, el tronco; quedaba sólo como un miembro más en la larga línea de la descendencia humana que venía desde Adán.

La Resurrección, sin embargo, trae consigo una valiosa renovación de la humanidad. Porque no es la vieja vida humana, que fue abandonada a la muerte en la Cruz, la que reaparece en el Cuerpo Resucitado, de la misma manera, por ejemplo, que la vida vieja volvía otra vez en el resucitado Lázaro o en el adolescente de Naím. En la Resurrección de Cristo ocurre algo totalmente distinto. La vida vieja que, también para Cristo, fue formada ya en Adán, y de quien Él la había aceptado, es deshecha de una vez para siempre por el Hijo de Dios. Él no vuelve a buscar su humanidad. En verdad, subsiste la identidad del Cuerpo Resucitado con el Cuerpo Crucificado, como lo atestiguan las heridas conservadas, pero la vida que llena la humanidad de Resucitado es una vida enteramente nueva, sin ninguna relación biológica ya con Adán.

Esta nueva calidad muestra, ante todo, que cada vida vinculada a Adán lleva en sí la muerte, pero el Cuerpo Resucitado de Cristo es incapaz de morir. Con esto está conseguida la perfección de la vida humana. En esta perfección no hay que ver que lo humano sea sencillamente conducido y transformado en vida divina, imposibilidad intrínseca, puesto que ello significaría la supresión de la diferencia entre Dios y el hombre. La humanidad de Cristo no se ha perfeccionado a través de la Resurrección, en sí, en su propio género, mediante una relación más íntima con la Segunda Persona divina. Esta perfección se traduce en el hecho de que la vida humana en Cristo Resucitado es elevada a una tal abundancia y poderío, que no puede perecer ya.

Con ello llega a ser la Resurrección de Cristo el punto más elevado y nunca superado de la creación de la humanidad. Cristo Resucitado, y sólo Él, es el hombre perfecto por antonomasia. Únicamente en Él se pone de manifiesto en la fe lo que redención cristiana, salvación cristiana, significa para el hombre.

Podrá no creerse que así haya sucedido realmente. Hay, sin embargo, una cosa innegable, y es que la existencia humana no puede llegar a ser concebida de una manera mejor y más perfecta que como se nos presenta en Cristo Resucitado. Para comprenderlo no es precisa la fe. Basta para ello un tacto fino para las distintas calidades de la vida. Ha de saberse sentir lo que con la vida se quiere decir, lo que la vida encierra en sí de principios y promesas. Ninguna vida anhela la caducidad, la perdición, el ser arrojada a la nada. Por el contrario, toda vida, en tanto que es vida, impulsa hacia una evolución infinita, hacia la eternidad. Este es el proceso mediante el cual se identifica un fenómeno como vida.

Esta comprensión de la vida, que es un don natural, según mi criterio, conduce al arte de gustar y percibir la vida en sus distintas calidades. De ello resulta con todas sus consecuencias que la perfección de la vida descansa en el punto en que es inmortal. La cuestión de si existe una tal perfección de la vida en el dominio de lo humano, pudiera quedar en suspenso por el momento. Es decisivo que se reconozca que sólo la vida inmortal puede valer como perfección de vida.

Nuestra fe pascual nos hace ver esta perfección de la vida en la Resurrección de Cristo. Pero no sólo en Él. Cristo no es ningún solitario en esta vida; ha llegado a ser tronco originario en ésta y para esta vida. Por Él se forma la nueva humanidad, a la que comunica el hálito de Su nueva vida, Su Pneuma, no en forma de procreación biológica, sino a través de aquellas ceremonias simbólicas que llamamos Sacramentos. Del Bautismo, Confirmación y Eucaristía surge la nueva humanidad, la Cristiandad, exteriormente vinculada todavía a la apariencia del Adán Viejo, pero, sin embargo, íntimamente llena de la energía vital de la inmortalidad del Nuevo Adán. Porque la muerte física no extingue la existencia cristiana, sino que prepara aquel estado corporal en el que nosotros somos conformados a semejanza de la magnificencia del Cuerpo de Resurrección.

La Resurrección de Cristo es el vencimiento de la muerte, no sólo para Su Humanidad, sino para el género humano entero. En esto, ante todo, se perfecciona la fe pascual cristiana. La envergadura total de esta fe pascual perfecta se manifiesta en una frase de la liturgia de la Iglesia Oriental: «Cristo ha resucitado y ningún muerto queda en el sepulcro». En esta perfecta fe pascual es salvado el mundo, y la victoria del Cristo, del Resucitado, se convierte en el triunfo de la Nueva Humanidad, cualquiera que sea su situación exterior.

* En «Hacia el centro», Patmos, Libros de Espiritualidad 15, Ediciones Rialp S.A., Madrid – 1952, págs. 59-65.

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