«Educación y destino» - Tomás D. Casares (1895-1976)

   Educar es no sólo preparar para la vida, sino también para la muerte, y para lo que haya tras la muerte; es colocar a un alma en la dirección de su destino. Esto de manejar destinos ajenos puede parecer una intromisión ilícita en lo que hay de más íntimo e inviolable en la vida humana, ya que el destino elegido se refleja sobre todos los actos de la vida, es como el molde en el que vaciamos nuestro ser, para que cuanto de él provenga –convicciones de la inteligencia, resoluciones voluntarias, alegrías y padecimientos– tome la forma ideal, arquetípica, que nos proponemos alcanzar. Alcanzarla es, precisamente, cumplir nuestro destino. Puede parecer intromisión, decía, porque el destino suele ser considerado como objeto de libre elección individual. Juzgándolo así, el laicismo propugna un sistema educacional que pase a la vera del problema del destino, que se limite a vitalizar todas las posibilidades espirituales de los niños sin acentuar ninguna, para que, llegada la edad del discernimiento, el niño deje de serlo ingresando en la virilidad mediante la elección de su destino.
   Hay en este respeto por la espontaneidad individual una grave confusión que lo invalida. La espontaneidad individual es respetable en todo aquello que puede ser libremente elegido sin que la elección afecte el ámbito del deber moral. No puede concebirse el derecho a elegir el deber. Esta paradoja, que contiene la substancia de todo anarquismo, está agazapada en el fondo de las doctrinas liberales, y es particularmente sensible en su teoría de la educación.
   ¿Puedo atribuirle libremente cualquier fin a mi vida y proceder en consecuencia, o tiene la vida un fin ante el cual debo arriar la enseña de mi arrogante libertad? Por de pronto, se adelanta a responder esta realidad social en medio de la cual vivimos y cuyo orden dilatado y complejo reposa sobre la punta de un principio: el principio de autoridad, en cuya virtud alguien tiene siempre el derecho de mandar y todos los demás el deber de obedecer. Si la autoridad no reposase en razones que son razones para todos, porque derivan de la Verdad, ¿en qué reposará? Cuando los hombres no obedecen por convicción, sólo puede hacerlos obedecer la fuerza. La consecuencia no le hace honor al liberalismo, siempre tan celoso de la libertad y la dignidad individuales; y, sin embargo, no hay manera de eludirla. Si soy dueño de la elección de mi destino, puesto que esa elección determinará, como decíamos, todos los actos de mi vida, debo ser dueño de vivir según los dictados de mi arbitrio y no conforme a los principios de una disciplina que me es impuesta desde fuera. Pero como el hombre es un animal social, según la definición del viejo Aristóteles, y no hay sociedad sin orden, ni orden sin autoridad, el liberalismo concederá la autoridad a quien sea señalado para ejercerla por la decisión del mayor número. Para embridar el capricho individual que él mismo había puesto en libertad so pretexto de exaltar la dignidad de la persona humana, el liberalismo debió recurrir a una fuerza infrahumana, la fuerza del número.
   Es que la vida humana, como todas las cosas, tiene una razón de ser que está sobre ella. El hombre no da a la vida un sentido; la vida impone al hombre su razón de ser, que no dejará de ser una razón valedera por el hecho de que los hombres suelan desconocerla o despreciarla. ¿Qué deber impone al hombre el hecho de vivir? El de perfeccionar lo que le distingue como hombre: el espíritu, que es inteligencia y voluntad. Al hombre le es posible dejar de serlo, exaltando todos los apetitos infrahumanos, le es posible porque tiene el pavoroso privilegio de ser libre; pero jamás encontrará ni la sombra de una razón válida para convertir esa posibilidad en un derecho, para afirmar que le es lícito sacrificar su dignidad humana. La vida le ha sido dada para que se esfuerce en ser hombre, es decir, inteligencia veraz y recta voluntad superlativamente. Hablar de un derecho a disponer de la propia vida con libertad, es hablar del derecho a que la inteligencia mienta y la voluntad se encanalle.
   Al través de las más distintas vocaciones y circunstancias exteriores, el destino supremo de todos los hombres es idéntico, la razón de ser de todas las vidas humanas es la misma: conocer la Verdad y practicar el Bien. Con este sentido y este alcance afirmábamos antes que el destino está en la línea del deber y no puede ser objeto de elección arbitraria.
   Nombramos en singular a la Verdad y al Bien para significar que se trata de lo que es verdadero y lo que es bueno respecto al supremo destino del hombre. Porque en esto una sola cosa importa saber, y es si Dios existe. Y si existe, una sola cosa importa hacer: amarlo y servirlo como a único Señor.

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   Somos súbditos de un reino que no es de este mundo. La vida no ha sido dada para poner en ella las esperanzas sino para alcanzar mediante ella una Esperanza que está más allá de la vida: la Esperanza que proviene de la Fe y enciende la Caridad.
   El sentido que atribuimos a los bienes de este mundo: el placer, el poder, la ciencia, la virtud, el honor, desaparece como devorado por el fuego cuando se considera la realidad invisible del Reino de Dios y su justicia, ante lo cual todo, absolutamente todo lo que no sea ella misma, es lo que en los Evangelios se llama «añadidura».
   En esta vida el Reino de Dios está «en medio de nosotros»; es la Iglesia, depositaria de la Revelación, y dispensadora de los Sacramentos por los cuales llega a nosotros la Gracia que sobrenaturaliza. Y está «dentro de nosotros»; es la perfección sobrenatural que significa ordenar todas las potencias de nuestro ser a la gloria de Dios, mediante el abandono de todo lo que somos y poseemos, en la voluntad de Dios; un dejar de ser para nosotros y en nosotros, y un ser en Dios y para Dios. Una y otra forma de este Reino son apenas un anuncio de la plenitud de su justicia: el Reino de los cielos, la beatitud de contemplar la gloria de Dios eternamente. Para este fin fuimos creados; ésta es la razón de ser de la vida del hombre sobre la tierra.
   Por eso al Estado que pretende monopolizar la enseñanza y laicizarla, pueden y deben disputarle la dirección del alma de los niños, en primer término, la Iglesia, cuya razón de ser es precisamente sobrenaturalizar la vida humana por la enseñanza de su fin supremo y la dispensación de la Gracia, sin la cual ese fin no puede ser alcanzado; luego, los padres, responsables inmediatos de la existencia de los hijos, y por lo tanto, responsables del destino de sus almas; y por fin, todos cuantos tienen la obligación de practicar la Caridad que es como decir todos los que han recibido por el bautismo el signo de cristianos.

* En «Revista Número», n° 2, febrero de 1930, p. 12.

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