Defecto de cultura filosófica y desorden intelectual
ROBERTO DE LAFERRÈRE (1900-1985)

  Nuestros filósofos políticos, cuyo pensamiento presidió la formación de nuestra nacionalidad, confundieron en todo tiempo progreso con sustitución. Ese error, de origen intelectual, que está en la raíz del liberalismo filosófico, incapaz siempre de distinguir la substancia de sus cualidades, ha sido funesto para el desarrollo de la personalidad nacional, condenándola, precisamente, a no desarrollarse y a dispersarse en la nada.
   La noción de progreso es inseparable de la de perfeccionamiento. Sólo progresa lo que se perfecciona en el sentido de lo que ya es. No se concibe un progreso que se opere en el vacío, en la nada o en lo inestable por naturaleza propia; no se concibe el progreso sin una substancia perdurable que sea su materia de operación. Su transmutación es, precisamente, lo contrario; es la conversión de una cosa en otra distinta.
    Rivadavia, Alberdi y Sarmiento, los tres ases de la mentalidad política argentina, maestros de cien discípulos que fueron caudillos y gobernantes, no se propusieron nunca el progreso del pueblo argentino, sino lo contrario: su transformación en otro pueblo distinto que, desde luego, no habría de ser español, ni hispano, ni latino, ni nada concreto y verdadero, con tradiciones, costumbres, ideales y alma propia. Lo que concibieron, a modo de esto, era una imagen confusa, sin caracteres nacionales claros, que para ellos representaba la esencia vaga de lo europeo, como si lo europeo se hubiera dado o hubiera podido darse alguna vez descaracterizado y amorfo en alguna parte de Europa.
  Lo nuestro, en cambio, lo español o, si se quiere, lo hispano, es decir, lo profundamente europeo que había en nosotros y que era todo nosotros, eso fue desdeñado y condenado a muerte. Las ideas francesas, inglesas o yanquis de los hombres de las luces no les permitía aceptar la realidad como era y quisieron transformarla en otra distinta y opuesta, utilizando, para esa operación de taumaturgos realizada por enanos, nada más que las ideas yanquis, inglesas y francesas que ninguno de los tres había comprendido, y cuyos padres originales jamás se hubieran propuesto destruir una nacionalidad para crear otra en su lugar.
    Los filósofos argentinos ignoraban que en cualquier orden de la vida ningún ser puede trocarse por sí mismo en otro distinto. Lo que es no puede dejar de ser lo que es, sino cuando se descompone y se destruye. Entonces tampoco puede ser ya otra cosa. Lo que muere no resucita jamás. Y en todos los órdenes del ser la pérdida de la unidad es la pérdida de la vida. Ni Rivadavia, ni Sarmiento, ni Alberdi supieron nunca en qué consistía el progreso. Para Alberdi, el ideal de un gaucho argentino era convertirse en un obrero inglés, cosa que, con admirable sagacidad, reconocía por imposible, aun en el término de cien años... Su odio a lo argentino, que él llamaba lo español para ser más lógico consigo mismo, lo llevó entonces a la idea de sustituir al gaucho con el obrero inglés, ya que transformarlo en esto directamente estaba fuera de sus posibilidades de legislador. Pero su inteligencia no le permitió ver que lo imposible en el orden individual éralo tanto más en el orden de la colectividad, y que si se sustituía en masa, mediante su famosa política inmigratoria, la población nativa del país dejaríamos precisamente de ser argentinos, que era de lo que se trataba. Proponiéndose lisa y llanamente la sustitución de un pueblo por gentes de otros pueblos diversos, entregando en una palabra el territorio nacional a las poblaciones extranjeras, creía sólidamente que estaba echando las bases de la argentinidad. Lo mismo había querido Rivadavia para curarnos de nuestra noble barbarie primitiva, tan fecundamente argentina, y tan rica de posibilidades auténticamente civilizadoras. Lo propio intentó Sarmiento importando rusos y polacos al mismo tiempo que los gorriones europeos.
   Proclamaron (los políticos de las luces), como ideal supremo, la Cultura, pronto convertida en ídolo de ellos; pero fueron los enemigos más irreductibles de una cultura nacional. A esta situación contradictoria los condujo, por un lado la ignorancia de lo que una cultura nuestra podía ser para subsistir, y por otro las exigencias de una política desatinada cuyo desarrollo los transformó en los detractores enconados de la realidad nacional. Y tales exigencias eran también compromisos con el extranjero, principalmente los ingleses, para quienes este país no debía ser una personalidad nacional, que surgiese con posibilidades de cultura propia, sino algo así como una colonia dependiente de Inglaterra, con funciones de vida puramente económica: un mercado.
   El rasgo original, la expresión de lo autóctono, era lo que debía eliminarse en la fisonomía espiritual del país. Comprendía, a la vez, lo español y lo criollo. Había que promover desde el origen un proceso de desintegración de las esencias y los valores tradicionales: en la estructura social, en la organización política, en el mundo de las costumbres, en los sentimientos religiosos, en el orden de los principios filosóficos que rigen la vida de la inteligencia. Eso era la Revolución para Moreno, para Monteagudo, para Rivadavia: un derrumbamiento. Sobre los escombros del pasado debía improvisarse apresuradamente el país futuro. Es decir, otro país, porque el futuro sería aquí la negación del pasado, no lo que lo continuase como desenvolvimiento natural.
    Nada tan pernicioso como este error inicial, que no destruyó el ser nacional en su principio porque las guerras civiles lo impidieron. El espíritu nacional sería susceptible de desarrollos culturales superiores si permaneciese leal a sí mismo. No podía consistir en otra cosa la cultura propia. El progreso supone tradición en la que tiene su punto de partida. Los unitarios adoptaron como punto de partida el odio a la tradición, porque era española, porque era nuestra. Así rompieron el proceso de perfeccionamiento en que consiste toda obra de cultura auténtica. La noción del progreso, aplicada a la historia, sólo expresa el desarrollo armonioso de un ser, de un pueblo que viene del pasado y cuya misión en el mundo consiste en transmitir su propia sustancia biológica y espiritual a través de las generaciones. Pero los unitarios querían cambiarlo todo por odio a España, lo que pronto se convirtió en odio al país propio. Y el cambio que ignora o prescinde de la tradición no es progreso, porque progresar es perfeccionarse en el sentido de lo que uno es; es continuar siendo lo que se era, pero mejor; es realizar las potencias que contiene uno en sí mismo, no en otro. Imaginar el progreso de un pueblo, de una cultura como algo distinto de su ser anterior es tan absurdo como imaginar el crecimiento material de una cosa como algo distinto de la cosa que crece. La tradición, lo tradicional en la vida de un pueblo son esas modalidades.
   Existía un pueblo argentino, constituido en unidad coherente, con alma propia y costumbres, tradiciones y modos de ser auténticamente nacionales. Pero ese pueblo tenía necesidades que su desarrollo industrial primitivo no le permitía satisfacer por sí mismo. Debía acudir, pues, a las industrias extranjeras.
   El espíritu patriota de Echeverría se angustiaba ante esta situación de dependencia industrial que, en sus disertaciones de la Asociación de Mayo, considera humillante. Urgía salir de ella. ¿Cómo? Pues trayendo al país capitales y brazos extranjeros.
    Nadie negará en ese espíritu patriotismo, pero sí lucidez. Los hechos demostrarían más tarde el error trágico de los que, invocando los intereses nacionales, se entregaron desatinadamente a esa política de llenar el país de extranjeros, con el pretexto de que necesitábamos brazos, y de entronizar entre nosotros poderes económicos también extraños, con el pretexto de que necesitábamos capitales.
    De este modo, y acaso para siempre, se sacrificó el ser nacional, en su existencia perdurable, a las necesidades de dos o tres generaciones impacientes por parecerse a los europeos. Los gobernantes argentinos que siguieron después de Caseros se inspiraron en el credo de los jóvenes improvisados en filósofos en 1837, y destruyeron la unidad étnica y moral del pueblo argentino. Los extranjeros siguieron socorriendo industrialmente nuestra mendicidad de necesitados, pero no ya desde Europa, sino metidos en nuestra propia casa.
    Faltaban brazos para aumentar la producción del país y obtener, por el trueque de los productos nuevos, los que le país no producía y necesitaba. Con los inmigrantes se introdujeron los brazos necesarios a la prosperidad del comercio exterior, de otro modo condenado a no desarrollarse vigorosamente y aun tal vez a languidecer o, por lo menos, a permanecer estacionado.
    Considerada en sí misma, la solución era excelente. Aplicado con moderación y con juicio hubiera resuelto muchos problemas económicos y financieros y aun otros relativos al progreso material del país, del cual dependía en cierto modo el mejoramiento de nuestro estado social, desde el punto de vista de las costumbres y de la forma de vivir, tan lamentablemente primitivas, bárbaras y miserables en aquellos días de abandono y desorganización. Los brazos extranjeros debían llenar una función económica vital y necesaria para los argentinos. De ahí que resultase legítima y altamente plausible la política encaminada a atraerlos, en la medida adecuada a nuestras necesidades. Pero nuestros gobiernos sólo vieron brazos en los inmigrantes, y eran algo más que eso; sólo vieron la función del trabajo productor que iban a cumplir entre nosotros, y cerraron los ojos a las otras realidades que también se introdujeron con estas gentes extrañas al país y llamadas a trastornarlo en su estructura fundamental, si llegaban en grandes muchedumbres, como se buscaba.
    Lo trastornaron antes de llegar. Los gobiernos subordinaron la concepción misma del país y del argentino, considerado como hombre y como ciudadano, a las condiciones de vida que se consideraron indispensables para atraer irresistiblemente a los brazos extranjeros; desde la política exterior, los derechos políticos, la soberanía territorial, el dominio de los ríos interiores, la especie y calidad de nuestras industrias, las tradiciones nacionales, las costumbres del pueblo, el concepto de la cultura propia, hasta las creencias fundamentales del país.

* En «El sentido de Buenos Aires», obra transcripta en «Roberto de Laferrère (Periodismo-Política-Historia)» de Carlos Ibarguren (h); EUDEBA – 1970, pp. 129-133.

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