Proyecto Nacional y Educación (fragmento)
JUAN CARLOS MONTIEL (1920-2008)

[...]
III.- El orden de la Creación.
No sólo en educación sino en muchos otros medios sigue estando penosamente de moda la pretensión de educar o incitar a que se actúe en función de la sinceridad, de la autenticidad, de lo que realiza personalmente. Nada que se quiera hacer con sinceridad, como vivo deseo, con buena intención debe ser reprimido porque la simple aceptación interna de lo que se desea como bueno, es buena en sí misma, con prescindencia de cualquier valoración objetiva. Hay que ser auténtico, hay que realizarse, y como lo que define mi autenticidad o mi realización personal no tiene necesariamente por qué ser igual a lo que los demás sienten como propio, cada uno de nosotros tiene en última instancia su propio proyecto de vida, su propia tabla de valores, su propia moral.
Esta actitud existencial es principalmente sostenida por las escuelas psicologistas en educación y por más extraño que parezca hay instituciones cuya metodología consiste fundamentalmente en procurar por todos los medios que los alumnos se expresen por las vías que ellos mismos consideren más aptas, y donde el trabajo del maestro reside en ayudarlos para que encuentren su propia vía, pero sin guiarlos, sin orientarlos, sin proponerles nada, simplemente alentando su desarrollo, bajo el supuesto de que si ese movimiento nace de una necesidad interior es bueno en sí mismo.
Sartre decía que «Il n’y a pas de nature humaine, parce qu’il n’y a pas de Dieu pour la concevoir» (No hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla).
El problema está planteado en esta frase en toda su gravedad; o existe una naturaleza humana y entonces toda la organización cultural no tiene más remedio que acomodarse a la misma o no existe y, entonces, del mismo modo que dada individuo tiene el derecho a realizar su propio proyecto humano, con su propia moral, con su propio destino escindido del de los demás, los estados tienen también el derecho a fijarse sus propios objetivos y subordinar el destino de los hombres a los propios, que es ni más ni menos lo que pasa en el estado marxista y en no pocos estados de los genéricamente llamados democráticos.
Por consiguiente, para poder moverse en el ámbito educativo, ¿es necesario partir de una declaración expresa de principios filosóficos respecto a esos temas fundamentales que hemos venido exponiendo? ¿Es indispensable que el Estado, que es quien fija las políticas educativas, se comprometa con determinada filosofía?
Evidentemente sí, por eso el documento de nuestro gobierno sobre planificación comienza con una serie de declaraciones previas sobre la naturaleza del hombre.
Porque el problema es muy simple. El bien de la sociedad, la felicidad de la sociedad, no es sino el bien de los individuos que la componen, la felicidad de sus integrantes. De modo que la educación, lo mismo que la economía, la política, etc., o son buenas  o no sirven. Esta afirmación, demasiado simple y al alcance del sentido común, es la fórmula de solución de tantos problemas complejos. ¿Y cómo se hace para que una educación sea humana? Restableciendo el orden natural.
Naturaleza es el conjunto de las cosas creadas, conjunto en el cual se encuentra comprendido el hombre. Esta creación es el resplandor emocionante de la perfección de Dios, es la expresión de Su omnipotencia y de Su sabiduría. Las leyes físicas, químicas o biológicas son las formulaciones científicas de lo que Dios ha querido sea el comportamiento de Su creación. En el mundo de lo inanimado o biológico los seres se comportan inexorablemente de acuerdo a lo querido por el Creador para sus criaturas. Cualquier ley física, como la de la gravedad, expresa la forma en que Dios dispuso que los cuerpos cayesen; las leyes biológicas de la herencia significan el mecanismo lleno de complicaciones con que Dios quiere que los caracteres de los padres se transmitan a los hijos, de modo que el trabajo incesante y continuado de los científicos consiste fundamentalmente en descubrir la voluntad expresa de Dios respecto a los seres creados. Los animales, aun los de conductas más complejas, como los insectos sociales, se comportan según esquemas inexorables, rígidos y estereotipados que significan la naturaleza propia de cada uno de ellos, naturaleza que es el pensamiento de Dios respecto de la especie. Por lo cual, la conducta de un animal en su medio natural siempre es perfecta, siempre es acabada, siempre conduce a un modelo perfecto que alaba a Dios porque son signos de su perfección y sabiduría.
Del mismo modo, Dios tiene su plan respecto al hombre, le da una naturaleza determinada, como a todos los demás seres, le ofrece un destino de felicidad en su propia contemplación, al sobreelevar su naturaleza por encima de toda la creación haciéndolo partícipe de la vida sobrenatural. Esa naturaleza humana creada, tiene además sus propias exigencias sociales queridas y previstas por Dios para ayudar a cada hombre a conseguir su fin. Dios ha querido que el hombre sea un ser social, que tenga una familia, que los distintos niveles sociales a los cuales pertenece, no sólo sean el medio solidario que le permite mejor proveer a sus necesidades, sino que además sean capaces de procurarle las condiciones sociales que toda persona necesita para desarrollarse plenamente y conseguir su fin último.
Todas las sociedades tradicionales cristianas terminaron por crear un contorno cultural en el que cada uno de sus integrantes tenía previstas sus necesidades religiosas, políticas, económicas, etc., de modo que cada uno de sus integrantes pudiera desarrollar sus potencialidades y de ese modo conseguir el fin exigido por su naturaleza.
Porque a diferencia de lo que pasa en la naturaleza de los animales, donde la carencia de racionalidad y de libertad y el hecho de agotarse la vida de cada individuo en su propio ciclo biológico, conduce inexorablemente a que el desarrollo de cada individuo lo conduzca necesariamente a configurar la perfección de su propia esencia, en el hombre, debido a la trascendencia querida por Dios para él mismo, ese desarrollo del individuo no es necesariamente perfectivo, sino que debe ser conducido libremente por cada individuo en el uso responsable de su propia libertad, para lo cual debe ser ayudado por lo que podríamos llamar en términos muy amplios, la educación. Esta educación, esta ayuda, que la sociedad le presta a cada individuo para que consiga una mejor realización de su propia naturaleza humana es absolutamente necesaria dada la fragilidad de cada individuo, dadas las carencias con que evolutivamente se maneja el hombre.
Hay pues un orden en la creación que se manifiesta en el esplendor de la ley natural y que desde toda la historia ha maravillado a quien se asoma a la contemplación de la naturaleza. Y hay un orden que abarca al hombre pleno que se expresa en el derecho natural que, como expresa Carlos Sacheri, «es lo que se le debe al hombre en virtud de su esencia» es decir, es el conjunto de derecho que cualquier persona tiene por el simple «hecho de ser hombre»[1], no importa su raza, religión, condición social, cultura, etc., porque son justamente expresión de la voluntad de Dios respecto de la naturaleza humana.
Estando, como están, estos derechos naturales directamente referidos a la esencia del hombre, su ejercicio conduce directamente a la perfección de su propia naturaleza. El derecho que todo individuo tiene a contar con una adecuada atención de su salud, a ser educado convenientemente, a integrar una familia donde cuente con la protección amorosa de sus padres, a poseer bienes en una justa proporción, a formar su propia familia, a educar libremente a sus hijos eligiendo los medios más adecuados, etc., son todos derechos que ayudan al hombre a convertirse en más humano, en realizar más acabadamente su destino humano, y por consiguiente, en conseguir crecientemente su propia felicidad.
«Sólo cuando los hombres observan en la práctica ese orden natural y son fieles a sí mismos, logran vivir humanamente, esto es, dignamente y en plenitud. Lo mismo vale para las sociedades humanas, según que respeten o no las exigencias de este orden esencial humano»[2].
Es pues fundamental tener en claro que teniendo la ley natural respecto a cada individuo un efecto perfectivo de su propia naturaleza en la medida en que lo hace más humano, y, al hacerlo, le permite conseguir su plenitud, la organización social en todos sus niveles debe estructurarse de manera de salvaguardar y favorecer el ejercicio pleno de ese derecho natural.
Sólo estas organizaciones sociales que sirven al hombre real, son auténticamente humanas. Sólo una escuela que sienta temor y reverencia por el destino sobrenatural de sus alumnos, es auténticamente humana. Sólo un arte que sirva de medio para enaltecerlo es digno del hombre. Porque cuando la educación o el arte se pervierten, producen eso que vemos hoy entre tanta juventud desquiciada y que bien puede llamarse su producto educativo.
¿Ustedes no se han preguntado por qué habitualmente y en todas partes del mundo el auditorio de esos extremos de moda de la música popular, la música beat, la música progresiva, está compuesto por seres en lo que la naturaleza humana parece progresivamente desaparecer para dejar paso a otra que tiene características comunes para todos los adeptos? ¿No se han preguntado por qué el adoctrinamiento marxista lleva a sus seguidores a límites de crueldad que nos cuesta entender?
O a la inversa, ¿por qué admitimos sin duda que la vida sana, en contacto con la naturaleza, es el medio que idealmente desearíamos para educar a nuestros hijos? ¿Por qué un campamento de chicos en la cordillera, salvando las diferencias, vale como un retiro espiritual?
Porque en un caso se procura directa o indirectamente la destrucción de la naturaleza humana, por ignorancia o por perversidad, mientras que en el otro se la ennoblece, se la reconoce y se la respeta.
[...]

* En «Actualidad de la Doctrina Social de la Iglesia», Ed. Abeledo – Perrot, Buenos Aires - 1980, pp. 270-275.



[1] El Orden natural, ed. I.P.S.A., Buenos Aires
[2] Op. cit., pág. 27.

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