El queso
GILBERT KEITH CHESTERTON (1874-1936)

A nuestro entrañable amigo el P. Carlos Biestro quien, con el fin de sobrevivir, resultó un gran degustador, admirador y conocedor de una innumerable variedad de quesos...

Mi obra próxima, que va a ver la luz en cinco volúmenes, titulada: «El olvido del queso en la literatura europea», es un trabajo de detalles tan sin precedentes y laboriosos que dudo poder vivir hasta terminarlo. Por lo tanto, séame permitido que algunos chorros de tan superabundante fuente inunden estas páginas. Y, sin embargo, no puedo aún explicar plenamente el olvido a que me refiero. Los poetas han guardado un misterioso silencio acerca del queso. Si mis recuerdo no fallan, Virgilio se refiere muchas veces al queso, pero con la forma restringida de los romanos. No se deja arrastrar por el queso. El único otro poeta que en este momento puedo recordar, y que parece haber demostrado alguna sensibilidad en este punto, fue el anónimo autor de esa rima infantil que dice: «Si todos los árboles fuesen pan y queso...» que, en realidad, constituye una gigantesca visión de gran glotonería. Si todos los árboles fuesen pan y queso, habría, en todas partes de Inglaterra en que he vivido, una gran tala. Despoblados y amplios bosques se debilitarían y se marchitarían ante mí tan rápidamente como corrían detrás de Orfeo. Exceptuando a Virgilio y a este poeta anónimo, no puedo recordar verso alguno sobre el queso. Sin embargo, tiene todas las cualidades que requiere la poesía exaltada. Es una palabra corta y fuerte, rima con «divieso» y «seso» (un punto esencial); siendo de sonido enfático, está admitido hasta por la civilización de las ciudades modernas. Por cuanto sus habitantes, sin otra intención aparente que el énfasis, dirán: «¡Qué queso!» o «Démonos al queso...». La substancia en sí es imaginativa. Es antigua, algunas veces en casos individuales, siempre en el tipo y las costumbres. Es simple, siendo un derivado directo de la leche, que es una de las bebidas ancestrales, que no se corrompen fácilmente con el agua gaseosa. Creo que saben (por cuanto yo mismo acabo de pensar en ello) que los ríos del paraíso terrenal fueron de leche, agua, vino y cerveza. Las aguas gaseosas aparecieron inmediatamente después del pecado original.
Pero el queso tiene otra cualidad que es el alma misma de los cantos. Una vez, dando conferencias, hice una gira estrafalaria a través de Inglaterra, una gira de tipo tan original y hasta ilógico, que me vi precisado cuatro días sucesivos a tomar mi almuerzo en cuatro posadas situadas junto a caminos vecinales en cuatro condados diferentes. En cada una de esas posadas no tenían otra cosa que pan y queso, y no puedo imaginarme por qué un hombre puede desear más que pan y queso, si puede hallar bastante cantidad de ambos. En cada posada el queso era bueno, en cada posada el queso era diferente. Había un noble queso de Wensleydale en York-shire, un queso de Cheshire en Chesire y así sucesivamente. Y llegamos al lugar en el cual la verdadera civilización poética difiere de esa vil civilización mecanizada que nos esclaviza a todos. Las malas costumbres son universales y rígidas, como el militarismo moderno. Las buenas costumbres son universales y variadas, como la caballerosidad innata y la autodefensa. La buena y la mala civilización nos cubren como un pabellón, y nos protegen de todo lo que viene de afuera. Pero una buena civilización nos da sombra libremente como un árbol, variada y complaciente porque es viviente. Una mala civilización se yergue y se hinca como una sombrilla, de molde artificial y matemático; no solamente universal sino uniforme. Y así es también el contraste de la substancia que varía y de la substancia que permanece igual sin tener en cuenta el lugar donde penetra. Por una sabia sentencia del destino los hombres fueron condenados a comer queso, pero no el mismo queso. Siendo realmente universal, varía en cada valle. Pero si, por ejemplo, comparamos el queso con el jabón (una substancia vastamente inferior), veremos que el jabón tiende cada vez más a ser la marca de Brown o de Smith, enviada automáticamente por todo el mundo. Si el Gran Lama tiene jabón, es jabón marca Brown. No hay nada de sutileza budista, nada de tiernamente tibetiano en su jabón. Me imagino que el Gran Lama no come queso (no se lo merece), pero si lo come, probablemente se trata de un queso local que tiene una verdadera relación con su vida y su punto de vista. Fósforos, conservas alimenticias, medicinas patentadas son enviados por todas partes; pero no se producen en todo el mundo. Por lo tanto, hay en ellos una identidad oscura, nunca ese suave juego de pequeñas variaciones que existe entre las cosas producidas en todas las partes de la tierra, de todas clases de leche, o de las frutas de los huertos. Se puede obtener un whisky con soda en cualquier punto ínfimo del imperio; y ese es el motivo por el que tantos constructores de imperios se enloquecen. Los alrededores se gustan y se palpan mejor en la sidra de Devonshire o en las uvas del Rhin. El acto sagrado de comer queso nos acerca más a la naturaleza que una pincelada de un genio indefinido.
Después de haber realizado mi peregrinación por las cuatro posadas situadas en caminos vecinales llegué a una ciudad grande y moderna, y allí, procediendo con gran rapidez y completa inconsecuencia, me fui a un restaurante muy complicado, donde sabía que me darían muchas otras cosas además de pan y queso. Bien es verdad que también me pudieron dar esto; o, por lo menos, esperé que me lo diesen; pero me recordaron agudamente que había dejado a Inglaterra detrás de mí y que había entrado en Babilonia. El camarero me trajo queso, pero era un queso cortado en despreciables pedacitos; y el hecho más horrible consistió en que me trajo bizcochos en lugar del pan cristiano. ¡Bizcochos –para alguien que ha comido el queso en nuestras grandes campiñas–! ¡Bizcochos, para alguien que ha vuelto a probar la santidad de los antiguos esponsales del pan y del queso! Me dirigí al camarero con cálidas y conmovedoras palabras. Le pregunté quién era él para separar lo que la humanidad había unido. Le pregunté si, como artista, no sentía que una substancia sólida, pero dócil como el queso, armonizaba naturalmente con el pan; comerlo con bizcochos era como comerlo en trozos de pizarra. Le pregunté si, cuando rezaba el Padrenuestro, era tan arrogante que pedía bizcochos. Me dio, en general, a comprender que estaba obedeciendo las costumbres de la sociedad moderna. Y, por lo tanto, he decidido elevar mi voz, no contra el camarero, sino en contra de la sociedad moderna, para evitar este enorme mal moderno y sin par.

* En «Alarmas y Digresiones», Espasa-Calpe Argentina, Buenos Aires – México; Colección Austral; 2ª edición, 1947; págs. 45-48.

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