Los traidores al desnudo
RAMÓN DOLL (1896 - 1970)

Este libro[1] de una lógica documental a prueba de bomba, ha tenido la virtud de entrar por los ojos y los oídos en un medio que ya parecía haber perdido la facultad de reaccionar por reflejos patrióticos y en un momento en que el país vive aturdido por el homenaje a Sarmiento.
Para no hacer una reseña del libro, diremos que Font Ezcurra reconstruye en cinco capítulos, que son cada uno una verdadera lápida contra los desterrados unitarios, la situación de nuestro país durante la década que comenzara hace justamente un siglo[2].
La Argentina rodeada por una conjuración internacional, en la que cuentan simultánea o consecutivamente Francia, Inglaterra, la Confederación peruanoboliviana, Brasil y Chile. Y alentando, estimulando e inspirando, cada una de esas intervenciones diplomáticas o armadas, un traidor, un intrigante o un libelista, que pluma en mano ofrecía a los extranjeros los más jugosos trozos de la soberanía. Es la Comisión Argentina en Montevideo, «tristemente célebre» como dice Font Ezcurra, y formada por los Florencio Varela, los Valentín Alsina, los Salvador María del Carril, quienes lograron el conflicto con Francia e intentaron desesperadamente que el conflicto no tuviera arreglo.
Es en Chile, la otra Comisión Argentina, donde figuran el general Las Heras, Domingo Faustino Sarmiento, José L. Calle. Sarmiento, que aparece en este capítulo II del libro en toda su delirante desfachatez y en una campaña periodística, «el educador», «el genio pragmático», de Ricardo Rojas, «el sembrador» y «hombre de honradez segura» de Octavio Amadeo, decía: «¿Qué puede hacer el gobierno de Buenos Aires con el estrecho de Magallanes?». Por su parte, la Comisión Argentina, por intermedio de José L. Calle, demostraba que San Juan y Mendoza eran chilenas.
Es, por fin, Florencio Varela. Por sus tratos con nuestro enemigo tradicional, Brasil, y sus relaciones con Abrantes, pudimos perder Ente Ríos y Corrientes, si hubiesen tenido éxito sus gestiones.
Frente a todas estas tentativas criminales, Font Ezcurra presenta a Juan Manuel de Rosas y a su esclarecido ministro Felipe Arana, elaborando con tino, con parsimonia, con mesura, la fina urdimbre de la nacionalidad, tejiendo y retejiendo la tela, allí donde entre los unitarios y los enemigos la hubieren desgarrado. Por otro lado, el autor exhibe también la obra del Restaurador, en cuanto logró por una larga y paciente tarea de pacificación política la cohesión del país, por medio del Pacto del Litoral.
Destreza suma demostró Font Ezcurra al componer su libro; no hay una afirmación sin la correspondiente prueba que emerge siempre del propio inculpado; cada documento de los «gloriosos desterrados», esos que merecieron todo un tomo de la historia literaria de Ricardo Rojas, errantes, pálidos y románticos peregrinos (todos vivieron bien sin embargo en el destierro y recibieron dinero; unos se casaron con mujeres ricas, otros murieron a manos de maridos engañados, lo que prueba que la preocupación de los déspotas no los absorbía del todo); cada documento, vuelvo a repetir, salido de la pluma de los «proscriptos» se vuelve contra su mismo autor como un terrible boomerang. Font Ezcurra ensambló las piezas con tal justeza que este libro ha corrido ya por toda la República aunque cuidadosamente silenciado por los sostenedores y mantenedores de la Historia oficial. Mejor dicho, mantenidos.
¿Es cierto que los «proscriptos» de Ricardo Rojas eran los hombres más inteligentes, los optimates, los miembros más conspicuos de las clases cultas? Así se viene diciendo para contraponerlo al caudillo silvestre, al empirismo de la política rosista, a la barbarie gaucha... He aquí uno de los tantos mitos de nuestra Historia. Los «proscriptos» no parecen ser, no son de ninguna manera inteligentes y sí intelectuales, que no es precisamente lo mismo. Constituyeron esa clase de gente semiilustrada, semiletrada, generalmente de destino frustrado, que puede ser un regular periodista o un mediocre literato en el imperio de habla hispánica. Tal gente suele desarraigarse fácilmente, pues como vive allí donde tenga una pluma y una plana en blanco que llenar, se cambia de país con mucha más comodidad que un propietario, un industrial y hasta un obrero mismo. La literatura del siglo anterior hizo la leyenda del «pan amargo del destierro». Sarmiento protegido por Montt que incluso pudo viajar a Europa es, mutatis mutandis, el caso de Aníbal Ponce en nuestros días que, «perseguido por la reacción», murió en Méjico ahíto de cátedras y prebendas de la Universidad y el Gobierno. El aventurero Francisco Miranda, rentado a libras de oro toda su vida por Inglaterra, hace desconfiar la frase del «pan amargo del destierro».
Nada deforma tanto la mentalidad de un semiletrado como el destierro; y si vuelve al país y toma el comando de la nación, todas las calamidades son posibles. Rusia desde 1917 y nosotros desde 1852 hemos tenido la misma desgracia, es decir, caer en manos de un equipo de desterrados intelectuales con terribles aberraciones para actuar en política.
El intelectual desterrado termina por perder el sentido de la realidad nacional; la patria se desdibuja en lejanía y su variedad fenoménica se eclipsa entre las brumas de alguna teoría o sistema filosófico de moda. Las ideas particulares se esfuman y son substituidas por ideas generales, en lugar de directivas para encauzar lo inmediato, inspiradas en la sensibilidad de intereses nacionales, locales. El desterrado se llena la cabeza de abstracciones; y fue así como los unitarios entendieron con fe de carboneros el capítulo político de la filosofía universal de la época, es decir, el liberalismo.
Véase esta brutalidad enorme de Sarmiento, refiriéndose a la posibilidad de que Inglaterra o Francia colonizasen alguna parte de América: «Y seamos francos, no obstante que esta invasión universal de Europa sobre nosotros nos sea perjudicial y ruinosa, es útil a la humanidad, a la civilización y al comercio...».
¿No es esto la desgraciada intoxicación del liberalismo sobre la sangre de un primate? Ningún liberal de la Europa Central, ni el más recalcitrante, pongamos un Guizot, un Víctor Hugo o un Mazzini, dejaría de reírse a carcajadas viendo a un mono dopado con liberalismo. Es aquello una caricatura de ideas; y la verdad es que no hay montonero rotoso cuya figura produzca la hilarante reacción que produce Sarmiento manejando conceptos que en la Europa Central eran el resultado de una larga y sutil obra de descomposición y disolución de las conciencias.
Porque nos permitiríamos, a propósito de la inferioridad mental de los «proscriptos», decir que la traición de los que actuaron con el extranjero para desmembrar la nación no estriba en lo formal del pacto mismo. Está en la naturaleza de la lucha civil o ideológica que cada bando obtenga auxilios donde pueda. La traición es más bien hija de la venalidad o torpeza al confeccionar el pacto. Se puede ofrecer toda clase de beneficios y garantías materiales al aliado extranjero, pero jamás se debe ofrecer nada que constituya una mutilación de ese cuerpo orgánico con alma eterna que es una nación. Lo tremendo no fue que los «proscriptos» se auxiliaron con los extranjeros; lo grave, lo siniestro, fue que siempre ofrecieron territorios, y, cuando no territorios, renunciamiento de los atributos esenciales del Estado para controlar y vigilar las concesiones ofrecidas en cambio del auxilio exterior.
Una cosa es que un bando beligerante que ha recurrido al auxilio de una nación extranjera pague la ayuda con los intereses que correspondan y hasta con réditos opíparos, si se quiere. Pero muy distinta cosa es que le someta parcialmente la soberanía y la dignidad nacional.
Los «proscriptos» hicieron durante la década que estudia admirablemente Font Ezcurra, la répétition générale de lo que después de Caseros ejecutaron como gobernantes. Cuando en la emigración se han ofrecido las mejores provincias al extranjero, luego en el gobierno es asunto baladí firmar capitulaciones sobre ferrocarriles, electricidad, etc.
Y ese estadista deja de ser tal, para convertirse en gerente.

* En «Acerca de una Política Nacional», 2ª Edición publicada en «Ramón Doll - Biblioteca del Pensamiento Nacionalista Argentino, T° V» – Ediciones Dictio – 1975. La 1ª edición del año 1939 fue publicada por Editorial Difusión, con prólogo de Julio Irazusta que se editó como «Estudio preliminar» en la presente edición.



[1] La Unidad Nacional, de Ricardo Font Ezcurra, Editorial Coni, año 1938. (Existen posteriores ediciones de este interesante y documentado libro, que pueden adquirirse fácilmente; entre otras, la de 1961 de Ediciones Theoría – Buenos Aires, en 217 págs. [N. de «Decíamos Ayer...).
[2] Se refiere Doll al período 1838-1848 (N. de «Decíamos ayer...»).

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