«La Iglesia Clandestina» (fragmento) - Carlos Alberto Sacheri (1933-1974)
Publicada su primera edición hace ya 55 años, este libro, escrito gracias a la genial inspiración y a la ardua investigación de Carlos A. Sacheri –lo que luego le valiera la vida–, resulta un documento extraordinario para conocer las causas que han producido lo que, lamentablemente hoy se puede advertir de un modo diáfano, en el accionar desembozado y sin tapujo alguno, no ya clandestino, de los enemigos enquistados dentro de la Iglesia y en lugares de alta jerarquía.
Ante un nuevo aniversario de su martirio (22/12/1974), vaya en su memoria y homenaje este pequeño fragmento de esa gran obra.
[...]Dicho proceso se caracteriza
esencialmente por someter todas las realidades eclesiales a una división
dialéctica, es decir, a un proceso de oposición contradictoria entre
cosas o personas, planteado de tal suerte que se condiciona al lector o
participante a optar por un valor, un grupo o una realidad contra
otro valor, grupo o realidad. En última instancia, todas las «contradicciones»
sugeridas o impuestas por distintos medios tienden a polarizarse en un
conflicto de personas o grupos concretos. Por razones tácticas, el carácter «personal»
de la lucha suele ser presentado como un conflicto de valores, de mentalidades,
etc., lo cual lo reviste de una apariencia impersonal, ideológica, menos
mezquina y más seductora para la opinión pública de los católicos. Todo el arte
de este proceso de dialectización reside en procurar que las víctimas del
condicionamiento, así presentado y disimulado, no lleguen a tomar conciencia
de la falsedad o arbitrariedad de la opción propuesta. En una palabra, todo
en la Iglesia se reduce sistemáticamente a una oposición o conflicto entre «blancos»
y «negros», entre «culpables» y «víctimas», entre «justos» y «pecadores», etc.,
arbitrariamente designados con el único propósito de desviar la atención de los
católicos de los verdaderos propósitos de quienes orquestan tal acción
psicológica. El aparato publicitario que rodea y difunde a escala internacional
estos planteos disolventes de la verdadera comunidad cristiana, constituye una
pieza esencial del operativo, pues, sin él la polarización dialéctica de los
grupos resultaría mucho menos intensa.
Ya en 1962, la revista Itinéraires
(número 69), en una «crónica romana» firmada Peregrinus denunciaba
enérgicamente la violenta persecución llevada contra toda persona o grupo
calificado arbitrariamente de integrista (dialécticamente contrapuesto
al mote de progresista):
La descalificación arbitraria
de las personas por los reflejos condicionados del anti-integrismo, es un
proceso de autodestrucción de la Iglesia. Si ésta fuese una sociedad solamente
humana no hubiese podido sobrevivir. El «integrista» es aquel a quien no se
habla; no es más un hermano, ni siquiera un hermano enemigo. No es un
adversario humano, es el equivalente de un perro sarnoso[1]
a quien se espanta de un puntapié. Se le desprecia en silencio o se le injuria
con la mayor grosería. Se le considera capaz de todo, y más bajo aún en la
escala que los criminales empedernidos, a quienes se les concede por lo menos
alguna función en las prisiones. Se le puede hacer de todo, menos tener en
cuenta su existencia y su opinión. Basta que la calificación de «integrista» se
haya lanzado con alguna insistencia en el universo del rumor organizado para
que, prácticamente, ni siquiera se examine si esa calificación está fundada, en
qué medida y en qué sentido. Es de suyo global y definitiva, como la
declaración de que un individuo está afectado de lepra; ya no cabe para él
ningún contacto con los hombres sanos. Ahora bien, a una parte cada vez mayor
en número de clérigos y laicos que integran la Iglesia, se les coloca esta
pestífera etiqueta. Es una cuarentena psicológica, pero absoluta. Es la «guerra
psicológica» trasladada al seno de la Iglesia.
Esta guerra psicológica se había desarrollado hasta hace poco en las zonas periféricas del cuerpo eclesial, a nivel de las parroquias, de las organizaciones de Acción Católica de los Vicariatos Generales de las diócesis, a veces también a nivel de tal o cual conferencia episcopal. Pero ahora se ha llevado hasta el centro mismo de la Iglesia. Ahora, Cardenales de la Curia, Superiores de órdenes religiosas, teólogos romanos, vienen a ser personalmente destrozados por la máquina infernal[2]. Algunos de ellos conocen ya por experiencia propia las tinieblas de la soledad y del desprecio, la tentación de la desesperanza, la desorientación del alma, que provoca en sus víctimas esta guerra psicológica organizada por el anti-integrismo. Experimentan, lo que antes que ellos habían experimentado, sin que ellos lo hubiesen sabido o cabalmente comprendido, tantos humildes laicos y clérigos de última fila. Ahora ellos, a su vez, están solos con su corazón desgarrado, solos con su amor rehusado y despreciado, solos con sus lágrimas y sus oraciones. Solos con Jesús y su Santísima Madre, en el umbral del primero de los misterios dolorosos.
La celebración del Concilio
Vaticano II fue aprovechada por los grupos neomodernistas que –como veremos–
constituyen la Iglesia clandestina, para denigrar públicamente a todos
aquéllos, clérigos o laicos, que situados en cualquier función importante
dentro de la Iglesia, pudieran servir de freno a sus ocultos designios. El
aparato periodístico fue creando, a través especialmente de las publicaciones
católicas influenciadas por los grupos neomodernistas, el clima dialéctico
que permitiría inducir a un número más o menos considerable de Padres
conciliares a adherir –por oposición a los falsamente calificados de «integristas»–
a las medidas «renovadoras» o «progresistas» propiciadas por aquéllos. Sólo la
asistencia del Espíritu Santo sobre su Iglesia ha podido superar en lo
esencial las consecuencias lógicas de la maniobra. El para-Concilio
o Concilio paralelo, es decir, la falsa imagen periodística de la magna
Asamblea, no ha afectado las decisiones conciliares (como puede verse
por los votos de aprobación de cada documento conciliar). Pero sí afectó considerablemente el clima de las sesiones
y, sobre todo, afectó y sigue deformando considerablemente aún hoy para un gran
número de católicos, la verdadera dimensión espiritual del Concilio.
Muchos son los que aún hoy, a cuatro años de la clausura, siguen prestando oído
atento a los falsos slogans neomodernistas del progresismo clandestino, creídos
–por su ingenuidad y negligencia– de que tales slogans pretendidamente «conciliares»
han sido aprobados oficialmente por Vaticano II. Ello explica el eco favorable
en muchos buenos cristianos de la llamada mentalidad post-conciliar
tantas veces criticada públicamente por Pablo VI.
La técnica utilizada por el
progresismo en la creación de la mentalidad post-conciliar es tan simple como
eficaz, y reproduce el proceso dialéctico antes mencionado. En el número
44/45 de Verbo, de septiembre 1964, se publicó un artículo muy profundo,
titulado «Dialectica entre católicos», en el cual Jean Madiran
demostraba las falsas polarizaciones entre «conservadores» y «renovadores»,
entre el «freno» y el «motor», entre el «centro» (Roma) y la «periferia». Sus
reflexiones conservan total actualidad. Digamos ahora el testimonio autorizado
de Marcel Clément, que siguió como periodista día a día, en una crónica
detallada, de admirable ponderación, el desarrollo de todo el Concilio. En su
trabajo «El II Concilio Vaticano en el sentido de la Historia» (Congreso
de Lausanne, 1969), resumió claramente la técnica utilizada por los
peudo-renovadores:
La renovación conciliar –o
mejor dicho, post-conciliar–, según el príncipe de las tinieblas, consiste en
una interpretación dialéctica del Concilio. Os doy la técnica; podréis
emplearla. ¡Resulta fácil una vez comprendida!
Por ejemplo, hay la Escritura
y hay la tradición. En el Concilio se dio a la liturgia de la Palabra algo más
de importancia, es decir, se dio más importancia a la Escritura. Desde ese
momento hay quien alza la Escritura contra la tradición. Se ha hablado mucho de
pastoral, entonces alzan la «Pastoral» contra lo «Doctrinal». La colegialidad
es enseñada desde siempre en la Iglesia, pues no es cosa nueva. Es formulada
más netamente por Vaticano II, pero existía ya antes. Pues bien, será alzado el
Colegio Episcopal contra la Curia Romana, o contra la primacía del Papa, según los
casos. Serán alzados los episcopados nacionales, en la medida de lo posible,
contra la Curia.
En lo referente al sacerdocio
y a los seglares, hay alguna diferencia: en lugar de alzar al seglar contra el
sacerdocio, se trata de persuadir a los sacerdotes de que el ideal es la vida
seglar. Matiz...
Siempre existió clausura en
las casas religiosas; se alzará entonces la apertura al mundo contra la clausura de los religiosos, y así se
verá un millar de monjas en el Canadá abandonar su congregación en dos años. Se
alzarán las lenguas vernáculas en general, y el francés, en particular, contra el latín. Se alzarán los salmos contra el gregoriano; se alzará la participación
litúrgica comunitaria contra la oración
personal; se alzará el apostolado contra el
espíritu de penitencia; se alzará la acción contra
la oración... ¡Evidentemente! se alzará a Juan XXIII contra Pío XII, ¡era
elemental! Se afirmarán los valores sexuales contra la castidad sacerdotal,
¡esto es lo importante! Y para completar el conjunto, se revalorizarán los
derechos del que yerra y se alzarán contra
los derechos de la verdad.
He aquí la renovación
conciliar según Satán. Tal como lo veis, la técnica es simple: se toma un valor
antiguo, por ejemplo, el latín, se toma otro nuevo como el francés. Se sostiene
al segundo contra el primero. Se escribe luego un artículo ironizando el
pasado, y vuestros lectores católicos dirán: «Esto es el Concilio». Cosa que
con harta frecuencia se repite desde 1965. E incluso se llega a llamar esto «información
religiosa». Por fin, la parodia del diálogo –pasaré sobre esto sin detenerme–,
la parodia es evidente: consiste en provocar no la misión, sino la dimisión. Tal es son los grandes rasgos del
para-concilio.
He aquí, pues, el procedimiento
empleado sistemáticamente por quienes intentan alterar la estructura y los
valores esenciales de la Iglesia Católica. Mil y un ejemplos podrían ser
citados, tanto dentro como fuera de la Argentina, de esta técnica diabólica de
disolución. En ella naufragan no sólo los valores despreciados como «superados»
sino también los nuevos, que pretenden defender, pues éstos se destruyen y
desorbitan sin la compensación natural de los valores despreciados. Tal es la
guerra psicológica organizada en el seno mismo de la Iglesia por quienes
intentan destruirla, so pretexto de renovación y adaptación al mundo de hoy[3].
La fuente inmediata o próxima de
las doctrinas variadas profesadas por el progresismo es la herejía modernista,
condenada por San Pío X en la admirable encíclica Pascendi. Este gesto
providencial del santo Pontífice le ha valido su actual descrédito dentro de
las filas progresistas. Para el católico consciente, en cambio –dócil a la
enseñanza del Magisterio oficial de la Iglesia y no al magisterio paralelo de
la Iglesia clandestina–, la valiente actitud del santo constituyó una de las
razones fundamentales para su canonización por Pío XII. En efecto, en sus dos
discursos del 3-6-51 (beatificación) y del 29-5-54 (canonización), Pío XII
declara que el santo Papa fue el fundador de la Acción Católica, el Papa de «los
tiempos nuevos», el reformador de las leyes eclesiásticas y quien, con «la
ciencia y la sabiduría de un profeta inspirado», ha defendido y salvado «la
unidad interior de la Iglesia en su fundamento íntimo: la Fe». Respecto del
modernismo, afirma Pío XII:
Doctrina, cual la del
modernismo, que separa, oponiéndolas, la fe y la ciencia en su origen y en su
objeto, opera en estos dos campos vitales una escisión tan deletérea «que poco
más es muerte».
Se han visto prácticamente
sus defectos: en el siglo que corre, el hombre, dividido en lo profundo de su
ser y, sin embargo, ilusionado aún con poseer su unidad por una frágil
apariencia de armonía y felicidad basadas en un progreso puramente terreno, ha
visto quebrarse esta unidad bajo el peso de una realidad bien diversa.
Pío X, con mirada
escrutadora, vio aproximarse esta catástrofe espiritual del mundo moderno, esta
amarga decepción, especialmente en los ambientes cultos. Intuyó que una fe
aparente, es decir, una fe que no se funde en la revelación divina, sino que
arraiga en un terreno puramente humano, para muchos se disolvería en ateísmo.
Entrevió igualmente el destino fatal de una ciencia que, contra la naturaleza y
con voluntaria limitación, se cerraba el paso hacia la Verdad y el Bien
absoluto, dejando así al hombre sin Dios, frente a la obscuridad invencible en
que yacería para él todo ser, solamente una posición de angustia o de
arrogancia.
El Santo contrapuso a tanto
mal la única posible y verdadera salvación: la verdad católica, bíblica, de la
fe, aceptada como «rationabile obsequium» (Rom. XII, 1) hacia Dios y Su
revelación. Coordinando de tal manera fe y ciencia –aquélla como sobrenatural
extensión y confirmación de ésta, y ésta como camino que lleva a la primera–
restituyó al cristiano la unidad y la paz del espíritu, que son premisas
imprescriptibles de vida.
Si hoy muchos, volviendo de
nuevo los ojos a esta verdad, casi empujados por el vacío y por la angustia de
su abandono, tienen la suerte de poderla encontrar firmemente poseída por la
Iglesia, deben agradecerlo a la mirada previsora de Pío X. Por haber preservado
la verdad de todo error, él se ha hecho benemérito tanto para con los que gozan
de esa verdad a plena luz, es decir, los creyentes, cuanto para con los que la
buscan sinceramente. A los demás, su firmeza contra
el error puede que tal vez sea aún como reflejo de escándalo; en realidad, no
es otra cosa que un supremo servicio de caridad hecho por un santo, como Jefe
de la Iglesia, a la humanidad entera.
Para medir adecuadamente el
alcance de dichas expresiones, conviene recordar brevemente cuáles fueron las
principales tesis sostenidas por los modernistas de principio de siglo. Ello
nos permitirá captar el sorprendente paralelismo, cuando no la total coincidencia,
entre los enunciados modernistas y las afirmaciones de tantos grupos y «teólogos»
publicitados en la actualidad. El juicio de San Pío X no puede ser más
categórico: «Ahora, abrazando con una sola mirada
todo el sistema [del modernismo], ¿quién podrá asombrarse de que Nos lo
definamos como el conglomerado (collectum) de todas las herejias? Pues a
la verdad, si alguien se hubiera propuesto reunir en uno, el jugo y como la
esencia de cuantos errores existieron contra la fe, nunca lo habría logrado más
perfectamente de lo que lo han hecho los modernistas. Antes bien, han ido éstos
tanto más allá que no sólo han destruido la religión católica sino, como ya
hemos indicado, absolutamente toda religión» (Pascendi, nº 53).
El fin oculto de los modernistas ha sido el de anular las energías vitales
de la Iglesia, arruinar el reino de Nuestro Señor tanto en las almas como en el
orden temporal. Nada puede, entonces, sorprender al constatar que el mismo
santo Pontífice, tres años más tarde (1910), condenó el modernismo social
del Sillon de Marc Sagnier en el no menos admirable documento Notre
Charge Apostolique.
La esencia del modernismo
consiste en un naturalismo integral. Fundada la herejía en el falso
presupuesto del inmanentismo filosófico que ha devorado progresivamente
todo el pensamiento de los últimos cuatro siglos, llevó tan errado principio
hasta sus últimas consecuencias. Bastará un rápido análisis para comprobar la
gravedad de sus tesis. La crítica del entendimiento humano y de su aptitud para
captar la esencia de lo real, condujo al agnosticismo con la afirmación
de que la razón no supera el plano de lo fenoménico. En consecuencia, la razón
natural jamás podría alcanzar el conocimiento de Dios. La escisión entre
Ciencia y Religión se vio así considerablemente reforzada. El vitalismo redujo el fenómeno religioso a un
mero sentimiento subconsciente engendrado por la necesidad de lo divino,
identificándose Dios con nuestra propia conciencia humana... El
relativismo condujo a la deformación sistemática de todos los hechos históricos
de la vida de Cristo, a la alteración de todos los dogmas de fe y toda la
tradición de la Iglesia. Los modernistas afirmaron la equivalencia de todas las
religiones pues la verdad de las mismas dependía únicamente de su vitalidad, ya
que la verdad era definida como adecuación de la razón con la vida...
¡Cómo no habrían de disolverse todos los enunciados de la fe en el devenir
histórico-cultural de la Iglesia! Así por ejemplo, los sacramentos no eran más
que «símbolos» para nutrir la fe y no habrían sido instituidos por Cristo, sino
que se encontrarían germinalmente en nuestra conciencia. Tal historicismo
llevó a los modernistas a reducir la religión a una experiencia afectiva,
especie de «emanación vital» de una conciencia colectiva. Nada de doctrina
claramente formulada, nada de Magisterio... La fe debió ceder el paso a la
Ciencia y someterse a sus conclusiones (falsa ciencia, por demás, como se sabe
desde las teorías de Max Planck)[4].
En lo que se refiere a la
situación y misión de la Iglesia en el mundo, el modernismo exigía un total
sometimiento de aquélla a éste, para poder mantenerse «al día» con un universo
en constante y necesario progreso. De ahí, la tesis reafirmada de la total
separación entre Iglesia y Estado. Así como la fe
debía inclinarse ante la Ciencia divinizada, el Cuerpo de Cristo debía rendir
culto al moderno Estado democrático divinizado.
Claro está que este «conglomerado
de todas las herejías» no fue sostenido simultáneamente y por la misma
persona. Este fue un viejo procedimiento de todas las herejías anteriores en la
Iglesia. La técnica modernista se apartó resueltamente de esta «tradición», con
excelentes resultados para su propagación. Si el modernismo hubiera afirmado
todas sus tesis de una vez y en un mismo documento, hubiera sido inmediatamente
condenado. La razón es simple: las herejías anteriores se limitaron a negar uno
que otro dogma en particular y fueron severamente sancionadas, sin excepción.
¿Cómo no habría de serlo una síntesis ordenada de las mismas? Por tal razón,
inspirándose en los procedimientos de las fuerzas ocultas anticristianas,
variaron de método y, con toda deliberación, evitó las exposiciones ordenadas,
de tal modo que a una negación de un dogma o a la afirmación de una tesis
incompatible con la fe cristiana, no siguiera la negación de los demás dogmas,
en la misma publicación o por la misma persona. Ello trajo aparejado la
creación de un clima de confusión total, puesto que el error difuso y
disimulado resulta muchísimo más eficaz en la vehiculización y mucho más
difícil de descubrir y de condenar.
[...]
* En «La Iglesia Clandestina», Ediciones Cruzamante – Buenos Aires, 4ª.ed. 1971, pp. 24-32.
[1] La calificación de «perros»
que se alude en el citado
artículo de Itinéraires, no es un mero recurso retórico. El Abbé G. Michonneau, en
la revista católica progresista Témoignage chrétien, de octubre de 1964,
denominó precisamente de ese modo a los lectores de la excelente novela «Los
nuevos curas», que en aquella época publicó el gran escritor Michel
de Saint-Pierre. Así dijo el Abbé Michonneau: «Ud., señor Saint-Pierre,
usted nos trata también de “sacerdotes comunistas”, pero lo hace para arrojar
nuestras más auténticas entrañas a la jauría de
perros que habrán de comprar su libro y que se regocijarán con él».
Frente a ello, y en defensa de Saint-Pierre, Jean Madiran escribió un artículo
titulado precisamente «Nosotros los perros», que en la Argentina fue
traducido por Fray Mario Pinto O.P. y editado por Huemul. Dios mediante, pronto
haremos una publicación de algún fragmento de su texto. (Nota de «Decíamos
ayer...»).
[2] Paradójicamente, por el transcurso
del tiempo y porque estratégicamente han ido ocupando muchos puestos relevantes
de la Iglesia, hoy se ha invertido la pirámide, y son los «Cardenales de la
Curia, Superiores de órdenes religiosas, teólogos romanos» quienes
destrozan con la máquina infernal a humildes laicos y clérigos
que son estigmatizados como leprosos. (Nota de «Decíamos ayer...»).
[3] Sobre la «práctica de la dialéctica»
en el marxismo-leninismo, en total coincidencia metódica con lo aquí señalado,
ver el libro de Jean Madiran, La vieillesse du monde, Nouvelles Ed.
Latines. París, 1966.
[4] Cf. Emile Simard, Nature et
portée de la méthode Scientifique, Québec, 1959, en el cual se explica que todas
las conclusiones de las ciencias experimentales modernas son meramente probables,
o sea, inciertas y, por lo mismo, sujetas a modificación.
