«Después de la Batalla de Puerto Argentino» - Alberto Caturelli (1927-2016)

Este 14 de junio se cumplirán 42 años de la Batalla de Puerto Argentino, con la cual finalizó la guerra justa que habíamos emprendido contra el invasor inglés. Vayan pues estas líneas, escritas en aquellos tiempos, en recuerdo y homenaje de nuestros combatientes que heroicamente supieron defender y ofrendarse por nuestra Patria.  

A pesar de las victorias parciales y del gran triunfo aeronaval argentino, la victoria final no nos fue dada. La tragedia de Puerto Argentino se ha abatido sobre toda la nación. Dios, en su insondable sabiduría, sabe por qué. Hasta el último argentino está convencido, con o sin guerra, que este proceso que comenzó en 1833 no sólo no ha terminado sino que ha recomenzado y que debe seguir rogando por la victoria.

Sin embargo, más allá de las pasiones y pequeñeces de los hombres, de las contradicciones en las que caen cuando el dolor domina, es menester preguntarnos por el significado que tiene, en sí mismo, este acontecimiento. ¿Qué debemos pensar? ¿Qué debemos hacer?

Dos respuestas surgen espontáneamente ya desde la perspectiva de la historia, ya desde el mismo ámbito de la fe.

Veamos la primera: a) Ante todo, la «locura» del gesto del 2 de abril retomando las Malvinas, inauguró una suerte de revolución contra los grandes bloques que se han repartido el mundo, y semejante revolución sigue vigente más que nunca. Para los ojos de la Europa geográfica (que no la del espíritu) un remoto país del sur de América del Sud, ha osado levantarse contra el reparto de Yalta. Por eso, era menester aplastarle. El ejemplo no debía cundir sobre todo entre sus hermanos iberoamericanos que sufren de análogos despojos territoriales. Y el gesto está ahí, regado por la sangre de sus jóvenes soldados. Don Quijote está vivo en el Atlántico Sur. Ha osado enfrentarse con los gigantes (los molinos de viento de la historia) y, por eso, dice a Sancho: «quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla». Y aunque quede uno maltrecho, ese gesto no es vano y, alrededor de él pueden aunarse las voluntades de aquellos que nada tienen que ver con el espíritu de Yalta.

b) Simultáneamente surgen consecuencias inmediates y mediatas:

Ante todo, el gran conjunto de naciones ibéricas, que tienen comunidad de lengua, de historia, de fe y de cultura, convencidas que nada tienen en común con el espíritu secularista de ambos bloques, deben constituir como una gran nación federativa. Mediatamente, lograr el poder necesario, desde el económico al militar, para hacer oír y respetar su voz. El gran proyecto bolivariano que se hace idéntico con el pensamiento sanmartiniano es, hoy, más actual que nunca. En consecuencia, es menester ahondar, extender y consolidar la unión iberoamericana.

c) Para los argentinos, que tienen una causa justa de guerra desde 1833, no hay paz ni puede haberla mientras continúe la violación de un derecho cierto. A pesar del silencio de las armas. La paz, en cuanto es la tranquilidad en el orden, se identifica con el orden justo y, por eso, es redundancia hablar de «paz justa». Toda paz auténtica es justa o no es paz y no existirá paz justa, en el caso concreto de las Malvinas, mientras no sean restituidas a su legítimo dueño.

d) Por todo lo dicho, a través de la tragedia, del dolor, de la heroicidad, no debemos perder de vista los valores positivos de esta «fiera y desigual batalla». En el plano iberoamericano, es la hora de la unión que no llegará como por arte de magia, pero que debemos forjar humilde y tenazmente para ofrecer a la historia universal una nueva salida positiva fundada en el espíritu cristiano. En el plano interno, nacional, de la Argentina, superada la profunda crisis que era de prever, será menester asumir esta tremenda responsabilidad histórica, enderezar los rumbos torcidos, reconstruir lo destruido en todos los campos y ser dignos de la vocación histórica, es decir, del llamado de Dios a la Argentina cuyo sentido debemos esforzarnos por comprender. Tengamos fe.

Veamos la segunda perspectiva que nos proporciona una respuesta desde el ámbito de la fe.

A pesar del dolor, desde el dolor y por causa del dolor, comprendemos que jamás es inútil la sangre derramada por la Patria. Ya hemos dicho que el amor a la Patria es una forma de la caridad o del amor a Dios. Y el hombre cristiano sabe por la fe que quien muere por el bien común de la Patria, muere por sus hermanos. En tal sentido participa de la Pasión y Muerte de Cristo. Él no tenía pecado y, sin embargo, derramó su sangre por sus amigos, por sus hermanos, por nosotros. De ahí que quien muere por la Patria, participa realmente de la Pasión y Muerte de Cristo; por eso, su sangre, como la del Redentor, cura y limpia; la sangre del que muere por la Patria es, pues, redentora, en virtud de su con-morir con Cristo; es, por eso mismo, penitencial, y no sólo limpia y purifica a quien entrega su vida, sino que nos limpia y purifica a todos sus hermanos.

Además, el testimonio de la sangre es el más eficaz, aunque así no lo vean los que están ciegos para estas cosas del espíritu. En el caso concreto de las Malvinas, asombrado Pierre Clostermann, el gran héroe de la aviación francesa, por el valor de los pilotos argentinos «que fueron a la muerte con el coraje más fantástico y más asombroso», dice en su carta a los aviadores argentinos: «La verdad vale únicamente por la sangre derramada y el mundo cree solamente en las causas cuyos testigos se hacen matar por ellas» (cf. La Prensa, 15.6.82).

Todavía queda en el misterio la pregunta que muchos se hacen a sí mismos. ¿Por qué Dios permite el triunfo de la injusticia? No podemos responder a esta pregunta sin pretender temerariamente penetrar en el secreto de la voluntad de Dios. Adelantemos únicamente que nosotros somos miopes en nuestro diálogo con Dios. Y ahora, confieso que cuando rogaba fervorosamente por la victoria, en mi pequeñez, me atrevía a hacerle a Dios una «aclaración»: Soy miope, Señor, no puedo ver más allá de mi nariz; desde mi miopía te ruego por la victoria de esta causa justa. Si tienes dispuestos otros caminos o esa victoria debe esperar, que sea Tu voluntad y no la mía.

* En «Revista Verbo», n°225, Año XXIV, Agosto 1982, pp.50-52.

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