«Jesús en la cruz» (fragmento) - S.S. Benedicto XVI (1927-2022)

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Jesús muere en la cruz.
Según la narración de los evangelistas, Jesús murió orando en la hora nona, es decir, a las tres de la tarde. En Lucas, su última plegaria está tomada del Salmo 31: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46; cf. Sal 31,6). Para Juan, la última palabra de Jesús fue: «Está cumplido» (19,30). En el texto griego, esta palabra (tetélestai) remite hacia atrás, al principio de la Pasión, a la hora del lavatorio de los pies, cuyo relato introduce el evangelista subrayando que Jesús amó a los suyos «hasta el extremo (télos)» (13,1). Este «fin», este extremo cumplimiento del amor, se alcanza ahora, en el momento de la muerte. Él ha ido realmente hasta el final, hasta el límite y más allá del límite. Él ha realizado la totalidad del amor, se ha dado a sí mismo.

En el capítulo 6, al hablar de la oración de Jesús en el Monte de los Olivos, hemos conocido también otro significado de la misma palabra (teleioũn) basándonos en Hebreos 5,9: en la Torá significa «iniciación», consagración en orden a la dignidad sacerdotal, es decir, el traspaso total a la propiedad de Dios. Pienso que, haciendo telereferencia a la oración sacerdotal de Jesús, también aquí podemos sobrentender este sentido. Jesús ha cumplido hasta el final el acto de consagración, la entrega sacerdotal de sí mismo y del mundo a Dios (cf. Jn 17,19). Así resplandece en esta palabra el gran misterio de la cruz. Se ha cumplido la nueva liturgia cósmica. En lugar de todos los otros actos cultuales se presenta ahora la cruz de Jesús corno la única verdadera glorificación de Dios, en la que Dios se glorifica a sí mismo mediante Aquel en el que nos entrega su amor, y así nos eleva hacia Él.

Los Evangelios sinópticos describen explícitamente la muerte en la cruz como acontecimiento cósmico y litúrgico: el sol se oscurece, el velo del templo se rasga en dos, la tierra tiembla, muchos muertos resucitan.

Pero hay un proceso de fe más importante aún que los signos cósmicos: el centurión –comandante del pelotón de ejecución–, conmovido por todo lo que ve, reconoce a Jesús como Hijo de Dios: «Realmente éste era el Hijo de Dios» (Mc 15,39). Bajo la cruz da comienzo la Iglesia de los paganos. Desde la cruz, el Señor reúne a los hombres para la nueva comunidad de la Iglesia universal. Mediante el Hijo que sufre reconocen al Dios verdadero.

Mientras los romanos, como intimidación, dejaban intencionadamente que los crucificados colgaran del instrumento de tortura después de morir, según el derecho judío debían ser enterrados el mismo día (cf. Dt 21,22s). Por eso el pelotón de ejecución tenía el cometido de acelerar la muerte rompiéndoles las piernas. También se hace así en el caso de los crucificados en el Gólgota. A los dos «bandidos» se les quiebran las piernas. Luego, los soldados ven que Jesús está ya muerto, por lo que renuncian a hacer lo mismo con él. En lugar de eso, uno de ellos traspasa el costado –el corazón– de Jesús, «y al punto salió sangre y agua» (Jn 19,34). Es la hora en que se sacrificaban los corderos pascuales. Estaba prescrito que no se les debía partir ningún hueso (cf. Ex 12,46). Jesús aparece aquí como el verdadero Cordero pascual que es puro y perfecto.

Podemos por tanto vislumbrar también en estas palabras una tácita referencia al comienzo de la obra de Jesús, a aquella hora en que el Bautista había dicho: «Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29). Lo que entonces debió ser incomprensible –era solamente una alusión misteriosa a algo futuro– ahora se hace realidad. Jesús es el Cordero elegido por Dios mismo. En la cruz, Él carga con el pecado del mundo y nos libera de él.

Pero resuena al mismo tiempo también el Salmo 34, donde se lee: «Aunque el justo sufra muchos males, de todos lo libra el Señor; él cuida de todos sus huesos, y ni uno solo se quebrará» (v. 20s). El Señor, el Justo, ha sufrido mucho, ha sufrido todo y, sin embargo, Dios lo ha guardado: no le han roto ni un solo hueso.

Del corazón traspasado de Jesús brotó sangre y agua. La Iglesia, teniendo en cuenta las palabras de Zacarías, ha mirado en el transcurso de los siglos a este corazón traspasado, reconociendo en él la fuente de bendición indicada anticipadamente en la sangre y el agua. Las palabras de Zacarías impulsan además a buscar una comprensión más honda de lo que allí ha ocurrido.

Un primer grado de este proceso de comprensión lo encontramos en la Primera Carta de Juan, que retoma con vigor la reflexión sobre el agua y la sangre que salen del costado de Jesús: «Este es el que vino con agua y con sangre, Jesucristo. No sólo con agua, sino con agua y con sangre. Y el Espíritu es quien da testimonio, porque el Espíritu es la verdad. Tres son los testigos en la tierra: el Espíritu, el agua y la sangre, y los tres están de acuerdo» (5,6ss).

¿Qué quiere decir el autor con la afirmación insistente de que Jesús ha venido no sólo con el agua, sino también con la sangre? Se puede suponer que haga probablemente alusión a una corriente de pensamiento que daba valor únicamente al Bautismo, pero relegaba la cruz. Y eso significa quizás también que sólo se consideraba importante la palabra, la doctrina, el mensaje, pero no «la carne», el cuerpo vivo de Cristo, desangrado en la cruz; significa que se trató de crear un cristianismo del pensamiento y de las ideas del que se quería apartar la realidad de la carne: el sacrificio y el sacramento.

Los Padres han visto en este doble flujo de sangre y agua una imagen de los dos sacramentos fundamentales –la Eucaristía y el Bautismo–, que manan del costado traspasado del Señor, de su corazón. Ellos son el nuevo caudal que crea la Iglesia y renueva a los hombres. Pero los Padres, ante el costado abierto del Señor exánime en la cruz, en el sueño de la muerte, se han referido también a la creación de Eva del costado de Adán dormido, viendo así en el caudal de los sacramentos también el origen de la Iglesia: han visto la creación de la nueva mujer del costado del nuevo Adán.

La sepultura de Jesús
Los cuatro evangelistas nos relatan que un miembro acomodado del Sanedrín, José de Arimatea, pidió a Pilato el cuerpo de Jesús. Marcos (15,43) y Lucas (23,51) añaden que José era uno «que aguardaba el Reino de Dios», mientras que Juan (cf. 19,38) lo considera un discípulo secreto de Jesús, un discípulo que hasta aquel momento no se había manifestado abiertamente como tal por temor a los círculos judíos dominantes. Juan menciona además la participación de Nicodemo (cf. 19,39), de cuyo coloquio nocturno con Jesús sobre el nacer y el volver a nacer de nuevo había hablado en el tercer capítulo (cf. vv. 1-8). Después del drama del proceso, en el cual todo parecía una conjura contra Jesús y ninguna voz parecía levantarse en su favor, venimos ahora a saber del otro Israel: personas que están a la espera. Personas que confían en las promesas de Dios y van en busca de su cumplimiento. Personas que en la palabra y en la obra de Jesús reconocen la irrupción del Reino de Dios, el inicio del cumplimiento de las promesas.

Habíamos encontrado en los Evangelios personas como éstas, sobre todo entre la gente sencilla: María y José, Isabel y Zacarías, Simeón y Ana, además de los discípulos; pero ninguno de ellos pertenecía a los círculos influyentes, aunque provenían de distintos niveles culturales y diferentes corrientes de Israel. Ahora –tras la muerte de Jesús– salen a nuestro encuentro dos personajes destacados de la clase culta de Israel que, aun sin haber osado declarar su condición de discípulos, tenían sin embargo ese corazón sencillo que hace al hombre capaz de la verdad (cf. Mt 10,25s).

Mientras que los romanos abandonaban los cuerpos de los ejecutados en la cruz a los buitres, los judíos se preocupaban de que fueran enterrados; había lugares asignados por la autoridad judicial precisamente para eso. En este sentido, la petición de José entra dentro de lo habitual en el derecho judío. Marcos dice que Pilato se asombró de que Jesús hubiera muerto ya, y que primero se cercioró por el centurión de la verdad de esta noticia. Una vez confirmada la muerte de Jesús, concedió su cuerpo al miembro del consejo (cf. 15,44s).

Sobre el entierro mismo, los evangelistas nos transmiten varias informaciones importantes. Ante todo, se subraya que José hace colocar el cuerpo del Señor en un sepulcro nuevo de su propiedad, en el que todavía no se había enterrado a nadie (cf. Mt 27,60; Lc 23,53; Jn 19,41). Esto manifiesta un respeto profundo por este difunto. Al igual que el «Domingo de Ramos» se había servido de un borrico sobre el que nadie había montado antes (cf. Mc 11,2), así también ahora es colocado en un sepulcro nuevo.

Es importante además la noticia según la cual José compró una sábana en la que envolvió al difunto. Mientras los Sinópticos hablan simplemente de una sábana, en singular, Juan habla de «vendas» de lino (cf.19,40), en plural, como solían hacer los judíos en la sepultura. El relato de la resurrección vuelve sobre esto con más detalle. Aquí no entramos en la cuestión sobre la concordancia con el sudario de Turín; en todo caso, el aspecto de dicha reliquia es fundamentalmente conciliable con ambas versiones.

Finalmente, Juan nos dice que Nicodemo llevó una mixtura de mirra y áloe, «unas cien libras». Y prosigue: «Tomaron el cuerpo de Jesús y lo vendaron todo, con los aromas, según se acostumbra a enterrar entre los judíos» (19,39s). Pero la cantidad de aromas es extraordinaria y supera con mucho la medida habitual: es una sepultura regia. Si en el echar a suertes sus vestiduras hemos vislumbrado a Jesús como Sumo Sacerdote, ahora el tipo de sepultura lo muestra como Rey: en el instante en que todo parece acabado, emerge sin embargo de modo misterioso su gloria.

Los Evangelios sinópticos nos narran que algunas mujeres observaban el sepelio (cf. Mt 27,61; Mc 15,47), y Lucas puntualiza que eran las mujeres «que lo habían acompañado desde Galilea» (23,55). Y añade: A la vuelta prepararon aromas y ungüentos. Y el sábado guardaron reposo, conforme a lo prescrito» (23,56). Tras el descanso sabático, el primer día de la semana por la mañana, vendrán para ungir el cuerpo de Jesús y así dejar lista la sepultura de manera definitiva. La unción es un intento de detener la muerte, de evitar la descomposición del cadáver. Pero es un esfuerzo inútil: la unción puede conservar al difunto como difunto, no puede restituirle la vida.

La mañana del primer día las mujeres verán que su solicitud por el difunto y su conservación ha sido una preocupación demasiado humana. Verán que Jesús no tiene que ser conservado en la muerte, sino que Él –ahora de modo real– está de nuevo vivo. Verán que Dios, de un modo definitivo y que sólo Él puede hacer, lo ha rescatado de la corrupción y, con ello, del poder de la muerte. Con todo, en la premura y en el amor de las mujeres se anuncia ya la mañana de la Resurrección.

* En «Jesús de Nazaret – Segunda parte – Desde la entrada en Jerusalén hasta la Resurrección». Ed. Paneta y Ed. Encuentro – 1ª Edición - Madrid, 2011.

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