«La llamada de Clermont, 1095» - Daniel-Rops (1901-1965)

«¡Hombres de Dios, hombres elegidos y benditos entre todos, unid vuestras fuerzas! ¡Tomad el Camino del Santo Sepulcro y estad seguros de que la gloria imperecedera os espera en el Reino de Dios! ¡Que cada cual renuncie a sí mismo y cargue con su cruz!».

Aquella gran aventura, la más asombrosa de la Historia de la Edad Media cristiana, comenzó en Clermont, en Auvernia. El 18 de noviembre de 1095 se había abierto allí un Concilio, bajo la presidencia personal del Papa. Durante nueve días, Obispos, Abades y Prelados habían estudiado las cuestiones que la Iglesia tenía planteadas: la urgencia, cada vez mayor, de la reforma; las relaciones con el Emperador germánico, aquel inquietante Enrique IV. Y de repente, el décimo día, como si hubiera querido esperar a que su proyecto hubiese madurado perfectamente, el Vicario de Cristo se levantó para hablar de algo muy distinto; evocó aquel Sepulcro donde Jesús permaneció tres días bajo tierra antes de que, con la luz de la Pascua, estallase la gloria de su Resurrección; describió aquel lugar sagrado entre todos, hacia el cual habían dirigido tantos peregrinos los pasos de sus fatigas y de sus esperanzas, y que ahora estaba en manos de los infieles, profanado, casi inaccesible. ¡Jerusalén! ¡Jerusalén! ¿Había de permanecer cautiva la ciudad de tan santas fidelidades? Y el Papa concluyó, poniendo en su voz toda su alma ferviente: «¡Hombres de Dios, hombres elegidos y benditos entre todos, unid vuestras fuerzas! ¡Tomad el Camino del Santo Sepulcro y estad seguros de que la gloria imperecedera os espera en el Reino de Dios! ¡Que cada cual renuncie a sí mismo y cargue con su cruz!».

Aquel que, con estas pocas frases, acababa de lanzar al Occidente hacia un nuevo destino, era un francés, un monje cluniacense, Eudes de Chatillon, que había llegado a ser Papa y desde hacía siete años llevaba el nombre de Urbano II. Era un hombre hermoso, leal y noble, un alma llena del cuidado de Dios; pertenecía totalmente a aquel movimiento de resurgimiento cristiano que, partido del célebre monasterio en el que Eudes se había consagrado a Dios, había transformado a la Iglesia, con San Gregorio y sus sucesores. La acción de los monjes negros, la reforma «gregoriana» y la idea de Cruzada no constituían en Eudes más que una sola y misma realidad: la realidad del servicio de la Iglesia y de la difusión de la verdad. Políticamente, la situación hubiera podido hacer vacilar a cualquier otro menos fuerte; ¿iba la Cristiandad a seguir, en una tentativa tan audaz, a un Papa al que combatía un Antipapa, patrocinado por el más poderoso soberano de la época? Pero, para Urbano II, se trataba de algo muy distinto a un asunto terreno: era aquella una de esas llamadas sobrenaturales, semejantes a la de las trompetas del Juicio, a las cuales ningún cristiano puede permanecer sordo.

Urbano II no era el primero en haber forjado más o menos claramente, tan grandioso proyecto. Al acabar el Año Mil, Silvestre II había gritado: «¡Soldados de Cristo, levantaos!». Luego, cuando el terrible Hakim había destruido el Santo Sepulcro en 1010, Sergio IV había lanzado una llamada en la que se ha querido ver el anuncio de la de Clermont. En vísperas de su muerte, el gran Gregorio VII había hablado de constituir una liga cristiana contra el Islam y había proferido aquella confesión, que equivalía a un compromiso: «Preferiría exponer mi vida por libertar los Santos Lugares, a mandar en todo el Universo». Pero, a fines del siglo XI, se había llegado a tales circunstancias que ya no se trataba de hablar, sino de combatir.

El acontecimiento que había de decidir al Papado a obrar –y lo hizo con mayor prudencia que en cualquier otra circunstancia, después de haber pesado cuidadosamente el pro y el contra– fue la Invasión Turca. Desde la época –hacía cuatro siglos– en que los Árabes habían conquistado la Tierra Prometida, se había logrado establecer un modus vivendi entre ellos y la Cristiandad. Los peregrinos habían podido ir al Sepulcro, sin ser demasiado molestados, y los representantes de los cleros cristianos habían conseguido permanecer allí. Pero a partir del Año Mil había cambiado la situación. A un clima de tolerante blandura había sucedido una atmósfera de Guerra Santa reanimada. La causa de ello era la entrada en escena de los Turcos Seldjúcidas, y no porque este pueblo fuese más cruel y menos civilizado que los otros Musulmanes –pues los Cruzados le reconocerían generosidad y carácter caballeresco–, sino porque era una nación joven, en plena expansión, extremadamente adherida a la fe del Islam y que ignoraba las tácitas reglas de las componendas con el adversario. Cuando, en 1076, Jerusalén hubo caído en sus manos, se difundió el terrible rumor de que las peregrinaciones quedaban imposibilitadas, de que los Turcos imponían una capitación a los visitantes de Tierra Santa, y de que muchos de éstos eran molestados, expoliados e incluso reducidos a la esclavitud. Un tal Pedro de Achery, que volvía de aquel penoso viaje, no cesaba de contar aterradores relatos.

El primer móvil en la mente de Urbano II fue, pues, liberar el Sepulcro, permitir a los fieles que fuesen libremente a orar en él. Por lo demás, el proyecto estaba en el aire; muchos occidentales pensaban en él. El Papado estaba informado y pudo saber también que la situación en Asia era singularmente favorable para realizarlo. Desde la muerte de su tercer Sultán, Melikh-Chah (1072-1092), el joven Imperio Seldjúcida se hallaba entonces despedazado en cuatro partes: Persia, en donde sus hijos se disputaban el trono; Siria, en donde reinaban dos de sus sobrinos, como hermanos enemigos, en Alepo y en Damasco; y, por fin, en Asia Menor, que, desde Nicea a Konyeh, estaba en manos del menor de la familia. Además, los Árabes de Egipto odiaban a los Turcos, quienes, por su parte, los tenían por herejes. La desunión del Islam había de ayudar grandemente a la empresa cristiana.

¿Podía ser el fervor por el Santo Sepulcro la única razón que decidiese a un espíritu tan ponderado como Urbano II? En el plano religioso cabía invocar o sobreentender otros motivos. Desde la severa derrota de Mantzikert, de 1071, en la que Román Diógenes había perdido la libertad, se había abierto una amplia brecha en el baluarte opuesto por Bizancio a los asaltos de Asia. ¿No debería Occidente relevar a Oriente en ese puesto de guardia? ¿No corría el rumor de que un Basileus, Alejo Comneno, renovando la apelación dirigida por su predecesor a Gregorio VII, acababa de escribir al Conde Roberto de Flandes para pedirle el socorro de los caballero de Occidente? Para Urbano II, socorrer a Bizancio era obedecer a una ley elemental de caridad fraterna, acudir a un peligro que amenazaba a toda la Cristiandad, y, sobre todo, ¿quién sabe?, trabajar en aquel gran plan, preocupación incesante del Papado: acabar con el Cisma, zurcir la desgarrada túnica…

Pero al Papa le impulsaba otra razón más profunda todavía: la Iglesia, desde hacía siglos, luchaba para hacer ceder la violencia, pero no lo había conseguido más que parcialmente; y en su sabiduría, sabía que le era imposible transformar en corderos a las fieras que contaba en su rebaño. Por eso, quizás el mejor medio de limitar el empleo de la fuerza en la Cristiandad fuese el de orientarla hacia un exaltado y sagrado objetivo. Por otra parte, Urbano II, en su gran discurso de Clermont, no escondió en modo alguno aquella idea, e incluso invitó a los antiguos bandoleros a que se transformasen en soldado de Dios. Un psicoanalista diría que la Cruzada ofreció una salida a las pasiones reprimidas: la moral del Occidente había de ganar con ello.

Tales fueron los móviles decisivos que determinaron a Urbano II a lanzar a la Cristiandad en aquella aventura. ¿Hubo otros más secretos? ¿Pensó también que la Cruzada le ofrecería la ocasión única para obtener, por caminos diferentes a los de Gregorio VII, la primacía de hecho del Papado sobre el mundo cristiano? En aquel momento el Emperador germánico, el Rey de Francia y el Rey de Inglaterra estaban, los tres, por diversas razones, apartados de la Iglesia; como excomulgados no podrían cruzarse. Y en las perspectivas de la época, para un gran Papa consciente de sus deberes, la ambición política o lo que hoy nos parece tal no era más que un medio de hacer reinar a Dios sobre la Tierra y de conducir a los hombres hacia la Ciudad Eterna.

En cuanto a los que habían de oír la llamada de Clermont, por descontado que sería exagerado admitir que todos habrían de responder a ella con el ímpetu de un total desinterés. Intervinieron, sin duda ninguna, otras causas más mezquinas. Urbano II, en su discurso, aludió a una: la superpoblación de un país como Francia, en donde no había lugar bastante para los numerosísimos niños que allí nacían. En el plano económico, actuó también el deseo de llevar a Occidente las fuentes de oro y de productos preciosos, de las que se creía que era riquísimo el Oriente: los grandes puertos italianos, Génova, Pisa y Venecia, no perdieron de vista este punto, y por eso, en la Historia de la Cruzada, hubo un aspecto marítimo y mercantil que no por poco edificante debe ser descuidado. Pero los jóvenes Barones, los segundones pobres, consideraban también, con cierto alegre apetito, la posibilidad de hallar, en tierras musulmanas, los feudos que un avaro destino les negaba en Europa. Añadamos el gusto de la aventura, la necesidad de salir de un universo estrecho, el eterno encanto del Oriente –sin olvidar siquiera el de las princesas lejanas–, y habremos dicho casi todo de las causas humanas, demasiado humanas, de la Cruzada. Pero sería injusto creer que esta fueron las primeras y decisivas. Pues aun cuanto, para emplear el vocabulario de Peguy, la «política» se mezcló con la «mística», e incluso «la mística» se degradó en «política», sobrepuja a todo eso el que la Cruzada fue –y esta vez en el verdadero sentido de la palabra– un hecho «místico», la manifestación de un ímpetu espiritual brotado del fondo más noble de las almas, la expresión heroica de una Fe que sólo se satisfacía en el sacrificio, la respuesta a una llamada de Dios.

* En «Historia de la Iglesia de Cristo – T°V, La Catedral y la Cruzada, parte II», Ed- Luis de Caralt, Barcelona.

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