«Roma: el destino imperial. Virgilio» - Jorge Siles Salinas (1926-2014)

Con el autor de la Eneida nos hallamos ya en el ápice del proceso a través del cual Roma adquiere conciencia de sí misma, de su superioridad y del carácter sagrado de su misión ante las demás razas humanas. Ha llegado la ciudad al momento radiante de su madurez vital; es la edad áurea de su cultura y de su estructuración política. Después de Accio, todo parece conducir a la plasmación efectiva de los ideales estoicos acerca de una monarquía universal regida por un príncipe sabio y prudente. ¿No hay razón para decir que la aspiración a una ciudadanía mundial ha alcanzado, junto a las márgenes del Tíber, su más cumplida y feliz realidad?

Bajo el cetro romano, se ha extendido entre todos los pueblos una civilización tan sólidamente asentada que parece reposar sobre la misma ordenación definitiva del universo. Roma posee, sin duda, una misión que debe proyectarse hasta los últimos confines del orbe. «Urbi et orbi»: he aquí la identificación en la que mejor se expresa el ideal de la expansión de la Urbe hasta cubrir la totalidad del espacio habitado por los hombres.

Las distintas corrientes de pensamiento que recogían esta idea en la época augústea habrán de recibir su formulación más luminosa en la versión compuesta por Virgilio acerca de los orígenes míticos de Roma, en su gran canto de la Eneida. La fundación de Roma, la nueva Troya, tendrá una significación sagrada en virtud del doble carácter que la ciudad deberá asumir en el cumplimiento de su destino: ser una ciudad indestructible, eterna y, además, estar llamada a regir y a transmitir los bienes de la civilización a todas las naciones.

Dejando atrás las humeantes ruinas de Troya, en un bosque próximo a la costa se ha congregado, en torno al héroe Eneas, la afligida masa de los sobrevivientes. La imagen del caudillo, al abandonar la destruida ciudad, llevando sobre los hombres al anciano padre, tomando de una mano al niño Iulo, mientras sujeta con la otra los símbolos sagrados del hogar, expresa, con hondo simbolismo, la continuidad de los momentos que en él se enlazan: el pasado, encarnado en el padre, el futuro, que dará sus frutos en el hijo, la permanencia de lo sagrado, en los objetivos del altar familiar. En el cuidado del niño, en la preservación de su vida, deberá poner Eneas todo su afán, pues el hijo representa la línea de la descendencia por donde se verán cumplidas las profecías del oráculo que aseguren a la estirpe troyana conquistas sin límites ni plazo, ya que Júpiter le ha concedido, desde el principio de las cosas, un imperio sin fin (canto I).

Una vez construida la flota que llevará a Eneas y a su gente al sitio donde habrá de erigirse la nueva Troya, se inicia la larga travesía, la odisea colectiva del pueblo que irá en continua peregrinación, de aventura en aventura, hasta dar cumplimiento a su misión. El naufragio, que les ha depositado en las hospitalarias playas de Cartago, pondrá al héroe ante una cruel disyuntiva: aceptar la alianza ofrecida por la reina Dido y con ella la terminación de los riesgos y adversidades que la continuación del viaje supone, o bien seguir adelante, obedeciendo la voz del destino para cumplir la sagrada tarea que les ha sido confiada. Mercurio, el mensajero divino, recuerda a Eneas su obligación: debe partir hacia Italia, tierra a la que habrá de regir para hacer de ella la cuna de un imperio al que deberán someterse todas las razas de la tierra (canto IV). Las peripecias del héroe alcanzan aquí la intensidad de la tragedia. Sólo mediante un angustioso desgarramiento podrá vencer las tentaciones que el amor de Dido le ofrece. El magnánimo corazón de Eneas rechaza las seductoras voces del egoísmo y toma enérgicamente el camino difícil que hará de él y de sus seguidores los cimentadores de la grandeza futura de Roma. Sabe él que su misión es incomparablemente superior a cualquier otro cometido. No es una ciudad como otra cualquiera la que él va a fundar. La índole sagrada de la empresa que le ha sido asignada consiste en que la nueva ciudad será eterna y, a la vez, dominadora del mundo, como un plano intermedio entre la tierra y el cielo. En su descenso a las moradas de ultratumba le es dado a Eneas recibir la grandiosa visión que, desde los amenos sotos del Leteo, le ofrece su padre, Anquises, al hacerle contemplar el panorama donde se mueven las almas de los futuros descendientes del linaje troyano. Se ve allí a los emperadores, a la inmensa descendencia de su hijo Iulo, a los Tarquinos, los Brutos, los Césares, a los invictos jefes de los ejércitos que arrollarán a los cartagineses y a los rebeldes galos, implantando el señorío romano de uno a otro extremo de la tierra. Coincidiendo con Cicerón, Virgilio discierne el campo específico en que brilla el genio romano, dejando a los otros pueblos la primacía en las artes o las ciencias: «Otros habrá, sin duda, más diestros en esculpir bronces vivientes y en infundir calor de vida al mármol, oradores habrá más elocuentes y quien mida mejor con el compás las órbitas y el curso de los astros...». En cambio, el signo de la romanidad se expresa en los versos famosos: 

«Tu regere imperio populos, Romane, memento,
hae tibi erunt artes, pacique imponere morem,
parcere subiectis et debellare superbos».[1]

Forjado por Vulcano, embrazará Eneas un escudo prodigioso que Venus, su madre, le entrega como prenda de su protección en la lucha próxima contra el belicoso Turno. La descripción del labrado relieve del escudo da ocasión a Virgilio de mostrar las distintas partes que lo componen, en las que está condensado todo el curso de la historia romana hasta llegar a Accio y a la consiguiente glorificación de Octavio Augusto, desde entonces dueño del mundo: 

«En tanto, César, conducido a Roma
en triple triunfo, ofrece a las deidades
como voto inmortal, trescientos templos,
diseminados por la excelsa urbe».

 ✠  ✠  ✠

 La crítica moderna ha puesto de manifiesto la unidad existente en la totalidad de la obra virgiliana, cuya línea central de inspiración es siempre Roma y su poderío, Roma en el tiempo, apoyada en su grandeza pasada y dirigida a los bienes sin medida que le deparará el porvenir. Es inexacta, por tanto, la noción acerca de una polaridad en la poesía de Virgilio, en la que habría que diferenciar la parte puramente bucólica de la que responde a una motivación épica. Las églogas del poeta vuelcan su maravilloso lirismo, es cierto, al gozo y la pureza de la vida campesina, pero sin duda el elemento determinante en esta preferencia por la vida retirada y por las labores agrícolas es la creencia de que las virtudes auténticas de la raza latina son virtudes originadas en el campo, en tanto que la decadencia de las costumbres proviene indefectiblemente de la perniciosa influencia del Oriente helenístico. Es, sobre todo, en la égloga IV donde puede apreciarse la intuición virgiliana de exaltar el destino de Roma, encarnado, esta vez, en la figura del futuro salvador que habrá de restaurar en el mundo la paz y la justicia. La Edad Media se complació en interpretar estos versos misteriosos como una profecía acerca del advenimiento del Mesías. Como quiera que fuese, la creencia que este texto encierra es en todo semejante a la que informa la composición de la Eneida; se diría que un luminoso optimismo baña la frente del poeta: «¡ya es llegado el tiempo! El alto cielo y todas las cosas se regocijan con la idea del siglo que va a llegar...»

El sentimiento patrio de Virgilio se halla plenamente compartido por los grandes escritores latinos de la edad imperial. Horacio, Ovidio, Vitrubio, Tito Livio expresan una y otra vez su certidumbre acerca del grandioso destino de 1a romanidad. Por un sagrado designio, la Ciudad Eterna habrá de ser el centro de la ordenación política del mundo; gracias a ella, los beneficios de la civilización se extenderán al orbe entero. Un escrito del siglo II d. de C., el «Encomio de Roma» del retórico griego Aelio Arístides considera que la obra de Roma, al haber organizado el mundo, sometiéndolo a un cetro común y a unas mismas leyes e instituciones, ha sido semejante a la realizada por Zeus en la esfera celeste, al poner orden en el caos.

* En «Roma: La ciudad eterna y el imperio», publicado en «Mikael, Revista del Seminario de Paraná», año 2, n° 4, 1er cuatrimestre de 1974, pp. 59-62.


[1] «Tú, romano, recuerda que has de gobernar a los pueblos con tu imperio;
     éstas serán tus artes: imponer las normas de la paz,
     perdonar a los vencidos y pacificar a los soberbios».

__________________________

Para ver una publicación anterior, perteneciente al mismo artículo del cual ésta es también un fragamento, puede decargarla AQUÍ.

Quien quiera descargar y guardar el texto precedente en PDF, y ya listo para imprimir, puede hacerlo AQUÍ.

blogdeciamosayer@gmail.com

Entradas más populares de este blog

«Verba Christi» - Dietrich von Hildebrand (1889-1997)

«Levantad vuestras cabezas porque vuestra redención se acerca» - San Rafael Arnáiz Barón (1911-1938)

«La Esperanza virtud heroica» - Abelardo Pithod (1932-2019)

Homilía en la Misa «Pro Eligendo Romano Pontifice» - S.S. Benedicto XVI (1927-2022)

«In memoriam (P. Julio Meinvielle)» - Revista Mikael (1973-1983)