«¿Qué es el hombre?» - Odo Casel O.S.B. (1886-1948)
Esto es lo que acaece hoy día en
el mundo y en la humanidad. Parecido a lo que sucedió cuando la edificación de
la torre de Babel. Por aquel entonces, todos los hombres parecían estar de
acuerdo en que había que esforzarse por construir algo verdaderamente grande.
Todos hablaban una lengua y estaban
poseídos de una misma idea: la de una
completa unidad exterior y la del poderío que ésta lleva consigo. Como símbolo
de esa unidad y de ese poder, quisieron edificar una torre cuyas agujas
llegasen hasta el cielo. Creían que con eso su fuerza quedaría asegurada para
siempre; en adelante nada les parecería irrealizable (Cf. Génesis, 11, 4 ss.).
También nosotros hemos oído esas
voces. El estado totalitario, que se coloca en el puesto de Dios, dice también:
nada nos es imposible. Los Estado del mundo dicen: formamos un gobierno mundial
y un parlamento mundial. Sin duda, son ideas y planes avasalladores. Pero no
dejan más que ruinas por todas partes. El grandioso proyecto de unidad humana,
del Estado total, del Gobierno mundial, se les deshace entre las manos; y queda
sólo la caricatura de la unidad, la opresión o la mentira. La antigua ciudad de
Babel no ha sido terminada nunca; de los titanes, de las torres celestes, sólo
quedan tristes escombros y montones de tierra.
Y lo que sucede con el conjunto
de la humanidad sucede también con cada uno de los hombres. ¿Qué ha ido de los
superhombres, de los gigantes de quienes se habla en la liturgia del sábado
santo[1],
qué ha sido de los grandes jefes y caudillos, de los constructores de Estados y
fundadores de una nueva cultura milenaria? Han sido convertidos, literalmente,
en «polvo» «que disipa el viento» –pulvis
ante faciem venti (Salmo 34. 5).
Del «nuevo modelo de hombre» ha
quedado sólo una caricatura, una horrible máscara. El nuevo rostro de la
humanidad se ha mostrado realmente satánico, abominable y monstruoso, una
verdadera imagen del infierno y del más tenebroso abismo. Lo que en los
«Profetas» de este nuevo modelo de hombre –surgidos hace unos cien años– pudo
parecer grandioso y seductor, ha quedado después al descubierto en su inhumana
y atroz deformidad; de suerte que, a muchos, más perspicaces, su propio «ideal»
les pareció inquietante y, como dice Goethe[2],
«se atemorizaron de su semejanza divina».
Y, sin embargo, en realidad,
todo sigue como antes, a pesar de todas las calamidades que nos han
sobrevenido. La mayoría de los hombres siguen viviendo
como si no nos hubiera alcanzado el terrible látigo de Dios. Ya se han olvidado
de las fuertes impresiones recibidas durante la condena.
El olvidar es también una
especie de castigo. Porque el hombre que no siente las grandes acciones
divinas, que no tiene experiencia de las mismas y no conserva esa experiencia
en lo más íntimo de sí, olvida lo que podría salvarle, sin que todo eso deje
huella alguna duradera en él. Vive sólo en la superficie y se queja de las
incomodidades y trabajos que él mismo se creó, para acabar gritando contra Dios
y blasfemando de Él. Oblivionem omnino
fugiat, advierte, por eso, San Benito. «Huya (el monje) de todo olvido; y
acuérdese siempre de todo lo que Dios ha mandado» (Regla, c. 7). Dios se acuerda constantemente de todas las cosas;
lleva a cada criatura, aun a la más pequeña, en su corazón, rodeada de bondad.
«No cae un solo gorrión en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre», dice
el Salvador (Mateo, 10,29). Pero el
hombre que descarada y brutalmente se ha olvidado de Dios se enfurece cuando
Dios parece olvidarse un poco de él. Y el que, mientras le salen las cosas
bien, no encuentra ninguna palabra que dirigir a Dios, blasfema cuando Dios se
calla, y reniega de Él al no ponerle a su nivel e interesarse por su desgracia.
Y, no obstante, el cuidado y
amor de Dios por nosotros se muestra aun en los momentos en que deja al hombre
suspendido sobre el abismo, para que conozca lo que es el hombre sin Dios. La Epístola
a los Hebreos (12, 5 ss.) dice, recordando algunos pasajes del Antiguo
Testamento: «Hijo mío, no menosprecies la corrección del Señor y no desmayes
cuando Él te reprenda; porque el Señor reprenda a quien ama, y castiga a todo
el que recibe por hijo. Es para vuestra educación por lo que os prueba la
paciencia. Como a hijos os trata Dios. Pues ¿qué hijo hay a quien su padre no
corrija? Si os quedaseis sin la corrección, que se ha dado a todos, es que sois
bastardos y no hijos». Y en el Apocalipsis
(3, 19 s.) dice el Señor: «A los que amo los reprendo y corrijo; ten, pues, ánimo
y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y
abre la puerta, yo entraré en su casa y cenaré con él y el conmigo».
Está el Señor tan lleno de amor
hasta para con sus hijos infieles que los mismos castigos que les manda son
para hacerles mejores, por amor que les tiene. «¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como
la gallina a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste!» (Mateo, 23, 37).
El «misterio de iniquidad»
radica en que un amor así sea conscientemente rechazado. No se puede
comprender; pero es una realidad. Así fue en el Paraíso, así fue en la Antigua
Alianza, así fue cuando la venida de Dios en carne humana y así sigue siendo hoy.
«¡No quisiste!». ¿Puede comprenderse tal vileza, tal brutalidad, tal
ingratitud? ¡No! Pero debemos esforzarnos en comprenderlo para que podamos
precavernos.
Porque, aun cuando uno no
rechace a Dios con formas groseras, no obstante le abandona; y, en realidad, le
injuria y blasfema de Él, «cerrándoles la puerta ante sus narices». De suerte
que existe en todo hombre, incluso en aquel que reconoce y ama a Dios, un
peligro oculto de privarle de su gloria, de regatearle el amor que le es
debido, de erigirse, cuando menos, un pequeño trono junto a Dios para poder, en
definitiva, librarse de Él. Y pudiera decirse que Dios mismo ha contribuido a
que el hombre levante un trono frente a Él.
¿Cómo puede explicarse que,
desde la aparición de Dios en carne humana, se haya hecho mayor y más terrible
el odio del mundo a Dios? ¿Que desde entonces se menosprecie y denigre, todavía
más, a Dios y a lo divino? Sin duda por el hecho de que Dios no sólo ha dotado
espléndidamente al hombre, sino que incluso le ha dado participación en su
naturaleza divina y, por lo mismo, le ha ensalzado en modo extremo. Ya en el
Antiguo Testamento se dice que fue hecho el hombre un poco menos que Dios y se
le coronó de gloria y de honor (Salmo 8, 6). Y en el Nuevo Testamento ha
elevado Dios al hombre tan alto que le hizo realmente igual a sí mismo. Porque
en Cristo ha subido el hombre hasta el trono de Dios y se ha sentado a su
diestra. Dios no podía elevar más alto al hombre que colocándole sobre todas
las jerarquías de los poderosos Espíritus, de los ángeles y de los ejércitos
celestiales, reconociéndole como hijo suyo y dándole participación en su gloria
y señorío. El Cristianismo, por tanto, ha ensalzado infinitamente al hombre, le
ha dado entrada en los misterios celestes, en profundidades que sólo eran
accesibles a Dios, enriqueciendo infinitamente la vida de su alma.
¿Quién podrá creer que
precisamente esta condescendencia de Dios ha dado pie al hombre para la más
espantosa presunción? Y, sin embargo, parece ser así, pues han sido
precisamente cristianos escogidos, esclarecidos teólogos, Príncipes de la
Iglesia, los que se han sublevado una y otra vez contra Dios, los que han
abandonado la humildad y el amor y han seguido a su orgullo... ¡Y son tantos
los que abusan de su estado particular de consagración a Dios, de su vocación a
la perfección, para buscarse a sí mismos y a su propia gloria! ¡Qué subversión
de la verdad! La entera esencia de la vida y de la perfección cristiana se basa
precisamente sobre el don del propio yo y la sumisión a la gracia de Dios, Deus
meus et Omnia! Dice el antiguo lema: «¡Mi Dios y mi todo!». Pero esos
hombres utilizan a Dios y a Jesucristo. Pero si, a causa de su profesión,
tienen que padecer algún oprobio, si son humillados o censurados, se indignan
de que no se respete la dignidad de quien, por profesión y por la gracia
recibida, está colocado tan alto. De esos tales dice San Benito en el primer
capítulo de su Regla: «Mienten a Dios con su tonsura... Tiene
por ley la satisfacción de sus caprichos; a cuanto piensan o deciden lo llaman
“santo”, y lo que no les gusta lo consideran “prohibido”».
Es el pecado antiguo, y continuamente renovado, de los fariseos,
quienes, en realidad, menosprecian y ofenden más a Dios que los paganos,
incrédulos y herejes. Porque éstos, al menos, no abusan del nombre y del honor
de Dios; y, por tanto, no le hacen ninguna afrenta; más bien, obran por
ignorancia y debilidad. Por ellos rogó el Salvador en la Cruz: «Padre,
perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc, 23, 34).
Mucha mayor deshonra recibe Dios
de los llamados devotos que, como dice Malaquías, «menosprecian el nombre de
Dios entre las gentes» (cfr. Malaquías, 1). Visten la librea de Dios,
han tomado su nombre como enseña, pero sus obras están lejos de Él. Dan ganas
de gritarles lo que Juan Bautista, predicador de penitencia, clamaba a los
fariseos cuando se apresuraban a recibir el bautismo para ser tenidos por
hombres piadosos: «Raza de víboras, ¿quién os enseñó a huir de la ira que os
amenaza? Haced frutos dignos de penitencia, y no os forjéis ilusiones
diciéndoos: Tenemos a Abrahán por padre. Porque yo os digo que Dios puede hacer
de estas piedras hijos de Abrahán. Ya está puesta el hacha a la raíz de los
árboles, y todo árbol que no dé fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os
bautizo en agua para penitencia; pero detrás de mí viene otro más fuerte que
yo... El os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene ya el bieldo en
su mano y limpiará su era y recogerá su trigo en el granero, pero quemará la
paja en el fuego inextinguible» (Mateo, 3, 7-12).
Y «el más fuerte» afirmó:
«¡Hipócritas! Bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me
honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; en vano me rinden
culto, enseñando doctrinas que son preceptos humanos» (Mateo, 15, 7-9).
Y entonces pronunció el Señor las terribles palabras: «En verdad os digo que
los publicanos y las meretrices os preceden en el reino de Dios. Porque vino
Juan a vosotros por el camino de la justicia, y no habéis creído en él, mientras
que los publicanos y las meretrices creyeron en él. Pero vosotros, aun viendo
esto, no os habéis arrepentido creyendo en él» (Mateo, 21, 31 ss.).
«Muchos son los llamados y pocos
los escogidos» (Mateo, 22, 14); es decir, que corremos el peligro que
corrían los llamados, de no ser elegidos. Y, sin embargo, es fácil serlo; no
necesitamos más que hacernos como niños, pues los niños entrarán en el reino de
los cielos. «De ellos es el reino de los cielos» (Mateo, 19, 14). «El
menor de entre vosotros, ése será el más grande» (Lucas, 9, 48). «En
verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en
el reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de
éstos, ése será el más grande en el reino de los cielos» (Mateo, 18, 3
s.).
Esta es la doctrina del nuevo
Testamento, la sabiduría celestial salida de la boca del Señor mismo. ¡Qué
distinto es este modelo de hombre del que rige y se predica hoy día por el
mundo! Y, sin embargo, los que tienen un modelo de hombre distinto del que ha
sido propuesto por Dios no podrán entrar en el reino de los cielos.
Examinémonos, pues, para ver qué
modelo de hombre está inscrito en lo más íntimo de nuestro corazón; no cuál es
el que alabamos exteriormente. Con la boca, con nuestro nombre de cristianos,
con nuestro pertenecer a la Iglesia, confesamos, sin duda a Cristo; pero ¿lo
hacemos también con el corazón? «No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en
el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en
los cielos» (Mateo, 7, 21).
* En «El Hombre Auténtico», Ediciones Guadarrama – Madrid, 2ª edición, 1963, pp. 23-31.
[1] 6ª Profecía; Baruch, 3, 26 s. En la
nueva Liturgia de la Vigilia Pascual ya no se lee esta Profecía. (N. del Tr.).
[2] Cfr. Fausto. 1ª parte (Mefistófeles y discípulo).
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