«¿Qué es el hombre?» - Odo Casel O.S.B. (1886-1948)

Se habla mucho hoy día del verdadero «concepto de hombre», o, mejor, se anda a la búsqueda del auténtico concepto de hombre. Quid est homo? «¿Qué es el hombre» (Salmo 8, 5), el verdadero hombre? ¿Cómo ha de configurarse, para ser del todo lo que desea ser y lo que debe ser? Pero, y ¿qué es eso que quiere y debe ser? Él mismo no lo sabe. Por eso el buscador está dando vueltas en redondo. Le gustaría conocer el verdadero concepto de hombre, le gustaría proponérselo como modelo para conformarse a él; le gustaría realizarlo en sí mismo, llevándolo a su perfección. Pero ignora por completo dónde se encuentra el arquetipo del hombre. ¿Cómo va a poder conformarse a él? Y, sin embargo, está constantemente «modelándose» a sí mismo, como un escultor que cincelara una estatua sin tener claramente en la cabeza el arquetipo de su obra. Parece como si lo que pretendiera con su trabajo fuera, antes que nada, encontrar el modelo. ¿Qué es lo que puede salir de un esfuerzo así? Un artista que procediera de esta manera acabaría por no tener entre las manos más que un bloque de piedra astillado por todas partes que no serviría para nada, un busto despreciable en el que tal vez pudieran descubrirse, aquí y allá, bosquejos de una figura; con lo cual el conjunto resultaría todavía más desastroso.

Esto es lo que acaece hoy día en el mundo y en la humanidad. Parecido a lo que sucedió cuando la edificación de la torre de Babel. Por aquel entonces, todos los hombres parecían estar de acuerdo en que había que esforzarse por construir algo verdaderamente grande. Todos hablaban una lengua y estaban poseídos de una misma idea: la de una completa unidad exterior y la del poderío que ésta lleva consigo. Como símbolo de esa unidad y de ese poder, quisieron edificar una torre cuyas agujas llegasen hasta el cielo. Creían que con eso su fuerza quedaría asegurada para siempre; en adelante nada les parecería irrealizable (Cf. Génesis, 11, 4 ss.).

También nosotros hemos oído esas voces. El estado totalitario, que se coloca en el puesto de Dios, dice también: nada nos es imposible. Los Estado del mundo dicen: formamos un gobierno mundial y un parlamento mundial. Sin duda, son ideas y planes avasalladores. Pero no dejan más que ruinas por todas partes. El grandioso proyecto de unidad humana, del Estado total, del Gobierno mundial, se les deshace entre las manos; y queda sólo la caricatura de la unidad, la opresión o la mentira. La antigua ciudad de Babel no ha sido terminada nunca; de los titanes, de las torres celestes, sólo quedan tristes escombros y montones de tierra.

Y lo que sucede con el conjunto de la humanidad sucede también con cada uno de los hombres. ¿Qué ha ido de los superhombres, de los gigantes de quienes se habla en la liturgia del sábado santo[1], qué ha sido de los grandes jefes y caudillos, de los constructores de Estados y fundadores de una nueva cultura milenaria? Han sido convertidos, literalmente, en «polvo» «que disipa el viento» –pulvis ante faciem venti (Salmo 34. 5).

Del «nuevo modelo de hombre» ha quedado sólo una caricatura, una horrible máscara. El nuevo rostro de la humanidad se ha mostrado realmente satánico, abominable y monstruoso, una verdadera imagen del infierno y del más tenebroso abismo. Lo que en los «Profetas» de este nuevo modelo de hombre –surgidos hace unos cien años– pudo parecer grandioso y seductor, ha quedado después al descubierto en su inhumana y atroz deformidad; de suerte que, a muchos, más perspicaces, su propio «ideal» les pareció inquietante y, como dice Goethe[2], «se atemorizaron de su semejanza divina».

Y, sin embargo, en realidad, todo sigue como antes, a pesar de todas las calamidades que nos han sobrevenido. La mayoría de los hombres siguen viviendo como si no nos hubiera alcanzado el terrible látigo de Dios. Ya se han olvidado de las fuertes impresiones recibidas durante la condena.

El olvidar es también una especie de castigo. Porque el hombre que no siente las grandes acciones divinas, que no tiene experiencia de las mismas y no conserva esa experiencia en lo más íntimo de sí, olvida lo que podría salvarle, sin que todo eso deje huella alguna duradera en él. Vive sólo en la superficie y se queja de las incomodidades y trabajos que él mismo se creó, para acabar gritando contra Dios y blasfemando de Él. Oblivionem omnino fugiat, advierte, por eso, San Benito. «Huya (el monje) de todo olvido; y acuérdese siempre de todo lo que Dios ha mandado» (Regla, c. 7). Dios se acuerda constantemente de todas las cosas; lleva a cada criatura, aun a la más pequeña, en su corazón, rodeada de bondad. «No cae un solo gorrión en tierra sin el consentimiento de vuestro Padre», dice el Salvador (Mateo, 10,29). Pero el hombre que descarada y brutalmente se ha olvidado de Dios se enfurece cuando Dios parece olvidarse un poco de él. Y el que, mientras le salen las cosas bien, no encuentra ninguna palabra que dirigir a Dios, blasfema cuando Dios se calla, y reniega de Él al no ponerle a su nivel e interesarse por su desgracia.

Y, no obstante, el cuidado y amor de Dios por nosotros se muestra aun en los momentos en que deja al hombre suspendido sobre el abismo, para que conozca lo que es el hombre sin Dios. La Epístola a los Hebreos (12, 5 ss.) dice, recordando algunos pasajes del Antiguo Testamento: «Hijo mío, no menosprecies la corrección del Señor y no desmayes cuando Él te reprenda; porque el Señor reprenda a quien ama, y castiga a todo el que recibe por hijo. Es para vuestra educación por lo que os prueba la paciencia. Como a hijos os trata Dios. Pues ¿qué hijo hay a quien su padre no corrija? Si os quedaseis sin la corrección, que se ha dado a todos, es que sois bastardos y no hijos». Y en el Apocalipsis (3, 19 s.) dice el Señor: «A los que amo los reprendo y corrijo; ten, pues, ánimo y arrepiéntete. Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré en su casa y cenaré con él y el conmigo».

Está el Señor tan lleno de amor hasta para con sus hijos infieles que los mismos castigos que les manda son para hacerles mejores, por amor que les tiene. «¡Cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina a sus polluelos bajo las alas, y no quisiste!» (Mateo, 23, 37).

El «misterio de iniquidad» radica en que un amor así sea conscientemente rechazado. No se puede comprender; pero es una realidad. Así fue en el Paraíso, así fue en la Antigua Alianza, así fue cuando la venida de Dios en carne humana y así sigue siendo hoy. «¡No quisiste!». ¿Puede comprenderse tal vileza, tal brutalidad, tal ingratitud? ¡No! Pero debemos esforzarnos en comprenderlo para que podamos precavernos.

Porque, aun cuando uno no rechace a Dios con formas groseras, no obstante le abandona; y, en realidad, le injuria y blasfema de Él, «cerrándoles la puerta ante sus narices». De suerte que existe en todo hombre, incluso en aquel que reconoce y ama a Dios, un peligro oculto de privarle de su gloria, de regatearle el amor que le es debido, de erigirse, cuando menos, un pequeño trono junto a Dios para poder, en definitiva, librarse de Él. Y pudiera decirse que Dios mismo ha contribuido a que el hombre levante un trono frente a Él.

¿Cómo puede explicarse que, desde la aparición de Dios en carne humana, se haya hecho mayor y más terrible el odio del mundo a Dios? ¿Que desde entonces se menosprecie y denigre, todavía más, a Dios y a lo divino? Sin duda por el hecho de que Dios no sólo ha dotado espléndidamente al hombre, sino que incluso le ha dado participación en su naturaleza divina y, por lo mismo, le ha ensalzado en modo extremo. Ya en el Antiguo Testamento se dice que fue hecho el hombre un poco menos que Dios y se le coronó de gloria y de honor (Salmo 8, 6). Y en el Nuevo Testamento ha elevado Dios al hombre tan alto que le hizo realmente igual a sí mismo. Porque en Cristo ha subido el hombre hasta el trono de Dios y se ha sentado a su diestra. Dios no podía elevar más alto al hombre que colocándole sobre todas las jerarquías de los poderosos Espíritus, de los ángeles y de los ejércitos celestiales, reconociéndole como hijo suyo y dándole participación en su gloria y señorío. El Cristianismo, por tanto, ha ensalzado infinitamente al hombre, le ha dado entrada en los misterios celestes, en profundidades que sólo eran accesibles a Dios, enriqueciendo infinitamente la vida de su alma.

¿Quién podrá creer que precisamente esta condescendencia de Dios ha dado pie al hombre para la más espantosa presunción? Y, sin embargo, parece ser así, pues han sido precisamente cristianos escogidos, esclarecidos teólogos, Príncipes de la Iglesia, los que se han sublevado una y otra vez contra Dios, los que han abandonado la humildad y el amor y han seguido a su orgullo... ¡Y son tantos los que abusan de su estado particular de consagración a Dios, de su vocación a la perfección, para buscarse a sí mismos y a su propia gloria! ¡Qué subversión de la verdad! La entera esencia de la vida y de la perfección cristiana se basa precisamente sobre el don del propio yo y la sumisión a la gracia de Dios, Deus meus et Omnia! Dice el antiguo lema: «¡Mi Dios y mi todo!». Pero esos hombres utilizan a Dios y a Jesucristo. Pero si, a causa de su profesión, tienen que padecer algún oprobio, si son humillados o censurados, se indignan de que no se respete la dignidad de quien, por profesión y por la gracia recibida, está colocado tan alto. De esos tales dice San Benito en el primer capítulo de su Regla: «Mienten a Dios con su tonsura... Tiene por ley la satisfacción de sus caprichos; a cuanto piensan o deciden lo llaman “santo”, y lo que no les gusta lo consideran “prohibido”».

Es el pecado antiguo, y continuamente renovado, de los fariseos, quienes, en realidad, menosprecian y ofenden más a Dios que los paganos, incrédulos y herejes. Porque éstos, al menos, no abusan del nombre y del honor de Dios; y, por tanto, no le hacen ninguna afrenta; más bien, obran por ignorancia y debilidad. Por ellos rogó el Salvador en la Cruz: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen» (Lc, 23, 34).

Mucha mayor deshonra recibe Dios de los llamados devotos que, como dice Malaquías, «menosprecian el nombre de Dios entre las gentes» (cfr. Malaquías, 1). Visten la librea de Dios, han tomado su nombre como enseña, pero sus obras están lejos de Él. Dan ganas de gritarles lo que Juan Bautista, predicador de penitencia, clamaba a los fariseos cuando se apresuraban a recibir el bautismo para ser tenidos por hombres piadosos: «Raza de víboras, ¿quién os enseñó a huir de la ira que os amenaza? Haced frutos dignos de penitencia, y no os forjéis ilusiones diciéndoos: Tenemos a Abrahán por padre. Porque yo os digo que Dios puede hacer de estas piedras hijos de Abrahán. Ya está puesta el hacha a la raíz de los árboles, y todo árbol que no dé fruto será cortado y arrojado al fuego. Yo os bautizo en agua para penitencia; pero detrás de mí viene otro más fuerte que yo... El os bautizará en el Espíritu Santo y en el fuego. Tiene ya el bieldo en su mano y limpiará su era y recogerá su trigo en el granero, pero quemará la paja en el fuego inextinguible» (Mateo, 3, 7-12).

Y «el más fuerte» afirmó: «¡Hipócritas! Bien profetizó de vosotros Isaías cuando dijo: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; en vano me rinden culto, enseñando doctrinas que son preceptos humanos» (Mateo, 15, 7-9). Y entonces pronunció el Señor las terribles palabras: «En verdad os digo que los publicanos y las meretrices os preceden en el reino de Dios. Porque vino Juan a vosotros por el camino de la justicia, y no habéis creído en él, mientras que los publicanos y las meretrices creyeron en él. Pero vosotros, aun viendo esto, no os habéis arrepentido creyendo en él» (Mateo, 21, 31 ss.).

«Muchos son los llamados y pocos los escogidos» (Mateo, 22, 14); es decir, que corremos el peligro que corrían los llamados, de no ser elegidos. Y, sin embargo, es fácil serlo; no necesitamos más que hacernos como niños, pues los niños entrarán en el reino de los cielos. «De ellos es el reino de los cielos» (Mateo, 19, 14). «El menor de entre vosotros, ése será el más grande» (Lucas, 9, 48). «En verdad os digo, si no os volviereis y os hiciereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Pues el que se humillare hasta hacerse como un niño de éstos, ése será el más grande en el reino de los cielos» (Mateo, 18, 3 s.).

Esta es la doctrina del nuevo Testamento, la sabiduría celestial salida de la boca del Señor mismo. ¡Qué distinto es este modelo de hombre del que rige y se predica hoy día por el mundo! Y, sin embargo, los que tienen un modelo de hombre distinto del que ha sido propuesto por Dios no podrán entrar en el reino de los cielos.

Examinémonos, pues, para ver qué modelo de hombre está inscrito en lo más íntimo de nuestro corazón; no cuál es el que alabamos exteriormente. Con la boca, con nuestro nombre de cristianos, con nuestro pertenecer a la Iglesia, confesamos, sin duda a Cristo; pero ¿lo hacemos también con el corazón? «No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre, que está en los cielos» (Mateo, 7, 21).

* En «El Hombre Auténtico», Ediciones Guadarrama – Madrid, 2ª edición, 1963, pp. 23-31.


[1] 6ª Profecía; Baruch, 3, 26 s. En la nueva Liturgia de la Vigilia Pascual ya no se lee esta Profecía. (N. del Tr.).
[2] Cfr. Fausto. 1ª parte (Mefistófeles y discípulo).

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