«La Batalla de Lepanto» (fragmento) - William Thomas Walsh (1891-1949)

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        Hacia las dos de la mañana del domingo 7 de octubre, un viento fresco y firme saltó del Poniente y rizó el mar Jónico, despejando el cielo y barriendo la niebla. Don Juan, recostado e insomne en la cámara de su Real, se dio cuenta de que estaba en medio de un inmenso lago, alumbrado por la luz de la luna. Dio la orden, y las grandes áncoras se levantaron; se desplegaron las velas y los pesados cascos empezaron a hendir el agua trémula, como para alcanzar el amanecer en la costa de Albania. Cuando apareció el sol radiante, sobre el golfo de Lepanto, el vigía de Doria, en la vanguardia, apercibió un escuadrón del enemigo, a doce millas de distancia, que regresaba de una descubierta en Santa Maura. La bandera de señal apareció en lo alto del mástil de la nave real, en la que Doria vigilaba.

«Aquí venceremos o moriremos», gritó Don Juan, exultante; y ordenó que se desplegara la bandera verde, que era la señal convenida para que todos se pusieran en orden de batalla. Las múltiples filas de remos de las seis galeazas venecianas se hundieron en el mar, impulsando a las pesadas embarcaciones a las posiciones designadas: dos delante de cada cuerpo de naves, a una milla de distancia.

El veneciano Barbarigo, con sesenta y cuatro galeras, se extendió, tan cerradamente como pudo, hacia la costa de Aetolia, para evitar un movimiento envolvente del enemigo por el Norte. Don Juan mandaba el centro, formado por sesenta y tres galeras, con Colonna y Veniero a ambos lados de él, y Requeséns detrás. El escuadrón de Doria, de sesenta naves, formaba al ala derecha, hacia el alta mar, en el lugar más peligroso. Treinta y cinco navíos quedaban a retaguardia, a las órdenes del marqués de Santa Cruz, con instrucciones de prestar ayuda si fuera necesario. Así formada, la gran escuadra avanzó por el golfo de Patras, como un gran arco extendido por legua y media del mar, alineándose gradualmente según iba apareciendo el enemigo. Los turcos, que tenían en total 286 galeras (pues Hascen Bey acababa de llegar con 22 naves más de Trípoli), contra 208 de los cristianos, estaban decididos a luchar, y comenzaban a preparar los puentes para entrar en acción. Mohamed Siroco se opuso a Barbarigo, con 55 galeras. Alí Pasha y Pertew, con otras 96 hizo frente al grupo de Don Juan. Aluch Alí, con 73, estaba del lado de alta mar, dando la cara a Juan Andrea Doria. Tenían también un escuadrón de reserva en retaguardia. El viento soplaba hacia el Este, empujando a los turcos, con sus velas hinchadas, mientras que los cristianos tenían que hacer uso de los remos; pero al caer la tarde, el aire casi por completo amainó. Pasaron cuatro horas más, preparándose las dos armadas para luchar.

Doria, entre tanto, fue en una nave ligera a consultar con Don Juan y los otros jefes. Según una versión, se opuso al principio a dar la batalla a un enemigo que tenía sobre ellos preponderancia manifiesta en buques pesados. Pedía, por lo menos, un consejo de guerra. Pero Don Juan exclamó: «Es hora de luchar y no de hablar»; y así se acordó. Según Cabrera, Doria no sólo dio la últimas disposiciones para la batalla, sino que fue el que sugirió que le generalísimo ordenara que cortasen los espolones de las proas de sus galeras. Eran espolones puntiagudos, de catorce pies de largo, que al impulso de los cien remeros se hundían en el costado de la nave enemiga, causándole grave daño. Mas era evidente que al pelear en un espacio pequeño, juntos casi los navíos, no servían para nada. Sin ellos, Don Juan podría colocar sus cañones más bajos y herir los cascos de las embarcaciones turcas más cerca de la línea de flotación, Se decidió hacerlo así, y, uno tras otro, los espolones fueron cayendo, haciendo salpicar las aguas del mar en calma.

El joven almirante, con su armadura dorada, fue en un barco rápido, de nave en nave, llevando un crucifijo de hierro, que mostraba a los que iban a luchar. «Ea, soldados valerosos –gritó– tenéis el tiempo que deseasteis; lo que me tocaba, cumplí; humillad la soberbia del enemigo, alcanzad gloria en tan religiosa pelea, viviendo y muriendo siempre vencedores, pues iréis al cielo». La presencia de su gallarda figura juvenil y el sonido de su voz fresca produjeron un efecto sorprendente. Un grito inmenso le contestó en cada barco. Y una larga aclamación atravesó el mar rutilante, cuando el estandarte de la Liga del Papa, con la imagen de Cristo Crucificado, iluminado por el sol, se alzó en la Real, junto a la bandera azul de Nuestra Señora de Guadalupe. En el mástil delantero de su capitana Don Juan había colgado un crucifijo, lo único que pudo salvar cuando un incendio destruyó su casa de Alcalá.

      Al avanzar los turcos, describiendo una gran media luna, Don Juan se arrodilló en la proa, y con altas voces pidió a Dios su bendición para las armas cristianas, mientras sacerdotes y frailes, en toda la escuadra, mostraban los crucifijos ante los marineros y los soldados, de rodillas. El sol estaba en su punto más alto. El agua cristalina, casi sin olas, era un espejo trémulo donde se copiaban los colores vivos de miles de estandartes, pendones, banderas y gonfalones y los reflejos brillantes y fríos del oro y de la plata de las armaduras; todo ello cambiando, como un maravilloso calidoscopio, entre el mar azul y el cielo deslumbrador. Un silencio solemne, como el que se siente antes de la Consagración, en la misa, se extendió por toda la armada. Los turcos respondieron con sus usuales coros de guerra, alaridos y gemidos y con el golpear de la cimitarras sobre los escudos y con el clamor de los cuernos y trompetas. Los cristianos, en silencio, aguardaban.

Y en aquel instante el viento, que hasta entonces había favorecido a los turcos, saltó al poniente, y las galeras cristianas fueron empujadas hacia el enemigo. Alí Pasha, en el centro de la escuadra mahometana, abrió la batalla con un cañonazo. Don Juan contestó con otro. Cuando los remos turcos empezaron a batir las aguas, las seis galeazas venecianas abrieron sobre ellos el fugo de sus 264 cañones. No fueron sus disparos tan mortíferos como se creía, pero lograron romper la línea enemiga. El ala derecha de los turcos se esforzaba por ganar el mar libre, entre los venecianos y la costa aetoliana. Cinco de sus naves rodaron la galera de Barbarigo, y los arqueros moros lanzaron sobre ella una nube de flechas envenenadas, que preferían, por su mortal eficacia, a las armas de fuego. Los barcos se abordaron, y comenzó la lucha cuerpo a cuerpo. El gran Barbarigo luchó como un león, hasta que, habiendo apartado el escudo de su cara para dar una orden, una flecha se le clavó en un ojo.

El ala derecha cristiana es la que tuvo que sostener el ataque más recio de los turcos. Doria era temido y respetado por los musulmanes. Ocupaba, además, el lugar más peligroso, donde sólo contaban la estrategia y la ciencia marinera. Si había un rival digno de él entre los marineros del Mediterráneo, era Aluch Alí, el apóstata italiano. Cuando el ala izquierda turca trataba de ganar alta mar, en un movimiento envolvente, Doria extendió su línea más hacia la derecha, dejando un espacio entre su escuadra y las naves del centro cristiano. Aluch Alí cambió entonces rápidamente de dirección y avanzó por el espacio libre con sus mejores buques, mientras sus galeras pesadas tomaban a los genoveses por el lado del mar libre. Doria, aunque abrumado por el número de enemigos, luchó de un modo magnífico. En diez de sus buques murieron casi todos los soldados en la primera hora de la lucha. El puñado de los que sobrevivieron continuó pelando y defendiendo desesperadamente sus naves, con la esperanza de que llegara el socorro a tiempo.

Pero la reserva de Santa Cruz había ido en ayuda de algunos de los venecianos de la izquierda; y en cuanto a los navíos del centro cristiano, estaban empeñados en una contienda mortal con el centro turco. En efecto, así que Alí Pasha vio las santas banderas flotando en la galera de Don Juan, se lanzó recto hacia ella. Los dos enormes cascos chocaron, proa con proa. La nave de Alí Pasha era más alta y pesada, y la tripulaban 500 genízaros escogidos.

Entonces se vio hasta qué punto fue prudente el consejo de Doria de quitar los espolones, pues mientras el fuego de la artillería turca pasaba a través del cordaje de la Real, Don Juan, tirando más bajo, sembraba la muerte en las filas de genízaros. Lucharon en ambas naves cuerpo a cuerpo, de puente a puente, durante dos horas. Siete galeras turcas acudieron en ayuda de La Sultana, y a medida que caían los genízaros sobre el puente, eran reemplazados por otros de las embarcaciones de reserva. La horda de los turcos, con terribles alaridos, penetró dos veces en la Real, hasta el mástil principal, y dos veces los españoles los rechazaron. Pero Don Juan tenía ya muchas pérdidas y sólo dos naves de reserva. Luchando valerosamente, rodeado de unos pocos caballeros españoles, fue herido en un pie. Su situación era muy crítica, cuando Santa Cruz, después de salvar a los venecianos, vino en su ayuda y envió a bordo 200 hombres de refresco.

Enardecidos por el refuerzo, los españoles se lanzaron tan furiosamente sobre Alí y sus genízaros que los rechazaron hasta su propio barco. Hasta tres veces cargaron los cristianos, y las tres fueron rechazados por los turcos de los puentes, que estaban rojos y resbaladizos de sangre, llenos de montones de cadáveres, de troncos terriblemente lacerados, de piernas y brazos que se estremecían aún. Las dos escuadras estaban unidas en un abrazo de muerte; los barcos, en grupos de dos o tres, se entrechocaban en el agua, teñida ya de rojo, en la que flotaban cuerpos y miembros destrozados. El estruendo de los mosquetes, los gritos de rabia y dolor, el choque de los aceros, el tronar de la artillería, la caída de los mástiles quebrados y el chapoteo de las aguas sangrientas sobre los cascos, resonaron horriblemente durante toda la tarde del domingo. Se hicieron cosas terribles y magníficas. El viejo Veniero, con sus setenta años, luchó espada en mano a la cabeza de sus hombres. Cervantes se levantó con fiebre de su lecho, para combatir y para perder en la lucha su mano izquierda. El joven Alejandro de Parma entró solo en una galera turca, y lo pudo contar.

El momento era crítico y el final todavía dudoso, cuando Alí Pasha, el Magnífico, defendiendo su nave del último empuje cristiano, cayó derribado por la bala de un arcabuz español. Su cuerpo fue arrastrado hasta los pies de Don Juan. Un soldado español se abalanzó, triunfante, sobre él, y le cortó la cabeza. Una versión dice que Don Juan le reprochó esta brutalidad. Otra, tal vez más probable, cuenta que el príncipe clavó la cabeza en la punta de una larga pica y la alzó para que todos la viesen. Gritos frenéticos de victoria salieron de los cristianos de la Real, a la vez que arrojaban al mar a los descorazonados turcos y que izaban el estandarte de Cristo Crucificado en el palo mayor de la Sultana. No había ni un solo agujero en la santa bandera, aunque todo a su alrededor estaba acribillado y el tronco del mástil que lo sustentaba erizado de flechas, como un puerco espín. De barco a barco corrió un clamor de triunfo, con la nueva de que Alí Pasha había muerto y de que los cristianos habían vencido. El pánico se apoderó de los enemigos, y ya sólo pensaron en huir.

  Al caer el sol sobre Cefalonia el ala derecha de Doria seguía luchando aún, furiosamente, con los argelinos. Juan Andrés estaba rojo de sangre de pies a cabeza, pero escapó sin un rasguño. Cuando Aluch Alí vio que la escuadra turca llevaba la peor parte, se lanzó hábilmente entre la derecha y el centro de los cristianos. En la retaguardia de la escuadra de Doria se enfrentó con una galera de los caballeros de Malta, que especialmente odiaba. La abordó por la popa, mató a todos los caballeros y a la tripulación y se apoderó del barco; pero le atacó Santa Cruz y hubo de abandonar su presa, huyendo con sus cuarenta mejores naves hacia el alta mar, iluminada de rojo por el sol, que se ponía. La escuadra de Doria le persiguió, hasta que la noche y la tormenta vecina le obligaron a desistir.

Los cristianos se refugiaron en el puerto de Petala y contaron allí sus pérdidas, que eran más bien pequeñas, y su botín, que era riquísimo. Habían perdido 8.000 hombres, de ellos 2.000 españoles, 800 de las tropas del Papa y 5.200 venecianos. Los turcos perdieron 224 navíos; 130 capturados y más de 90 hundidos o incendiados; por lo menos, 25.000 de sus hombres perecieron; y más de 10.000 cristianos, cautivos de los infieles, fueron liberados.

Don Juan envió enseguida diez galeras a España para informar al rey, y despachó el conde Priego, a Roma. Pero Pío V tenía medios más rápidos de comunicación que las galeras. En la tarde del domingo 7 de octubre paseaba en el Vaticano con su tesorero, Donato Cesis. La tarde anterior había pedido a todos los conventos de Roma y de sus alrededores que redoblaran sus preces por la victoria de la escuadra cristiana; pero en aquel momento oía a Cesis la relación de sus dificultades financieras. De repente se separó de su interlocutor, abrió una ventana y quedó suspenso, contemplando el cielo. Volvióse después a su tesorero, y, con aspecto radiante, le dijo: «Id con Dios. No es ésta hora de negocios, sino de dar gracias a Jesucristo, pues nuestra escuadra acaba de vencer».

Y apresuradamente se dirigió a su capilla, a postrarse en acción de gracias. Cuando salió todo el mundo pudo notar su paso juvenil y su aire alegre.

Las primeras noticias de la batalla, a través de los agentes humanos, llegaron a Roma, desde Venecia, la noche del 21 de octubre, dos semanas justas después del suceso. San Pío fue en procesión a San Pedro, cantando el Te Deum laudamus. El Santo Padre conmemoró la victoria designando el 7 de octubre como fiesta del Santo Rosario, y añadiendo Auxilium Christianorum a los títulos de Nuestra Señora, en la letanía de Loreto.

* En «Felipe II», Ed. Espasa – Calpe, Madrid, 1951, pp.571-576.

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