«El pacificador» - Gilbert K. Chesterton (1874-1936)

Cuando los combatientes, cruzados los aceros, se dieron de súbito cuenta de la aparición de un tercero, hicieron el mismo movimiento. Rápido como un pistoletazo instantáneamente lo modificaron, recobrando su actitud primera; pero ambos lo habían hecho, ambos lo habían visto y ambos sabían lo que significaba. No fue un movimiento de cólera por verse interrumpidos. Dijeran o pensaran lo que quisieran, fue un movimiento de alivio. Una fuerza interior, y a pesar de eso, enteramente fuera de su alcance, iba poco a poco, implacablemente, disolviendo la dureza de su juramento. Como los amantes engañados acechan el inevitable ocaso del primer amor, estos dos hombres acechaban el ocaso de su primer odio.
Sus corazones sentían crecer la debilidad del uno por el otro. Cuando sus armas retañían en el jardinillo de Londres, de seguro ocurría algo si un tercero les interrumpía. Habría muerto uno de los dos o habrían matado al intruso. Pero ahora nada podía deshacer o negar aquel hecho fugacísimo: que durante un segundo se habían alegrado de que los interrumpiesen. Una cosa nueva, extraña, ascendía en sus corazones, como la pleamar nocturna. Era algo sumamente despiadado, porque podía acabar siendo inmensa piedad. ¿Existe acaso un fatalismo en la amistad, como el que los enamorados ven en e1 amor? ¿Dispone Dios que los hombres se quieran contra su voluntad?
–Ustedes me dispensarán que les hable, estoy seguro –dijo el extraño con tono afanoso y suplicante a la vez.
La cortesía del tono rebasaba las buenas maneras. Era incongruente con el desusado espectáculo de los duelistas, que debiera haber sorprendido a un hombre normal. Era también incongruente con el físico repleto y sano, aunque un poco laxo, del que hablaba. Su presencia, a la primera ojeada, era de hermoso animal, rizosos el pelo y la barba de oro, y ojos azules, de brillo insólito. Tan sólo a la segunda ojeada el ánimo se irritaba de repente, tal vez sin intención, ante el modo de curvarse hacia el chaleco la barba de oro y ante el modo de adelantarse la nariz –de bella hechura– a olfatear el camino. Y acaso a la centésima ojeada solamente los claros ojos azules, que antes y después de tal momento parecían brillar de inteligencia, se antojaban brillantes de idiotez. Hombre de aspecto fuerte y sano, parecía mucho más recio a causa del traje suelto y de colores claros que llevaba, de tan extrema levedad y holgura, que había en él algo de tropical. Un examen más detenido habría mostrado que hasta en los trópicos llamaría la atención su atuendo, porque estaba tejido sobre cierta urdimbre higiénica de que ningún ser humano tenía noticia, pero absolutamente necesaria para tener salud siquiera un día. Llevaba, muy derribado hacia el colodrillo, un sombrerete de anchas alas, igualmente higiénico, y, como he dicho, chocaba que de un hombre de tipo tan recio y sano saliese una voz tan aguda y obsequiosa.
–Ustedes me dispensarán que les hable, estoy seguro –dijo–. Es cosa de saber si no estarán ustedes disputando por menudencias, que, después de todo, pudiéramos arreglar buenamente juntos.
No les importa a ustedes que diga esto, ¿verdad?
El rostro de los combatientes permaneció un tanto opaco a esta invocación. El extraño, tomando probablemente el silencio por síntoma de confusión vergonzosa, prosiguió con cierta alacridad:
–¿De manera que ustedes son los jóvenes de que hablan los periódicos? Bueno, naturalmente, de joven siempre es uno algo romántico. ¿Saben ustedes lo que yo digo siempre a los jóvenes?
Un silencio indeciso siguió a esta pregunta jovial. Después dijo Turnbull con voz incolora:
–Como he hecho los cuarenta y siete en mi último cumpleaños, probablemente he venido al mundo demasiado pronto para saberlo.
–¡Muy bueno, muy bueno! –dijo el amigable señor–. Humor escocés puro. Humor escocés puro. Vamos a ver. Entiendo que ustedes dos están decididos a batirse. Parece que no viven ustedes en el mundo moderno. Hemos dejado ya muy atrás el duelo, ¿no lo saben? Por lo demás, Tolstoi nos enseña que pronto dejaremos atrás la guerra, que para él es simplemente un duelo entre naciones. Un duelo entre naciones. Pero no hay duda ninguna de que hemos dejado atrás el duelo.
El extraño se detuvo un momento, radiante, en espera del efecto causado en sus oyentes de palo, y luego prosiguió:
–Bueno. Los periódicos dicen que ustedes quieren de veras batirse por una cosa relativa al Catolicismo Romano. ¿Saben ustedes lo que digo yo siempre a los católicos romanos?
–No –dijo Turnbull lentamente–. ¿Y ellos?
Parecía un rasgo típico del cordial e higienista desconocido el olvidarse siempre de lo que había dicho el momento anterior. Sin más insistencia sobre la forma determinante de su exhortación a la Iglesia de Roma, se rio cordialmente de la respuesta de Turnbull; después, al cazar sus errantes ojos azules el destello del sol en las espadas, adoptó una gravedad benevolente.
–Ustedes saben que el asunto es grave –dijo, mirando a Turnbull y a MacIan, como si hubiesen estado alborotando el cotarro con frivolidades–. Estoy seguro de que si apelase a vuestra naturaleza superior..., a vuestra naturaleza superior... Todo hombre posee una naturaleza superior y otra inferior. Pues bien: examinemos el asunto llanamente, sin las insensateces románticas acerca del honor y cosas por el estilo. Verter sangre, ¿no es grave pecado?
–No –dijo MacIan, hablando por vez primera.
–¿De veras? ¿De veras? –dijo el pacifista. –Matar es pecado –dijo el inconmovible montañés–. Verter sangre no es pecado.
–Bueno, no disputemos por una palabra –dijo el otro bromeando.
–¿Y por qué no? –dijo MacIan con súbita aspereza–. ¿Por qué no habíamos de disputar sobre una palabra? ¿De qué sirven las palabras si no tienen importancia bastante para disputar sobre ellas? ¿Por qué escogemos una palabra con preferencia a otras, si no difieren entre sí? Si a una mujer le llama usted chimpancé en lugar de ángel, ¿no habría disputa por una palabra? Si usted no quiere discutir sobre palabras, ¿sobré qué va usted a discutir? ¿Pretende usted convencerme moviendo las orejas? La Iglesia y las herejías siempre acostumbraron disputar sobre palabras, porque son las únicas cosas que valen la pena de la disputa. Yo digo que matar es pecado, y que verter sangre no lo es, y que hay tanta diferencia entre esas palabras como entre la palabra «sí» y la palabra «no»; o más diferencia, porque sí y no pertenecen, al fin y al cabo, a la misma categoría.
Matar es un acontecimiento espiritual; verter sangre es un acontecimiento físico. Un cirujano vierte sangre.
–¡Ah! ¡Es usted casuista! –dijo el hombre gordo meneando la cabeza–. Bueno, ¿sabe usted lo que yo digo siempre a los casuistas?
MacIan hizo un gesto violento; Turnbull soltó la carcajada. El pacifista no pareció molestarse lo más mínimo, y prosiguió con persistente fruición.
–Bueno, bueno –dijo–. Volvamos a la cuestión. Tolstoi ha demostrado que la fuerza no remedia nada; ya ven ustedes en qué posición me coloco. Hago cuanto puedo para detener una violencia inútil, una violencia enteramente injusta, y estoy seguro de que ustedes no llevarán a mal que la califique así. Pero es opuesto a mis principios llamar a la policía contra ustedes, porque la policía está en un plano moral más bajo, por decirlo así, ya que, en suma, es indiscutible que a veces emplea la fuerza. Tolstoi ha demostrado que la violencia engendra violencia en quien la padece, mientras que Amor, por el contrario, engendra Amor, De modo que ya ven ustedes cuál es mi posición. Sólo puedo emplear Amor para contener a ustedes. Estoy obligado a valerme de Amor.
Prestaba a esa palabra un son indescriptible de cosa dura y pesada, como si estuviese diciendo: «botas». Turnbull empuñó con brusquedad la espada y dijo brevemente:
–Veo muy bien la posición de usted. No quiere usted llamar a la policía. Mr. MacIan, ¿seguiremos el encuentro?
MacIan desclavó su espada del césped.
–Debo y quiero impedir este crimen repugnante –gritó el Tolstoiano, enrojecida la faz–. Es contrario a las ideas modernas. Es contrario al principio del Amor. ¿Cómo usted, señor, que pretende ser cristiano...?
MacIan se volvió hacia él, lívido el rostro, la expresión amarga.
–Señor –dijo–, hable usted cuanto quiera del principio del amor. Me parece usted más frío que un pedrusco, pero admito que alguna vez habrá usted querido a un perro, a un gato, a un niño. Supongo que, de pequeño, habrá usted querido a su madre. Hable usted de amor, pues, hasta que el mundo se hastíe de la palabra. Pero no hable usted del cristianismo. Absténgase usted de decir una palabra, blanca o negra, acerca de eso. El cristianismo, en cuanto a usted le concierne, es un misterio horrible. Apártese de él, guarde silencio sobre él, como si fuese una abominación. Es una cosa que ha inducido a los hombres a matarse y torturarse unos a otros, y usted nunca sabrá por qué. Es una cosa que ha inducido a los hombres a cometer el mal para procurar el bien; usted nunca comprenderá el mal; deje en paz al bien. El cristianismo no serviría más que para hacerle a usted vomitar, hasta que dejase usted de ser como es. No intentaría justificarlo ante usted, aunque pudiese. Aborrézcalo usted, en nombre de Dios, como lo aborrece Turnbull, que es un hombre. Es una cosa monstruosa por la que se matan los hombres. Y si usted quiere quedarse ahí y hablar todavía del amor durante otros diez minutos es muy probable que vea usted a un hombre morir por ella.
Cayó en guardia. Turnbull estaba muy atareado arreglando algo que se había soltado en la primorosa empuñadura; el extraño fue quien rompió el silencio:
–Supongamos que llamo a la policía –dijo, colérico el rostro.
–Renegando de su dogma más sagrado –dijo MacIan.
–¡Dogma! –gritó el hombre con cierto espanto–. ¡Oh! No tenemos dogmas, ¿sabe usted?
Hubo otro silencio, y dijo de nuevo vivamente:
–Ustedes conocen, creo yo, algo de lo que enseña Shaw sobre la carencia de fijeza en los principios morales. ¿Han leído la Quintaesencia del Ibsenismo? Naturalmente, viene muy equivocado acerca de la guerra.
Turnbull, inclinado, enrojecido el rostro, ataba con un bramante la pieza suelta de la empuñadura. Con el bramante entre los dientes, dijo:
–Tome usted ya una maldita decisión y ¡váyase!
–Es una cosa grave –dijo el filósofo meneando la cabeza–. Tengo que considerar a solas cuál es el punto de vista superior. Me inclino a creer que en un caso extremo como éste...
Y se alejó lentamente. Al desaparecer entre los árboles le oyeron murmurar con una especie de canturria: «Nueva ocasión exige deberes nuevos», sacado de un poema de James Rusell Lowell.
–¡Ah! –dijo MacIan, exhalando un suspiro profundo–. Y ahora, ¿no cree usted en la oración? Había pedido un ángel.
–Lo siento mucho, pero no entiendo –contestó Turnbull.
–Hace una hora –dijo el montañés con su entonación grave y meditabunda– sentí que el diablo ablandaba mi corazón y mi juramento contra usted, y pedí a Dios que enviase un ángel en mi ayuda.
–¿Y qué? –preguntó el otro, concluyendo la compostura y liándose a la mano el resto de la cuerda para empuñar con más firmeza–. ¿Y qué?
–¡Y qué! Ese hombre era un ángel –dijo MacIan.
–No sabía yo que fuese tan triste cosa –respondió Turnbull.
–Sabemos que los diablos citan a veces la Escritura y falsifican el bien –replicó el místico–. ¿Por qué los ángeles no han de mostrarnos alguna vez el negro abismo en cuyo borde estamos? Si ese hombre no hubiese intentado contenernos..., yo acaso..., acaso me hubiese contenido.
–Ya entiendo lo que usted dice –contestó Turnbull ásperamente.
–Pero ese hombre vino –prosiguió MacIan– y mi alma me dijo: Abandona el combate y te convertirás en algo como Eso. Abandona juramentos y dogmas y los principios sólidos, y te irás pareciendo a Eso. Aprenderás también una filosofía turbia y falsa. Te aficionarás a esa ciénaga de moral cobarde y rastrera, y vendrás a pensar que un golpe es malo porque hace daño, no porque humilla. Vendrás a pensar que dar muerte es malo porque es violento, y no porque es injusto. ¡Oh, blasfemo del bien, hace unas horas creí que le amaba a usted! Pero ahora ya no hay que temer por mí. He oído la palabra Amor pronunciada con su entonación, y sé exactamente lo que significa. ¡En guardia!
Las espadas se buscaron y se oyó el ludir formidable, animado del odio y la energía antiguos; y se atacaron una vez y otra. De nuevo, el corazón de cada uno vino a ser el imán que atraía a una espada loca. De pronto, furiosos como estaban, se quedaron inmóviles un momento, cuajados.
–¿Qué ruido es ése? –preguntó el montañés, roncamente,
–Me lo figuro –repuso Turnbull.
–¿El qué... el qué? –gritó el otro.
–El discípulo de Shaw y Tolstoi ha tomado una determinación notable –dijo Turnbull, tranquilamente–. La policía trepa por la colina.

* En «La Esfera y la Cruz» (cap. V), 4ª Edición, Espasa-Calpe Argentina – 1952, pp. 65-61.

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