«En memoria de mis padres» - Johannes Messner (1891-1984)

    Quizá sorprenda a muchos de los que lean esta dedicatoria el hecho de que en la misma se diga «en» memoria de mis padres y no «a la» memoria. Mis padres no eran conocidos fuera de un reducido círculo de vecinos y amigos. Mi padre era minero y trabajaba en las minas de plata del Estado; mi madre, obrera y trabajaba en una fábrica de curtidos. Vivimos en un principio en las cercanías del lugar donde trabajaba mi padre, en las afueras de una villa rural próxima a Innsbruck. Cuando nosotros, los tres chicos, empezamos, poco antes de alborear el nuevo siglo, a ir a la escuela, mis padres compraron una vieja casa más próxima al centro de la ciudad, con un pequeño terreno. No había entonces un movimiento pro vivienda y pequeña propiedad, no se hablaba del derecho de la familia al hogar propio; el sentido natural había señalado a mis padres el camino a seguir a este respecto. El precio de compra, unido a los gastos de instalación, representaba para ellos una enorme suma. No existían cooperativas de construcción y colonización de las cuales pudiera haberse obtenido un préstamo y ahorrar parte de los ingresos del trabajo, aparte de una pequeña ayuda representada por una herencia. El alquiler que satisfacía el inquilino del primer piso apenas alcanzaba a cubrir los intereses, los impuestos y demás exacciones. De la medida en que llegáramos a ahorrar da idea el hecho de que mi padre, teniendo que trabajar durante una larga jornada en una mina situada a seis horas de camino, no utilizaba el tren, sino que cubría el camino a pie. Sólo pasaba en casa el fin de semana, teniendo que ponerse de nuevo en camino el lunes a las dos de la madrugada para poder llegar a tiempo a su trabajo en la mina. Cuando más tarde pudo trabajar en una mina más próxima, el huerto constituyó una importante fuente de ganancias complementarias, dado que no sólo abastecía de patatas, verduras y frutas la propia mesa, sino que además era posible vender gran parte de todo ello. Mi padre tenía que trabajar desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde; ello le permitía pasar gran parte del tiempo en el huerto durante el verano. En invierno había siempre algo que hacer en casa: él hacía trabajos manuales. (Hasta después de su muerte no vimos nosotros, los chicos, que bajo el tablero de la mesa realizada por él mismo había escrito: «Dios los bendiga a todos»).
    También mi madre tenía entonces sus ganancias complementarias, uno o dos huéspedes, que también comían con nosotros. Ello hacía que su jornada fuera durante largos años de diez horas, estando dividida en dos partes por un descanso de dos horas a mediodía, que apenas le alcanzaba para guisar y fregar. Algunas cosas habían de ser preparadas la noche antes. Dos veces al día nos llevaba mi madre, en su camino hacia el trabajo, a la «guardería infantil» próxima a la fábrica, que dirigían las Hermanas de San Pablo, una obra social precursora y ejemplar exigida por el hecho de que la mayor parte de las madres «no burguesas» estuvieran ocupadas en la fábrica. El que mi madre tuviera que hacer ella sola todas las faenas de la casa daba lugar a que pasáramos en el hogar largas veladas, inolvidables por la feliz intimidad de la reunión familiar en la cocina de la casa, cada uno entregado a su ocupación, o bien, nosotros, los chicos, dedicados a nuestros juegos, en los cuales tomaba parte con frecuencia mi padre. Pasar una velada fuera de casa era para cualquiera de nosotros un sacrificio que sólo se hacía raras veces y en casos sumamente apremiantes. En el Gimnasio y en la Universidad se nos reprochaba el que no participáramos en las actividades de vacaciones; pero mis padres nos habían comprado, a costa de grandes sacrificios, un piano, con el cual pasábamos las vacaciones, interrumpidas por excursiones a las montañas patrias. En sus días de vacaciones, mis padres nos acompañaban. Ambos tenían que empezar su trabajo a las seis de la mañana. Salvo en casos de indisposición, asistían a la misa de alba, volvían a casa para desayunar y se dirigían al trabajo. La santurronería les era tan ajena como insoportable les habría resultado la música ridícula y sentimental de las películas cinematográficas.
    Cuando yo hace unos años hablé de esta vida familiar (sin mencionar a mis padres) en unas Jornadas Católicas de la Familia, oponiéndola a diversas afirmaciones idealizadoras, se alzaron voces que decían que una tal vida era un heroísmo que no se podía esperar de nadie. Sólo pude contestar que el padre y la madre de aquella familia se habrían sentido incómodos ante tales palabras, pues se sabían bendecido con una vida dura, sin duda, pero indescriptiblemente feliz.
    La expresión «cuestión social» nunca se oyó en nuestra familia, y mucho menos la palabra «proletariado». Aquella vida era, por otra parte, mucho más dura para mi padre que para mi madre. Pues mi padre había querido estudiar en su juventud, pero sus padres no tuvieron los medios necesarios para ello. Tan difícil se le hacía tal renuncia, que todavía en sus primeros años de matrimonio alentó con frecuencia en él la idea de asistir a una Escuela Técnica Superior. En su lecho de muerte dijo aún: «Madre, deja que los chicos estudien todo el tiempo que quieran; yo sé lo duro que es tener que renunciar a ello». Pero esta renuncia nunca dejó caer sombra alguna sobre nuestra vida familiar; quizá por eso mismo fue aún más rica en aquellos valores que escapan al cuento y al peso. Tanto más feliz fue con poder dar a sus hijos, naturalmente, sin muchos auxilios, lo que a él le había sido negado. Cuando murió apenas habíamos terminado los estudios en el Gimnasio. Lo que es capaz de hacer una madre no pudimos saberlo hasta que vimos cómo nuestra madre logró sostener ella sola el hogar y darnos estudios superiores. Cuando después de treinta y dos años de vida laboral hubo de retirarse de la misma y mi hermano y yo, después de algunos años de actividad sacerdotal profesional, reanudamos nuestros estudios en Munich como estudiantes obreros, supo ayudarnos de maneras diversas, como sólo una madre puede hacerlo, siempre a partir de las fuentes inagotables del hogar familiar, en modo alguno rico. Pudimos así dedicar otros seis años al estudio, mi hermano al de la música y yo al de las ciencias sociales.
    Con frecuencia se me preguntaba la razón de que me hubiera dedicado al estudio de ciencias sociales. Como primer problema de la «cuestión social» me ocupó en los años de Gimnasio la diferencia que existía entre el salario de mi madre y el de mi padre, siendo éste considerablemente más elevado. Por otra parte, en el Gimnasio me fue quitado, por ser estimado peligros, un libro sobre la «cuestión social» al cual cabría oponer múltiples reparos según las concepciones actuales. Durante los estudios de Teología tuve la suerte de tener como profesor de Ética social al que luego sería arzobispo Sigmund Waitz. Él abrió mi vista al gran cúmulo de decisiones que en el futuro habían de recaer en la esfera del orden social a favor o en contra del Cristianismo. Lo que, en relación con esta idea, me impulsara especialmente a ocuparme de las ciencias sociales fue la otra idea de por qué, en contraste con la inquietud social, en rápido aumento y que sólo podía desgarrar a nuestro pueblo y no había de aprovechar a nadie, no había de ser posible crear, en la concordia y el entendimiento recíproco y en el esfuerzo por el progreso económico y social y por el aumento del bienestar del trabajador, los supuestos que hicieran posible a la gran mayoría de las familias aquella bendición de una vida inconmensurablemente feliz que habíamos compartido. Otra razón la constituía una sensación de incomodidad para con diversas corrientes en boga que se aferraban demasiado, a mi modo de ver, a un pathos social lacrimoso y al postulado del idealismo social. En Santo Tomás hallé, sin embargo, ya, sobre la base de las circunstancias, mucho menos complejas, de su tiempo, la afirmación de que el diagnóstico y la terapéutica del cuerpo social es mucho más difícil que la del cuerpo humano. Inicié así una labor de toda una vida sobre el terreno, con frecuencia sumamente pedregoso, de las ciencias sociales. Tal labor necesitaba de una constante contemplación de los valores más altos de la vida humana terrena: los de la familia. De la familia partió mi afán científico y a la misma volvería una y otra vez. Por ello este libro fue escrito en su primera edición, y lo es también ahora, «en memoria de mis padres». Y aun cuando a veces, en el esfuerzo de lograr un justo diagnóstico y terapéutica social, sea el entendimiento el que tome la palabra, la obra está escrita con el corazón.

* Dedicatoria en el libro «La Cuestión Social», Ediciones Rialp, Madrid, 1960.

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