La debilidad de la violencia
JUAN FRANCISCO GUEVARA (1922-2009)

    La década que comienza en 1853 dio a nuestro país la primera Constitución pero también nos brindó matanzas, fraudes, la separación egoísta y lamentable de Buenos Aires, el derrocamiento del segundo presidente constitucional, Derqui, propiciado por Mitre y consentido por Urquiza y la serie larga de iniquidades sin cuento, silenciadas por la historia oficial, que hicieron tabla rasa con toda oposición a los hombres de Buenos Aires para imponer éstos su propósitos e ideas sobre el interior.
   Derrotado en forma absoluta uno de los bandos, pudo el otro dedicarse a la tarea de dar a nuestro país un ordenamiento jurídico determinado, una cierta estructura política y propender al progreso material acorde con nuestras enormes posibilidades naturales.
   La llamada generación del ’80, una de cuyas figuras principales es el teniente general Julio Argentino Roca, concreta esta labor ordenadora, trabajando sobre un pueblo cansado por casi tres cuartos de siglo de luchas y dolores terribles, materia prima ablandada por tanta sangre de gauchos «que no para otra cosa servía» como dijera alguna vez el particularísimo genio de Sarmiento.
     La economía argentina es entregada cada vez más a los intereses británicos, como intentó hacerlo ya Rivadavia entre 1824 y 1828. Los argentinos, orgullosos y satisfechos de habernos independizado de España, no entendimos muchas veces que habíamos trocado lazos legítimos y visibles por otros ilegítimos e invisibles como los que nos ligaron luego, durante un siglo, a la brumosa capital británica.
   «Gobernar es poblar», dijo Alberdi, y Roca fue tal vez su mejor discípulo. Para ello abrió las puertas de nuestro país a la inmigración masiva e introdujo así un factor nuevo de consecuencias insospechadas en nuestra vida política y social; factor que, como lo intuyó el gran Lugones, ha de terminar por ser un motivo de mejoramiento y felicidad para nosotros, si logramos recrear el alma nacional.
    La falta de unidad, la falacia de querer regir toda nuestra vida política y legal bajo el amparo de una Carta Magna que apenas si resultó una carta mínima o mal reglamento administrativo, y tal vez por eso constantemente violada, nuestra dependencia económica de Inglaterra y la fuerte inmigración, constituyen los nuevos factores que inciden profundamente en el drama argentino.
    El largo y desangrador proceso que arranca junto con el siglo XIX, desemboca pues en la paz del ’80, la que se caracteriza por haber sido lograda solamente mediante la derrota de uno de los contendores, pero que no fue consolidada mediante el único ingrediente que podía hacerla fructífera y permanente: la justicia.
    La clase dirigente argentina, o mejor dicho el sector triunfante de ella, se dispone a gozar, en aquellos días, de esa paz tan duramente conquistada y cosechar los mejores y más fáciles frutos que se le brindan al alcance de la mano. Ellos son los del desarrollo económico, mediante la explotación  de las riquezas primarias de que el país dispone y que hasta entonces apenas si habían servido para la subsistencia de las poblaciones y para el sostén de los ejércitos en campaña. La clase argentina que toma el timón en 1862, y sobre todo en 1880, está encandilada por la atracción del progreso material y a él ha de dedicar todos sus esfuerzos. Pero, sin darse cuenta, está preparando su fracaso, el del País y la desorientación de los tiempos actuales. El progreso y el desarrollo económico son aspiraciones legítimas a la vez que objetivos necesarios; sin embargo, no pueden ser un fin en sí mismos, ni tampoco pueden constituir el fin para el cual existe y lucha una comunidad de hombres libres. Por el contrario, los dirigentes argentinos entraron en el siglo XX deslumbrados por las posibilidades económicas del país y por ello dejaron de lado toda consideración tradicional o moral que pudiera oponerse a este progreso, o que disminuyera el rito con que ellos querían alcanzarlo y gozarlo.
    De allí que, una vez vencida la corriente federal o provincial, fuera más fácil elaborar un programa político sobre la base exclusiva del ejercicio del poder solamente por parte de los vencedores. Para ello, para evitar toda disputa, no encontraron nada mejor que condenar a todos sus adversarios, inclusive después de muertos. De esta manera se privó a sus seguidores de toda posibilidad política inmediata.
    Entre 1853 y 1890 –¡un cuarto de siglo!–, la corriente federal queda sin jefes, sin cabezas, pero además está sujeta a juicio. Es una corriente condenada, obstruida, sin posibilidad de expresión.
    Aun cuando la Constitución de 1853 no tuvo en consideración la existencia de partidos políticos, aparecieron naturalmente, como han aparecido siempre en la historia de los pueblos, cualquiera haya sido el sistema o régimen imperante. Esto es lógico si se piensa que el ser humano, puesto ante la posibilidad de elegir, aún dentro de un sistema de ideas plenamente aceptado por todos los integrantes de la comunidad, necesariamente tiene tendencia a no responder uniformemente. Es normal que cualquier problema humano tenga más de una solución posible. Y es normal también que los seres humanos respondan a tendencias naturales; así, por ejemplo, siempre habrá algunos que pongan el acento en el orden y las jerarquías, las derechas como suele llamarse actualmente, mientras otros lo pondrán en la libertad, signo característico de las izquierdas.
    No quiere decir esto que los primeros sean enemigos de la libertad ni que los segundos rechacen el orden. Lo que quiere decir es que el acento estará puesto en una y otra sílaba del quehacer político, que las tiene varias, sin que por ello falten las restantes que integran la palabra convivencia que es la clave para que exista la comunidad.
    Cuando la actitud es monosilábica –solo libertad aunque haya desorden o solo orden suprimiendo la libertad– se cae en la tiranía, anárquica o despótica, y en ambos casos no puede hablarse seriamente de partidos ni de tendencias, porque la injusticia del tirano –hombre, grupo, clase o circunstancia– no permite su existencia.
    Por todo ello, aun cuando la Constitución de 1853 no previó o no mencionó los partidos políticos, estos aparecieron inmediatamente después de su promulgación.
   Ello no fue malo en sí mismo y hubiera sido posible y saludable en la medida en que esos partidos, sumados, hubieran englobado todas las tendencias auténticas, reales de la Nación Argentina. Lamentablemente no fue así, Y no lo fue porque esta ese momento dos corrientes se habían manifestado en el seno de nuestro pueblo: la Federal y la Unitaria, pero como lo hemos recordado, la triunfante en las guerras civiles aplastó a la vencida y no le dio participación posterior alguna, como tal, en el proceso pretendidamente «democrático» que arranca con la Constitución de 1853.
   A partir de la presidencia de Mitre y casi hasta el ’90, los partidos políticos argentinos son circunstanciales y de tipo «personalista», originados todos en el tronco unitario liberal, vencedor de las luchas civiles, aun cuando algunos federales como Alsina, dentro del sistema vencedor, mantienen apenas la llama encendida donde prenderá después el fuego del radicalismo.
    En los casi sesenta años subsiguientes, hasta el fin de las presidencias de Roque Sáenz Peña y Victorino de la Plaza, los vencidos en Caseros, que eran la gran mayoría de nuestros habitantes, no tuvieron representación verdadera en los gobiernos nacionales y provinciales. Quedaron relegados a sus provincias, a sus rincones, sirviendo en los fortines, conservando en sus corazones el amargo rencor del vencido, sin posibilidades de luchar ya por sus creencias, fijo en las pupilas el recuerdo de las cabezas de sus jefes clavadas en algunas picas.
    A pesar de ello, sin fuerzas casi, hicieron los últimos sacrificios para internarse en el desierto acabando con la indiada, en una epopeya increíble, casi desnudos, sin tabaco, sin yerba y sin comida; eso sí acompañados siempre de esas mujeres tan «hombres» como fueron nuestras criollas.
    Algunos, los más dúctiles y letrados, encontraron la forma de adaptarse a los nuevos tiempos y se incorporaron al «desarrollismo» naciente, a la burocracia, a los negocios con el inglés. En política optaron o por la amarga abstención o por plegarse a la situación de predominio de los vencedores, buscando hacerse perdonar el haber creído y luchado por esas creencias.
    El resto, es decir la mayoría de la población vencida, quedó como en estado de ensimismamiento, viendo cómo le cambiaban su tierra, no por otra mejor, sino por otra distinta y en la cual no tenían cabida.
    La inmigración masiva desplazó al criollo pero produjo también una cantidad de desarraigados porque al llegar a un «país que ha dejado de ser», no encontraron, en la soñada patria nueva, valores estables en los cuales apoyarse durante el duro período del trasplante.
    Por eso el criollo, y también el inmigrante, quedaron en estado de abandono espiritual, en ese abandono de la orfandad que sienten las sociedades cuando no se reconocen en los que dirigen, cuando no creen en ellos, cuando saben, aunque no sepan nada más, que los de «arriba» no son sus guías, sus jefes, sus ejemplos, sus protectores, sus maestros ni sus jueces.
    Al mismo tiempo, sin embargo, quedan con el oído fino, alerta, con la vista aguda, con el olfato casi infalible propio de nuestro pueblo, para reconocer cualquier manifestación que puede significar su reencuentro con los sucesores de los viejos jefes muertos.

* En «Argentina y su sombra», 2ª edición – 1973, pp. 34-38; existe una 3ª edición publicada por Ediciones El Álamo, San Rafael, Mendoza, del año 2015. 

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