La victoria de Damieta
HENRY BORDEAUX (1870-1963)

   La flota de los cruzados empezó a reunirse desde principios de marzo (1249) ante el puerto de Limassol. San Luis esperaba levar anclas en el primer día bueno. El mal tiempo iba a retrasarlo todavía.
   ¿Cómo calcular su ejército? Los cronistas árabes lo han estimado en 50.000 combatientes, lo que es excesivo. Sus exageraciones a la moda oriental estaban destinadas, con toda evidencia, a sobreestimar el papel de sus propias tropas. El cálculo más riguroso, el de Mas-Latrie en su Historia de Chipre, propone 25.000 hombres de Francia, más los contingentes suministrados por los francos de Siria, de Chipre, de Morea, por los italianos y un pequeño número de ingleses. Las fuerzas del Oriente latino comprendían, en efecto, la caballería franca de Siria con Juan de Ibelin, conde de Jaffa; la caballería chipriota con el rey Enrique I de Lusiñan, la caballería de Morea con el príncipe Guillermo de Villehardouin, y las grandes Órdenes militares del Templo y del Hospital. Otros cálculos dan la cifra de 2.800 caballeros y 20.000 hombres de armas, a lo que hay que añadir un número bastante grande de incómodos y embarazosos peregrinos que no cesarán de obstaculizar las operaciones militares.
   ¿Y la flota? Verosímilmente, 1.800 velas, de las cuales 120 navíos de alto bordo, el resto en embarcaciones de menor tonelaje, galeras y barcos chatos destinados a facilitar el desembarco. El 13 de mayo se dio la orden de agrupación. El 21 era el día fijado para levar anclas. Cada capitán era portador de un pliego secreto que no debía abrir sino en alta mar. El rey contaba todavía, como gran jefe de guerra, con la sorpresa y, renunciando a dejar creer en un desembarco en Siria a causa de las indiscreciones cometidas, había anunciado que su objetivo era Alejandría, cuando, en realidad, apuntaba a Damieta. Como a la salida de Aguasmuertas, los vientos eran desfavorables. No se pudieron hacer a la vela sino el 30 de mayo, demasiado tarde para la estación. “El sábado –escribe Joinville– el rey se hizo a la vela y los otros barcos también, lo que fue muy bonita cosa de ver; pues parecía que todo el mar, en cuanto alcanzaba la vista, estaba cubierto con la tela de las velas de los navíos, calculados en 1.800, tanto grandes como pequeños”.
   Pero esos 1.800 barcos fueron otra vez más, como en la cita de Chipre, dispersados por la tempestad. El 4 de junio, cuando la flota estaba a la vista de Damieta, el rey no tenía con él sino a 700 caballeros de los 2.800. En el Montjoie, que lo llevaba y que llamaremos el navío almirante, convocó a su consejo de guerra; éste le aconsejó que esperara para desembarcar a que estuvieran reunidos los veleros retrasados por los vientos contrarios. Esperar, siempre esperar: siempre encontrará a su lado estos contemporizadores. Pero Luis se negó a toda dilación, argumentando con la sorpresa que su audacia causaría al enemigo y la estrechez del puerto de Damieta, que no podía cobijar todos sus barcos en caso de una nueva tempestad.
   Dada así la orden de batalla, el rey dirigió a su ejército este mensaje transmitido con rapidez de una embarcación a otra: “Fieles amigos: seremos invencibles si somos inseparables en nuestra caridad. No hubiéramos llegado aquí sin la protección divina. Yo no soy el rey de Francia, yo no soy la Santa Iglesia. Vosotros sois el rey, vosotros sois la Santa Iglesia. Yo no soy más que un hombre cuya vida pasará como la de otro hombre cuando le plazca a Dios. Todo es por nuestro bien, sea lo que sea lo que nos ocurra. Si somos vencidos, subiremos al cielo como mártires; si triunfamos, la gloria del Señor será con ello exaltada, y la de toda Francia, o más bien la de toda la Cristiandad, quedará aumentada. Dios, que lo prevé todo, no me ha suscitado en vano. Ésta es su causa, combatamos por Jesucristo y Él triunfará en nosotros, y dará la gloria, el honor y la bendición, no a nosotros, sino a su nombre”.

Es una proclama militar única en la Historia. No tiene ninguna relación con las de Alejandro en Persia, las de Aníbal en los Alpes, de César en Galia, de Bonaparte en las Pirámides, de Napoleón en la víspera de Austerlitz. El jefe es uno mismo con sus soldados. Los hace a todos reyes y sacerdotes. Un creyente se dirige a creyentes, se mezcla con ellos en la muerte y en la victoria, les promete la gloria divina, iguala el sacrificio y el triunfo. Ninguna redundancia, ninguna elocuencia, ninguna prosopopeya, ninguna vana alabanza: nada más que un acento humano y cristiano, extraordinariamente apropiado para estos combatientes de la Cruz, único capaz de crear el entusiasmo de la fe. A la mañana siguiente tiene lugar la confesión y la comunión general de un extremo a otro de la flota, “como para morir si place a Dios”. Pero ¿qué es la muerte sino la vida eterna?
   Damieta no existe ya hoy, o más bien la antigua Damieta que se elevaba entonces a una milla del mar y que era una villa tan fortificada por sus murallas y por el agua, que Juan de Brienne había tenido que sitiarla durante dieciséis meses y veintidós días antes de tomarla. ¿Qué tiempo le exigiría a San Luis y a su ejército? ¿Qué demora ocasionaría con su resistencia a la expedición de Egipto?
   El primer historiador de las Cruzadas, demasiado desdeñado hoy, José Michaud, emprendió en 1830, con más de sesenta años, el viaje a Oriente para buscar las huellas de San Luis. En vano buscó cimientos de esa antigua Damieta. El emir Bibars, once años después de la marcha del rey, ordenó arrasarla y arrojar los escombros al Nilo, lo que cerró la entrada del río a los barcos de gran tonelaje. Un poblado, Lesbeh, ocupa un pequeñísimo reducto en el emplazamiento de antaño. Hoy, Damieta, reconstruida a unos kilómetros del mar, en la rama oriental del Nilo, es una ciudad de más de 40.000 habitantes, industrial y mercantil, pero su puerto casi inexistente, mientras que en el tiempo de San Luis era, en la costa mediterránea, el rival de Alejandría. Es preciso, por tanto, imaginar otra Damieta. Entre el mar y el brazo del Nilo, inclinada sobre éste más que sobre el mar, está unida a la otra orilla por un puente de barcos defendido por dos cadenas cuyas extremidades están atadas a dos torres, una en la ciudad, otra en el borde opuesto, de forma que el acceso al río queda guardado. Ella observa, detrás de sus baluartes, la flota de los cruzados que va a desembarcar y se ríe de esta amenaza con la protección de las tropas musulmanas que han acudido a protegerla.
   Pues el secreto ha sido mal guardado o, al menos, el soldán, advertido de la salida de Chipre y no sabiendo justamente el lugar escogido para el desembarco, ha provisto a Damieta de una importante guarnición, formada por tribus árabes reputadas por su bravura y mandadas por el emir Kakhr-al-Din. El 5 de junio, que es el día fijado, Luis puede ver desde su barco almirante al ejército musulmán dispuesto en orden de batalla, resplandeciendo al sol con sus armas que flamean y produciendo un ruido ensordecedor con sus címbalos y sus cuernos sarracenos. ¿Cómo no van a tener la ventaja si están en la orilla donde no se puede abordar sino en barcos chatos y pueden ir destruyendo a los sitiadores a medida que se vayan acercando? ¿No hace falta una audacia inaudita para desembarcar en tales condiciones, frente a los escuadrones enemigos, a esos batallones que están lanza al ristre? Y, sin embargo, el desembarco se va a realizar.
   Las galeras, las lanchas sin quilla dan con fuerza a los remos y van depositando grupos de 20 hombres para volver a toda prisa por los siguientes. En su gran nave, el rey, escoltado por el legado del Papa, que lleva la imagen de la Vera Cruz, según la costumbre de los reyes de Jerusalén en la batalla, mientras que el barco vecino lleva la oriflama de San Dionisio, se impacienta, al verse rebasar por las gentes del sire de Joinville y de Erard de Brienne. Ya el conde de Jaffa, que ha bajado a tierra, ha tendido su pabellón y los caballos de la caballería turca, que se apresta a cargar, se espantan de la punta de los escudos clavados en la arena y de los largos fustes de las lanzas. Luis, atravesando su navío, empuja al legado, pasa sobre una galera y de allí salta al mar, con el agua hasta los hombros, el escudo al cuello, el yelmo en la cabeza y la lanza en la mano; llega a la orilla y acomete a los sarracenos. Reconocible por su ímpetu más aún que por su alta estatura, ya los caballeros, sargentos y todos los hombres prudentes se precipitan a seguirle, para alejarlo, para cubrirlo y protegerlo.
   Aquí también sigue actuando con su plena voluntad, con su plena autoridad. “El primer hecho en que puso a su cuerpo en aventura mortal –dice Joinville al principio de su «Historia de San Luis»– fue a nuestra llegada a Damieta, allí donde todo su consejo fue de opinión, según oí, que se quedara en su navío hasta que viera lo que hacía su caballería en tierra. La razón por la que se le aconsejó eso era que, si desembarcaba con ellos y sus gentes eran muertas, el asunto estaba perdido; mientras que si quedaba en su barco, con su persona podía intentar de nuevo conquistar la tierra de Egipto. No quiso creer a nadie, sino saltó al mar completamente armado con el escudo al cuello, la lanza en la mano, y fue de los primeros que saltó a tierra”.
   Este consejo al jefe era lo más razonable del mundo. Un jefe no debe correr riesgos inútiles. Su vida es demasiado preciosa para que no sea protegida. Desparecido él ¿qué sería de sus hombres? Su desaparición puede ser equivalente a un desastre, sobre todo cuando ese jefe de ejército es el rey, el rey de la Cruzada. Pero la fe es más fuerte que la razón, y ese rey que se lanza al agua arrastra a todos sus soldados y crea de un golpe su leyenda.
   Pues la victoria va a seguirle a la carrera. La caballería musulmana puede avanzar hasta el mar: la batalla de la playa es favorable a los cruzados. Dos emires son muertos y el general Fakhr-al-Din se retira a la orilla oriental, no se atreve siquiera a resistir delante de Damieta y se detiene más allá. Damieta, que ha seguido el combate desde lo alto de sus murallas y ha asistido a la derrota del ejército musulmán, a su vergonzosa huida, es presa del pánico. Se acuerda del saqueo de la villa por las tropas de Juan de Brienne, después de su sitio prolongado, que las había exasperado. Sus habitantes espantados, huyen durante toda la noche, no llevándose más que joyas u objetos menudos, arrastrando con ellos a los árabes de la guarnición. El puente de los barcos que une las dos orillas ha quedado intacto; en esta desbandada en desorden toda medida de prudencia, toda precaución ha sido olvidada. La victoria es mucho más completa todavía que lo que puede sospechar el vencedor.

* “Vida, muerte y supervivencia de San Luis Rey de Francia”, Ed. Espasa-Calpe, Buenos Aires, 1951, págs.176-179.


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